Un mundo lleno
En este primer capítulo de ‘El mundo entonces’, un manual de historia sobre la sociedad actual escrito en 2120, se cuenta cómo era la población del planeta en 2022
Ya rozaban los 8.000 millones y estaban asustados: se creían demasiados. Tanto, que suponían que debían contarse con exactitud, como si eso pudiera cambiar algo. En aquellas redes primitivas, contadores virtuales ofrecían un número que cambiaba sin parar. Hay registros: el 25 de octubre de 2022 a las 10.04 hora de Europa Occidental, por ejemplo, uno detallaba que había en el mundo 7.983.418.867 seres humanos. ¿Cómo confirmarlo? ¿Quién podría saberlo? La cifra era el tótem central de aquellos tiempos. La inmensa mayoría creía en esos ideogramas indios y, para muchos, su credibilidad era proporc...
Ya rozaban los 8.000 millones y estaban asustados: se creían demasiados. Tanto, que suponían que debían contarse con exactitud, como si eso pudiera cambiar algo. En aquellas redes primitivas, contadores virtuales ofrecían un número que cambiaba sin parar. Hay registros: el 25 de octubre de 2022 a las 10.04 hora de Europa Occidental, por ejemplo, uno detallaba que había en el mundo 7.983.418.867 seres humanos. ¿Cómo confirmarlo? ¿Quién podría saberlo? La cifra era el tótem central de aquellos tiempos. La inmensa mayoría creía en esos ideogramas indios y, para muchos, su credibilidad era proporcional a su supuesta exactitud: un número preciso, como 7.983.418.867, era más creíble —aunque mucho más inverosímil— que uno aproximado. Los tecnócratas, que lo sabían, se refugiaban en los decimales.
Con artefactos como ese, el mundo de 2022 se regodeaba en su progreso técnico: lo fascinaba aquella maquinaria que permitía, en teoría, esa suerte de conciencia de sí, la ilusión de saber cómo eran. Y, sin embargo, casi nadie sabía: no porque no se pudiera sino porque no creían que quisieran. Autores dicen que si algo definió aquel período es que nunca había habido tanta información y tanta ignorancia al mismo tiempo.
Era cierto que los medios para captar y conocer el mundo eran más numerosos y eficientes que nunca antes: las redes de comunicaciones, aunque primitivas, ya permitían ver —solo ver: ni oler ni palpar ni sentir— cualquier rincón del planeta sin despegarse de la pantalla individual, y masas enormes de datos estaban al alcance inmediato de quien las requiriera. Parecía como si el sosiego de saber que esa información existía relevara a las personas de la voluntad de buscarla y aprenderla, de usarla de algún modo. Todas esas facilidades facilitaban también las distracciones, en el sentido más literal de la palabra: la enorme mayoría no elegía usarlas para conocer y comprender el mundo sino para olvidarlo. La sociedad del espectáculo, un modelo que ya tenía más de medio siglo, seguía a pleno.
A las 17.26 de aquel mismo día el número pasó a ser 7.983.487.352 —porque la cifra del contador de seres ofrecía la calidad más convincente: era inasible. No paraba nunca, seguía creciendo segundo a segundo, no había modo de establecerla y definirla, dejaba de ser en el momento mismo en que empezaba. Esa cifra sintetizaba la sensación más angustiosa de la mayoría frente al mundo en que vivían: que se les escapaba sin parar. Nadie, según tantos testimonios de la época, estaba tranquilo. La sociedad del espectáculo era, antes que nada, por encima de todo, la civilización del miedo.
Temían casi todo. La superpoblación, para empezar: el fantasma de un mundo inundado de personas, inutilizado por la abundancia de personas. No era la primera vez: la imagen se repetía desde que el reverendo Thomas Malthus la inauguró a fines del siglo XVIII. La famosa “bomba demográfica” no terminaba de explotar; en la base de la idea había un error clásico: temer la fragilidad de un ecosistema frente a una amenaza futura sin saber qué herramientas de ese futuro —desconocidas, impensadas aún— permitirían enfrentarla.
Pero era cierto, de todas formas, que era mucha gente. O, por lo menos, mucha más que lo que nunca había sido. La especie humana era un éxito extraordinario.
Ese miedo —seguramente era ese miedo— no les dejaba ver que habían logrado lo que ninguna otra: que un espacio natural —el planeta Tierra— que dos siglos antes apenas sostenía —mal— a mil millones de ejemplares que vivían un promedio de 35 años, pudiera sostener —mal pero mucho mejor— a ocho mil millones que solían vivir el doble.
