Pietro Metastasio reina en Madrid
266 años después de su estreno en el Palacio del Buen Retiro, vuelve a interpretarse en versión de concierto ‘La Nitteti’, una ópera de Niccolò Conforto con libreto del gran escritor italiano
El 17 de marzo de 2020 debería haberse estrenado en el Teatro Real Achille in Sciro, una ópera de Francesco Corselli a partir de un libreto de Pietro Metastasio. A poco que rebobinemos temporalmente, recordaremos cómo aquella fue una de las primeras víctimas artísticas de la pandemia y el primer confinamiento. A la espera de su reubicación en una nueva fecha, que sin duda va a producirse, porque todos los largos preparativos —teóricos y prácticos— para llevarla a escena ya habían concluido cuando fue engullida por el agujero negro, acaba de tomarle la delantera La Nitteti, una óp...
El 17 de marzo de 2020 debería haberse estrenado en el Teatro Real Achille in Sciro, una ópera de Francesco Corselli a partir de un libreto de Pietro Metastasio. A poco que rebobinemos temporalmente, recordaremos cómo aquella fue una de las primeras víctimas artísticas de la pandemia y el primer confinamiento. A la espera de su reubicación en una nueva fecha, que sin duda va a producirse, porque todos los largos preparativos —teóricos y prácticos— para llevarla a escena ya habían concluido cuando fue engullida por el agujero negro, acaba de tomarle la delantera La Nitteti, una ópera estrenada asimismo originalmente doce años después en el teatro del Palacio del Buen Retiro de Madrid, otra vez con doble autoría italiana y una conexión regia. Si en un caso, en 1744, la nueva ópera daba lustre a la boda de la infanta María Teresa Rafaela de España, hija de Felipe V, con el delfín Luis de Francia, hijo de Luis XV, en el otro, en 1756, se celebraba el cumpleaños del nuevo monarca, Fernando VI, tan aficionado a la música como su mujer, Bárbara de Braganza, indisociable del gran Domenico Scarlatti. Bodas, cumpleaños y onomásticas fueron ocasiones habituales para la representación de óperas o serenatas en los teatros palaciegos de Aranjuez o del Buen Retiro.
La Nitteti
Música de Niccolò Conforto. Núria Rial, Ana Quintans, María Espada, Lucía Caihuela, Zachary Wilder, Paloma Friedhoff y Víctor Cruz. Nereydas. Dirección musical: Javier Ulises Illán. Auditorio Nacional, 7 de mayo.
Farinelli, nombre artístico del castrato italiano Carlo Broschi, trabajó para ambos monarcas y en sus últimos años en España fue responsable de los espectáculos escénicos tanto en Madrid como en Aranjuez. Ello dio lugar a una intensa correspondencia —de la que se conservan más de centenar y medio de cartas— con Metastasio, el libretista más famoso, influyente e imitado de Europa, hasta el punto de que los compositores que han puesto música a sus textos se cuentan no por docenas, sino por centenares. Suyos fueron los libretos —originales o revisados expresamente para la ocasión— de un gran número de las óperas y serenatas representadas en ambos palacios durante el reinado de los primeros Borbones. Tanto Corselli como el autor de La Nitteti, Niccolò Conforto, murieron en Madrid (o Aranjuez), mientras que Farinelli, tras la muerte de Fernando VI, regresó a su Italia natal, cerca de Bolonia, donde lo visitaría Charles Burney mucho después en el curso de su largo y fructífero periplo musical por Italia que inmortalizaría luego en su diario de viaje: “[Farinelli] Me mostró en su casa cuatro de las principales escenas en Didone y Nitetti [sic], pintadas por [Jacopo] Amiconi, que lo acompañó primero a Inglaterra y luego a España, donde murió”.
Viene al pelo la mención de otro de los grandes libretos de Metastasio, porque el proyecto Didone, dirigido por el musicólogo Álvaro Torrente y financiado por la Unión Europea, tiene mucho que ver con esta resurrección de La Nitteti. En 2020, al calor del estreno de Achille in Sciro, tendría que haberse celebrado en Madrid un congreso en torno a Metastasio que habría traído a lo más granado de la musicología internacional, pero aquella reunión también se fue al garete. Acaba de celebrarse la semana pasada, en la Biblioteca Histórica “Marqués de Valdecilla”, con el título “Parole del Metastasio”: ópera y emociones en la Europa del siglo XVIII, y han participado en ella grandes expertos, ya previstos entonces, como Reinhard Strohm, Raffaele Mellace o Lorenzo Bianconi. Y uno de sus organizadores, el también musicólogo José María Domínguez, es corresponsable de la edición crítica de La Nitteti que ha vuelto a la vida en Madrid el pasado sábado. El otro es Javier Ulises Illán, el fundador y director musical de Nereydas, el conjunto instrumental que, con un grupo de solistas vocales muy bien elegidos (y con ojos maquillados a la egipcia, en honor a la ambientación del libreto), ha encabezado su resurrección en el Auditorio Nacional y está realizando estos días una grabación discográfica para que el inmenso esfuerzo colectivo de tantos meses no se quede en flor de un día, sino que la incorporación de La Nitteti al repertorio operístico del siglo XVIII sea una realidad tangible y audible más allá de esta jornada histórica.
