‘Clara’: la hembra de rinoceronte que asombró a Europa en el siglo XVIII asoma de nuevo en Ámsterdam
Una exposición de láminas, porcelanas y cuadros protagonizados por el gran mamífero y decenas de insectos aborda la evolución de la percepción de unos animales tan atractivos para la ciencia como fascinantes para los artistas
Rhinoceros unicornis, eso era Clara: una hembra de rinoceronte originaria de la India, que se hizo famosa en el siglo XVIII paseando por Europa. Llegó a la ciudad holandesa de Ámsterdam en 1741 y atrajo a multitud de curiosos que no habían visto nunca a este mamífero vivo y solo conocían un grabado del artista alemán Alberto Durero, fechado en 1515. Clara mantuvo su fama durante 17 a...
Rhinoceros unicornis, eso era Clara: una hembra de rinoceronte originaria de la India, que se hizo famosa en el siglo XVIII paseando por Europa. Llegó a la ciudad holandesa de Ámsterdam en 1741 y atrajo a multitud de curiosos que no habían visto nunca a este mamífero vivo y solo conocían un grabado del artista alemán Alberto Durero, fechado en 1515. Clara mantuvo su fama durante 17 años, hasta su muerte, y asombró desde Países Bajos a Polonia, y de Austria a Dinamarca. Pasó de ser una figura casi de ficción a ser mostrada y estudiada ―a la vez que explotada― como un prodigio. Dedicarle una exposición es un homenaje. En un giro inesperado, el Rijksmuseum de Ámsterdam ha unido la historia de Clara a la de más de 200 insectos, arácnidos y anfibios de varias colecciones europeas en una llamativa exposición que aborda la evolución de la percepción a lo largo del tiempo de unos animales tan atractivos para la ciencia como fascinantes para los artistas.
El museo holandés se ha llenado de bichos para esta muestra. Son láminas, porcelanas y cuadros en los que aparece Clara y una gran constelación de insectos y anfibios que destacan por sus brillos, colorido y estado de preservación. Titulada en neerlandés Clara en Onderkruipsels, que podría traducirse por “Clara y las criaturas pequeñas”, guía al visitante desde el interior de los ventanales de la fachada misma del museo, tomados por una colonia de hormigas soldado de un metro de tamaño. La procesión continúa dentro en las paredes de acceso y, una vez en el interior, vertebran la instalación Casa tomada, del artista colombiano Rafael Gomezbarros, que usa el carácter nómada, esfuerzo y capacidad de cooperación de los insectos como una metáfora del peso y el trabajo soportado por las personas que están obligadas a emigrar. Es un trabajo creado como reacción a la guerra civil en Colombia, que forzó la salida de su hogar de millones de compatriotas. “Quise presentar las migraciones como una consecuencia de las problemáticas internas de cada país”, explica el artista plantado frente a sus hormigas. La cabeza y el cuerpo, con acabado de carbón, han salido del molde de un cráneo humano. Las patas son de madera de jazmín, “un árbol cuya flor despide un olor intenso que enmascaraba el de los cuerpos enterrados de las víctimas de la guerra civil”, apunta.
La instalación de Gomezbarros, que puede ser vista también como una plaga, prepara para la visita a las salas con las obras dedicadas a los insectos, dispuestas sobre un fondo negro. Hasta el siglo XVI, insectos y reptiles podían tener connotaciones negativas, diabólicas incluso, y asociarse a la muerte. “A partir de entonces, se convierten en ejemplos de la belleza de la creación y durante dos siglos prevaleció la fascinación acerca de estas criaturas”, señala Jan de Hond, conservador de este apartado de la exposición. En su opinión, el giro tuvo un componente religioso porque la mayoría de los primeros artistas que plasmaron estos insectos eran protestantes. “Y los protestantes se centran en la Biblia, pero en aquel momento consideraron que la naturaleza era el quinto libro, después de los cuatro evangelios. De modo que estudiando la naturaleza podían ganar conocimiento sobre Dios. Lo mismo ocurrió con los primeros estudiosos de los insectos”, afirma.
Las libélulas que asoman en libros medievales de oraciones, así como las flores, anfibios y mariposas pintadas al óleo en cuadros como el pintado en 1685 por la artista Rachel Ruysch en una tela cuyo precio superó en su día a Rembrandt, inundaban de naturaleza las casas de sus dueños. Eran animales exóticos, como un escarabajo rinoceronte reproducido con gran detalle, y procedían en su mayoría de las colonias holandesas. “Cuando preguntas a los biólogos, te explican que los traían de Indonesia, Surinam o África, lugares con los que se comerciaba en aquellos momentos. Atraían por su belleza y se podían coleccionar, y fascinaban porque se creía que se reproducían por generación espontánea”, sigue De Hond.
Fundido en blanco, y aparece Clara. Hasta que esta hembra de rinoceronte llegó a Europa, la imagen por excelencia del mamífero de aspecto acorazado era el grabado de Durero de 1515. El artista del Renacimiento alemán no llegó a verlo en persona, sino que se basó en un boceto de un autor desconocido. A pesar de sus inexactitudes anatómicas, su trabajo se distribuyó con gran éxito y causó honda impresión. Se creía que peleaban a muerte con los elefantes y sus cuernos se transformaban en objetos de arte, pero apenas se sabía algo del animal mismo. En 1738, unos cazadores mataron en la India a la madre de Clara. “Este tipo de caza mayor era un privilegio de las élites y las crías eran regaladas luego como un presente prestigioso. Clara fue ofrecida a Jan Albert Sichterman, entonces director de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales”, dice Gijs van der Ham, conservador de este apartado. Durante dos años Clara estuvo con la familia, y cuando creció demasiado se la dieron a Douwe Mout, capitán de la compañía. Este la sacó de la India para llevarla hasta Ámsterdam en 1741, y la suerte del animal estaba echada: sería una superestrella que cambió la imagen de su especie y fue inevitablemente explotada.
Paseada por Europa, su influencia fue enorme. “Los científicos iban a examinarla. La gente acudía porque se sabía que los rinocerontes existían, pero no los habían visto en vivo. Se anunciaba su llegada en carteles y la vieron en la corte de Federico el Grande, en Berlín, y en Viena, por el emperador Francisco I y su esposa, María Teresa. Y hay al menos un libro de 1750 que imagina una conversación entre un rinoceronte y un saltamontes que revela el dolor del tratamiento dado a Clara. “Dice que cuando ella regrese a su tierra, se llevará a un ser humano al que sus congéneres tratarán mejor”. Los viajes de Clara desataron también una moda y adornaron relojes, los rinocerontes fueron incluidos en cuadros de escenas bíblicas y coloniales y protagonizaron tallas de porcelana. El capitán Mout consiguió venderla en 1758 y Clara murió en el Reino Unido. Entre las piezas que la recuerdan en el Rijksmuseum hay un óleo gigantesco de Jean Baptiste Oudry, artista del rococó francés. Desaparecida ella lejos de su hábitat, la actual amenaza de extinción de la especie resuena en la sala. Antes de volver a las hormigas soldado de las ventanas, el mismo eco tiene una telaraña gigantesca, tejida por cuatro especies distintas y metida en una urna por el artista argentino Tomás Saraceno.