Si se restaban los 47 millones de personas que se habían muerto en lo que iba de ese año 2022 a los 114 millones que habían nacido en ese mismo lapso, resultaba que el 25 de octubre había en la Tierra 67 millones de personas más que el primero de enero: la progresión era bastante impresionante.
Nunca se había visto tal multiplicación. No conocemos otra especie animal que, con los mismos recursos, en el mismo espacio, haya crecido tanto en un tiempo tan breve; es cierto, sin embargo, que la demografía de las cucarachas o las ratas es una disciplina que nunca recibió la atención que quizá se merezca. Y es cierto que era precisamente el resultado de esa multiplicación lo que los aterraba.
(Autores de esos días dijeron que si se sumaban los años vividos por cada persona desde el origen de la humanidad —lo que llamaban “la experiencia humana”— más del 15 por ciento de esos años correspondían a personas que estaban vivas entonces: tal era el peso del crecimiento demográfico. O sea: que más de una sexta parte de todo lo que habían vivido los hombres desde el principio de los tiempos lo estaban viviendo en esos años. Tal era, también, la complejidad de ese mundo que queremos resumir.)
Los —casi— 8.000 millones de humanos estaban, como casi todo, repartidos de formas caprichosas. Su distribución siempre había dependido absolutamente del relieve y el clima: entonces ya no. A principios del siglo XXI las antiguas limitaciones naturales solo funcionaban en los espacios más extremos: los polos, los desiertos, las más altas cumbres. En el resto, una serie de inventos había permitido ocupar territorios como nunca antes. (La invención del “aire acondicionado” —una máquina de hacer frío— es un buen ejemplo: gran serendipia, subproducto azaroso del invento de una secadora, se difundió en la segunda mitad del siglo XX. Su multiplicación permitió la expansión de la vida en lugares donde el calor la había hecho muy difícil: muchos de los mayores núcleos de población de esos años ocuparon zonas que solían ser inhabitables.)
Sin embargo, seguía habiendo regiones donde los hombres y mujeres se acumulaban sin medida: la población del mundo estaba muy mal distribuida. Más de la mitad de las personas —4.200 millones— vivía en un octavo de su superficie —18 millones de kilómetros cuadrados—, arrinconados en el sur y este de Asia. Allí estaban, por supuesto, la India y China, pero también Pakistán, Bangladesh, Japón, las Coreas, Vietnam, Tailandia, Myanmar, Indonesia, Filipinas y otras cinco naciones menores. Allí, en esos días, se estaba armando el siguiente poder global. Tras las aventuras coloniales del siglo XIX y los arrestos socialistas del XX, estos territorios repletos se constituían, por su peso, en el centro del mundo. Las razones eran múltiples; la demografía lo explicaba tanto como tantas otras —aunque los habitantes de los países que habían sido centrales en los siglos anteriores todavía no terminaban de entenderlo. No se resignaban, se diría, al fin de la Edad Occidental.
Las personas se distribuían muy distinto según los continentes. El continente era, todavía, la división geográfica más utilizada por los especialistas: se mantenía la ilusión de que los límites impuestos por ciertos accidentes —océanos sobre todo, cordilleras— servían para entender nuestro planeta.
Los continentes eran, por supuesto, unidades perfectamente desparejas, pero nos sirven para construirnos una primera imagen de cómo estaba armado el mundo en esos días. Puede ser aburrido, pero hay que saber de qué mundo hablamos. Ahora, cuando la geografía ha pasado a ser una rama menor de la virtualidad, resulta difícil reconstruir el peso que tenían entonces esas masas de tierras.
El mayor, Asia, ya empezaba a verse —tras siglos de retraso— como el continente del futuro. Asia ocupaba 44 millones de kilómetros cuadrados —casi un tercio de la tierra firme— pero allí vivían 4.500 millones de personas, bastante más que la mitad. Eran, entonces, más de cien personas por kilómetro cuadrado, de razas y aspectos muy variados. Ya hemos visto que sus regiones sur y este empezaban a constituirse en el polo de poder del mundo. Es cierto que, al mismo tiempo, subsistían en él los pozos más brutales de miseria y violencia: guerras en varios de sus países, hambrunas en otros. La India separaba dos espacios: hacia el este una zona cada vez más próspera; hacia el oeste, la confusión y la pobreza.