Una opera seria cuenta con sus propias reglas, firmemente asentadas, y una de ellas es que no se trata de un pasatiempo efímero, sino que su representación (o, como en este caso, versión de concierto) se dilata irremediablemente en el tiempo: Wagner no fue el inventor de las óperas que sobrepasan las cuatro horas de duración. Más incluso habría durado La Nitteti tal y como la concibieron originalmente Niccolò Conforto y Pietro Metastasio si, con buen criterio, no se hubieran introducido numerosos cortes: de largos tramos de recitativo, del bloque central contrastante y el llamado da capo (la repetición ornamentada de la sección inicial) de varias arias, el dúo conclusivo del primer acto y el trío final del segundo o, en una decisión más radical, de arias completas. De lo contrario, la llegada del domingo nos habría sorprendido aún pasada la medianoche en el interior del Auditorio Nacional, aunque el concierto había comenzado a las siete y media del sábado (y los dos intermedios se abreviaron todo lo posible). Por suerte, y al contrario de lo que había sucedido el día anterior en el Teatro Real con otra auténtica rareza, Siberia de Umberto Giordano, aquí no mandaron los divos, sino la propia música y, sobre todo, el sentido común.
Aunque se vislumbraba el trabajo previo —probablemente muy arduo— en numerosos detalles, también pudo constatarse que el tiempo de ensayo (como en Siberia, pero por motivos y en circunstancias muy diferentes) no había sido quizá suficiente, lo que dejó al descubierto algunos desequilibrios. La mayoría llegaron de parte de la sección de violines, integrada por instrumentistas jóvenes, con técnicas muy diferentes y más de un violinista moderno reconvertido a la causa barroca (el propio concertino tocaba con almohadilla, por ejemplo). La competente y generosa sección del continuo (en la que podían llegar a tocar simultáneamente hasta ocho instrumentos) tuvo siempre más peso, ductilidad y personalidad que la de la cuerda aguda, poco homogénea en golpes de arco, mal empastada y falta de definición, algo más evidente aún cuando violines primeros y segundos tocaban al unísono. Quizá por miedo, inseguridad o timidez, los violines tuvieron con frecuencia una escasa presencia sonora frente al resto de las secciones y en algunos casos, como el aria “Decisa è la mia sorte”, ya cerca del final del tercer acto, les faltó el desparpajo, la potencia y esa “vivacità” que reclama Conforto.
Rayaron a un excelente nivel, en cambio, todos los instrumentistas de viento, si bien hubiera sido también deseable que las dos oboístas hubieran hecho oír su voz con más nitidez. Magníficos los dos flautistas, Antonio Campillo y Laura Quesada (bien conocida como integrante de L’Apothéose), a pesar de que su cometido solista se reduce a dos arias, “Se fra gelosi sdegni” y “Son pietosa e sono amante”, en los actos segundo y tercero. Muy seguros trompas y trompetas naturales, e imaginativo (a veces en exceso) el percusionista Daniel Garay, aunque los mayores elogios deben ir a la sección del continuo, y muy especialmente al violonchelista Guillermo Turina (último bastión de un ilustre apellido musical) y al polifacético y cada vez más omnipresente Daniel Oyarzábal, que tocó el órgano positivo en muchas arias y supo disimular con fintas y quiebros armónicos fantasiosos e inesperados en el clave los cortes introducidos en los recitativos.
La flexibilidad con que se tradujo sonoramente el continuo (alternando, reduciendo o superponiendo instrumentos, incluidas la tiorba y la guitarra de Manuel Minguillón) fue una de las grandes virtudes de la propuesta de Javier Ulises Illán, que dejó sobradísimas muestras de ser un magnífico músico, aunque algunas menos de estar a esa misma altura como director: parece saber perfectamente lo que quiere (a veces prescindió de dos violines, como en la primera aria de Nitteti, “Tu sai che amante io sono”, en aras de una mayor delicadeza en el acompañamiento instrumental, sin aligerar en consonancia el continuo, salvo dar descanso a un violonchelo en los compases cantados), pero quizá le falten aún herramientas técnicas y experiencia para conseguir plasmar en la práctica sus ideas teóricas y para generar mayores contrastes, acentuando la personalidad musical de cada aria. De lo que anda sobrado, desde luego, es de entusiasmo y convicción. Al final del concierto, entre los aplausos del público, alzó la partitura del tercer acto y afirmó, visiblemente feliz y sonriente, que es “mucho lo que hay que celebrar y que compartir”.
