Rocío Molina impacta en Venecia con su auto sacramental
La bailarina malagueña ganadora del León de Plata, estrena ‘Carnación’, un duro alegato anticlerical
No hay Bienal sin polémica; alguna manifestación que, queriéndolo o no, se salte protocolos y previsiones. Es dialéctica que implica discusión, renovación y cuestionamiento, de apostar por lo nuevo o el hallazgo (donde puede ir el rastro u impronta de la originalidad), contando con la consolidación de creadores emergentes, está todo eso por fuerza contenido en el decálogo básico de un evento como este, que desde que existe en muchas ramas, de la arquitectura a las artes visuales pasando por la música contemporánea, es una especie de faro que no solo mueve la manifestación artística en sí, sino...
No hay Bienal sin polémica; alguna manifestación que, queriéndolo o no, se salte protocolos y previsiones. Es dialéctica que implica discusión, renovación y cuestionamiento, de apostar por lo nuevo o el hallazgo (donde puede ir el rastro u impronta de la originalidad), contando con la consolidación de creadores emergentes, está todo eso por fuerza contenido en el decálogo básico de un evento como este, que desde que existe en muchas ramas, de la arquitectura a las artes visuales pasando por la música contemporánea, es una especie de faro que no solo mueve la manifestación artística en sí, sino sus teóricos y sus visores estéticos. La danza va un poco a la zaga en un planteamiento de tal calado, pues como sabemos, además de carecer de su propio aparato estético, da más resbalones que pasos firmes, más tumbos que giros virtuosos. Cuando pasa algo que de entrada desconcierta, y mucho, en profundidad, como es Carnación, el estreno el miércoles de Rocío Molina (Málaga, 38 años) en la Bienal veneciana, debemos arrellanarnos a pensar y a la vez, poner todas las alertas en marcha. Después de tres noches consecutivas de piezas de mérito, cada una en su esfera sensible, en estilos muy diferentes y plenas de sugerencias y vitalidades (Teshigawara con los jóvenes del College, entre ellos tres brillantes bailarines españoles; Diego Tortelli y su búsqueda de plasticidad intimista, y finalmente en el Teatro Malibrán Los siete pecados capitales combinados por Eric Gauthier con siete coreógrafos punteros de hoy llevados a su compañía de la Theaterhaus de Stuttgart), Molina pone la sal en el condumio, adereza su velada y se entroniza a sí misma justificando el haber sido galardonada con el León de Plata de la Bienal.
Rocío Molina remueve los cimientos de la sotana en Venecia: esto podría ser un titular recurrente, pero ni por asomo lo dice todo. Molina no es solamente una heterodoxa del ballet flamenco contemporáneo, sino una mujer luchadora en muchos frentes que hacen cornisa a lo propiamente artístico. Hay casos en que lo social y lo político no pueden desligarse de la expresión artística, y este es uno de ellos. Una mujer menuda y tenaz que no parece arredrarse ni con sus propios fantasmas.
Hay multitud de referencias acumulándose escena tras escena y cargando la retina del espectador de un peso considerable de significados, todos lacerantes, todo importantes y la mayoría de ellos con una fuerza contestataria a flor de piel. Sexo, religión, sumisión, prejuicios, fanatismo, liberación paroxismal, éxtasis (del tipo teresiano) y recreación arcaizante de rituales, llevan a que ella, la protagonista, enfile sin compasión toda su artillería pesada contra el clero y la beatería. Alusiones a ejercicios de autocastigo y punición (que ya pintó Goya); el encordado de los empalaos del Valle de la Vera asimilado a un acto de sexo bondage; algo así como una Dama de Baza procesional, un nazareno que a la vez es un penitente sobón, un coro, un tótem de figuras que es un trozo de altar barroco. Mucho que entrever e interpretar, y a la vez, mucha mala sangre que liberar de su cáliz en esas casi dos horas de figurado auto sacramental.
Como decía Madame du Deffand, “el verdadero fulgor del cielo no es el de los fuegos de artificio, sino lo que viene detrás, una vez se disipan sus destellos y estelas”. Con los espectáculos pasa tres cuartos de lo mismo: no hay que centrarse en el impacto, sino en la calma del razonar que obligadamente viene después; si los artistas quedan exhaustos, el público también. Y el venerable veneciano, en gran mayoría, se puso en pie y atronó con sus bravos.
Quizás hay demasiada gente opinando dentro de tan compleja y comprometida obra, y por eso además de un poco de metraje, le sobran unos 15 minutos y varios elementos (trastos), efectos banales de luz, y falta palmariamente un desboque más largo de esa intimidad electrizante que hay entre Molina y Niño de Elche [Francisco Contreras Molina: Elche, 37 años]: dos fuerzas de la naturaleza tangente que saben lo que quieren, lo que se traen entre manos, garganta y pies, y sobre todo, lo que nos quieren contar juntos y separados. Así y todo, este estreno está lleno de coraje, invención, búsquedas y un propósito claro de manifestarse sin cortapisas a tenor de lo que nos está tocando vivir.