África era el segundo continente más poblado: 1.300 millones de personas en 30 millones de kilómetros, unas 40 por kilómetro cuadrado. Tenían espacio para crecer y lo hacían sin descanso: su tasa de natalidad era la mayor del planeta aunque era, todavía, la zona más pobre y maltratada. Mostraba, sin embargo, esos rasgos intensos que la ayudarían a mejorar su situación. Sus recursos naturales —agrarios, minerales, viento, agua— parecían inagotables; era, más que nada, que recién empezaban a explotarse. Una de sus características distintivas era su homogeneidad racial: la inmensa mayoría de la población era negra, dándole al conjunto una apariencia de unidad que los demás continentes no tenían.
Europa —tres veces menor con 10 millones de kilómetros— seguía siendo, tras tantos siglos, una región densamente poblada: 70 personas cada kilómetro cuadrado. O sea que allí vivían unos 700 millones que, en su mayoría, se sentían en un geriátrico agradable —con alguna grieta en las paredes. Practicaban con tino un “arte de vivir” logrado a fuerza de expolios durante los 500 años anteriores, que se mantenía gracias al capital material y simbólico acumulado en esos siglos de hegemonía, siglos en que muchos de los inventos y progresos vinieron de allí. Hasta poco antes había sido un continente “blanco”; a partir de las grandes migraciones de la segunda mitad del XX, casi un cuarto de su población pasó a tener otros orígenes: la mayoría africanos, pero también asiáticos y sudamericanos.
América, con 42 millones de kilómetros cuadrados, era casi tan grande como Asia pero tenía cuatro veces menos habitantes: alrededor de mil millones para una densidad escasa de 24 por kilómetro. No había continente con más mezcla racial: a lo largo de los cinco siglos anteriores, nativos, esclavos africanos y conquistadores/inmigrantes europeos se habían combinado para crear un tipo propio. El continente todavía mantenía la vieja división —política, económica— entre el poder del Norte y la confusión del Sur, aunque los movimientos internos desde el sur hacia el norte ya iban aminorando diferencias.
Y por fin Oceanía, continente por la fuerza de su aislamiento pero sin peso propio, ocho millones de kilómetros cuadrados donde solo vivían 42 millones de personas, unos 7 por kilómetro, 15 veces menos que en la vecina Asia: desolación y confort de la distancia.
***
En la Tercera Década del siglo XXI la distribución de las personas en la Tierra completaba una mutación decisiva. Habitar ciudades siempre había sido la excepción: la enorme mayoría de las personas muertas había vivido en pueblos chicos y campos, bosques, selvas. Esa fue, desde que los hombres empezaron a abandonar el nomadismo, miles de años antes, la marca de la especie en el planeta. En 1700 solo una de cada veinte personas vivía en una ciudad: las otras 19, en campos y pueblitos. Los dos siglos siguientes fueron decisivos para la construcción de las grandes capitales occidentales, pero en 1900 los campesinos seguían siendo muchos más: 15 de cada 20. Todavía en 1960 los rurales eran 13 de cada 20, el 65 por ciento.
Y al fin, siempre embrujados por la supuesta exactitud, una gran organización internacional pudo anunciar que “el 23 de mayo de 2007 fue el día en que, por primera vez en la historia del mundo, más personas vivieron en las ciudades que en el campo”. La tendencia siguió. En 2022 solo el 45 por ciento de los hombres y mujeres del mundo vivían en campos y poblaciones de menos de diez mil habitantes; el resto, la mayoría, en las ciudades.
Las ciudades ocupaban poco más del uno por ciento de la superficie del planeta y concentraban a la mitad de sus habitantes. Nunca tantos habían vivido tan apretujados.
El desplazamiento del campo a las ciudades fue un proceso global pero, como todo, funcionó a velocidades diferentes según las regiones. El movimiento, lo sabemos, había empezado en el norte de Europa y de América a fines del siglo XVIII, con la Revolución Industrial, pero se aceleró en el siglo siguiente. En el resto de América y Europa sucedió sobre todo durante el siglo XX. En la India y —brutalmente— en China se hizo intenso a fines del XX, principios del XXI; buena parte de África y América Central estuvieron entre los más remisos. En 2022 Ñamérica era, para sorpresa de muchos, la región con mayor proporción de población urbana del planeta: cuatro de cada cinco personas vivían en ciudades, algo más que en la América anglo, Europa y Oceanía. En Asia la proporción todavía era mitad y mitad, y África seguía siendo el único continente con más campesinos que ciudadanos. En países como Níger, Ruanda, Uganda, Sudán o Etiopía cuatro de cada cinco personas vivían en el campo; lo mismo sucedía en Camboya, Sri Lanka o Nepal. En la India todavía eran tres de cada cinco.
En menos de un siglo el hábitat humano se había vuelto otro: milenios de vida rural quedaron atrás —por el momento. El cambio, como siempre, tuvo varias razones; las principales fueron la intensa mejora de las técnicas agrarias, que hizo que se necesitaran muchas menos personas para manejarlas, y el atractivo de esas grandes ciudades que aparecían como el lugar de las oportunidades. En el imaginario de la época el campo era —para las mayorías— el espacio del pasado, mientras que las ciudades representaban el futuro. La vida de un campesino parecía llena de asechanzas: el clima y sus caprichos, las pestes, las enfermedades, los bandoleros, la indefensión general —que, a la distancia, en las ciudades parecían menores. En una ciudad se podía, idealmente, encontrar empleos, alimentos, escuelas, hospitales, formas de consumo, de desarrollo y de esparcimiento que el campo no ofrecía. Esas diferencias explicaban el movimiento de miles de millones. Era cierto que las ciudades tenían todas esas cosas; muchos, por supuesto, nunca las conseguían.
(La diferencia entre campo y ciudad no era ilusoria sino muy real: en su conjunto —y salvando particularidades— los rurales eran mucho más pobres que los urbanos. Así, los países con más campesinos eran, al mismo tiempo, los más necesitados. En África, el único continente donde los rurales seguían siendo mayoría, la mitad de las personas no tenía acceso a la electricidad, con lo que eso significaba en tiempos en que la electricidad todavía era la energía que utilizaban los aparatos más utilizados —lámparas, frigoríficos, televisores, teléfonos móviles, ordenadores—: uno de cada dos africanos no podía usarlos. El consumo medio de electricidad en África era de 180 kilowatios per cápita por año; en Estados Unidos eran más de 13.000. Era otra forma de esa desigualdad que, entonces, tenía tantas: en esos días, el resto del mundo se había vuelto tan dependiente de la electricidad como lo había sido, durante milenios, del fuego. En los países menos pobres, la Era de la Electricidad reemplazaba a la Era del Fuego —pero sería mucho más breve.)
En esos años las ciudades más pobladas del mundo pasaron a ser otras. Estaba muy claro cuáles eran las que habían crecido —y cuáles las que no. En las cinco décadas anteriores la población del mundo se había duplicado, pero la de Nueva York, Los Ángeles, París o Londres —las grandes ciudades clásicas del siglo XX— apenas había aumentado entre un 10 y un 40 por ciento. En cambio los habitantes de Pekín, Estambul, Yakarta o Bogotá se habían multiplicado por tres o por cuatro. Y los de Delhi, Dhaka o Cantón eran diez veces más.
Así, entre las 20 ciudades más pobladas, solo cuatro —México, Sao Paulo, Nueva York y Los Ángeles— estaban en el hemisferio occidental, que había predominado hasta entonces. Las otras 16 estaban en Asia —tres en la India, tres en China, dos en Japón, una en Corea, Bangladesh, Filipinas, Indonesia, Tailandia, Pakistán— y en África. Pero quizá lo más significativo eran las 50 ciudades de más de dos millones de habitantes que había en China, un país de tradición rural: casi ninguna tenía medio siglo de vida. El ejemplo más claro lo daba Shenzhen, una ciudad cercana a Hong Kong que el gobierno del “comunismo” chino desarrolló como contrapeso a la antigua colonia británica. Shenzhen era, en 1980, un pueblo de pescadores con unos pocos miles de habitantes; cuatro décadas después tenía 13 millones.
El desplazamiento de 250 millones de campesinos chinos hacia las nuevas ciudades entre 1980 y 2010 había sido, hasta entonces, la mayor migración de la historia. En esas ciudades a medio terminar el ímpetu chino construyó, en una década, más casas y departamentos que todos los existentes en Europa; entre 2011 y 2013 China usó más cemento que Estados Unidos en todo el siglo XX. Son solo ejemplos del cambio de tendencia que vivía el mundo en esos días, cuando estaba punto de llegar a los 8.000 millones de habitantes
Próxima entrega 2. Las nuevas ciudades
Con el predominio urbano empezaba otro mundo: un racimo de ciudades que se parecían mucho en todas partes. Y sus casas también se parecían.
El mundo entonces
Una historia del presente
MARTÍN CAPARRÓS
'El mundo entonces' es un manual de historia que nos cuenta cómo era este planeta, sus sociedades, sus personas, en 2022. 'El mundo entonces' será escrito en 2120 por la célebre historiadora Agadi Bedu y llega a nosotros gracias a la gentileza de Martín Caparrós.