Dos de los papeles cantados originalmente en Madrid en 1756 por castrati (Filippo Elisi y Emanuele Cornacchini, dos italianos que harían luego carrera en el King’s Theatre de Londres) fueron confiados a sendas sopranos, lo que se tradujo en que cuatro mujeres encarnaban a las dos parejas protagonistas: Beroe/Nitteti y Sammete, por un lado, y Nitteti/Amestri y Amenofi, por otro. No es que haya dos Nittetis, claro, sino que, como era muy frecuente en la opera seria, quien parecía y creía serlo no lo era en realidad y las verdaderas identidades no se desvelan hasta la anagnórisis final. Las cuatro sopranos elegidas pusieron de manifiesto muy claramente sus respectivas personalidades. María Espada fue, como siempre, un dechado de profesionalidad. Es una cantante con ángel, que jamás recurre a trucos sobre el escenario, por lo que la admiración que suscita es siempre fruto de su buen hacer. Ya desde su primera aria —la que suena tras la sinfonía de la ópera— puso el nivel muy alto, a pesar de la innecesaria intromisión de la percusión, con valientes y seguras ornamentaciones en el da capo. En su aria del segundo acto, “Mi sento il cor trafiggere”, tuvo una nueva intromisión percutiva (la máquina de viento esta vez) y el lastre de un acompañamiento no siempre preciso de los violines al unísono o en terceras, pero volvió a salir airosa del empeño, aunque donde echó toda la carne en el asador fue en la ya citada “Decisa è la mia sorte”, donde derrochó arrojo y bravura, además de impartir una lección de ornamentación en el da capo.
No es extraño que se entendiera tan bien con Ana Quintans en el dúo final del primer acto, “Sì, ti credo, amato bene”, desgraciadamente cortado tras la sección inicial. La soprano portuguesa es otra cantante sobria que se concentra en lo esencial, también con excelente dicción, y que se desenvuelve muy bien en los recitativos, a los que sabe infundir naturalidad y fluidez. En su primera aria, “Non ho il core all’arti avvezzo”, se resarció del corte de la sección central y el da capo con la introducción de las ornamentaciones que habrían llegado en este último en el único tercio de la música original que pudo cantar. Derrochó elegancia y convicción en sus dos arias muy cercanas entre sí al comienzo del segundo acto, quizás el más conseguido por parte de Conforto y a cuyo alto nivel interpretativo contribuyó Quintans de manera decisiva. Al igual que Espada, reservó sus mejores esencias para su última aria, “Bramai di salvarti”, llena de expresividad y con un da capo ornamentado con excelente criterio y una técnica muy sólida.
La voz de Lucía Caihuela (con vestimenta masculina, como María Espada, para no confundir aún más al público, que lograba seguir a duras penas la traducción histórica del libreto de Benito Antonio de Céspedes que se proyectó en los sobretítulos) posee un timbre extremadamente personal, con muy atractivos tonos oscuros, y no solo en el registro grave. De una generación más joven que sus compañeras y con una presencia creciente en proyectos internacionales, Caihuela es una cantante con un enorme potencial. No tuvo grandes oportunidades para lucirse, ya que la segunda de sus dos únicas arias, “Sì, mio core, intendo”, se quedó reducida a su primera sección, pero tanto aquí como en su aria de entrada, “Se il labbro nol dice”, dejó detalles de gran cantante, con una técnica ya muy hecha y una actitud austera y concentrada sobre el escenario que recuerda a la impecable de María Espada. Mucho más teatral —en ambos sentidos— se mostró Núria Rial, curtida en mil batallas, que sigue fiando demasiado a la belleza indudable de su timbre, descuidando, en cambio, aspectos esenciales como la dicción o el dibujo de las frases con trazos largos. Consciente de que Nitteti tiene reservada la joya de la corona, el aria “Se fra gelosi sdegni” del segundo acto, concentró en ella todos los esfuerzos para lucirse, gesticulando en exceso e interactuando más de la cuenta con el no menos efectista Valerio Losito, que tocó el exigente obbligato para viola d’amore. Su largo pañuelo atado al cuello, que le sirve para sujetar el instrumento al pasarlo por debajo del cordal, proclama sin palabras que es discípulo de Enrico Onofri. Aunque tocó su solo con musicalidad, le faltaron volumen sonoro y una mayor claridad en los arpegios. La larga cadencia de ambos en solitario pareció más pensada para arrancar los aplausos del público que para acentuar la dramaturgia de este momento concreto de la ópera. La manera de agradecer los aplausos de Losito y Rial, especialmente la del italiano, confirmó que, durante unos minutos, habíamos abandonado la versión de concierto para introducirnos en terrenos abiertamente teatrales, de nuevo en su doble acepción.
Zachary Wilder fue un Amasi competente, aunque en más de una ocasión tuvo problemas para mantener en las agilidades la afinación, demasiado titubeante. Tampoco supo transmitir la grandeza regia que se espera de su personaje, cantado originalmente por Anton Raaff, el tenor que se convertiria con los años en el primer Idomeneo de Mozart, nacido en Salzburgo el mismo año en que se estrenó La Nitteti en Madrid. Paloma Friedhoff cumplió como Bubaste en recitativos, coros y su única aria del tercer acto, pero tenía cantantes de muchos quilates a su lado como para lograr despuntar sobre ellas.
Ingratos y olvidadizos de los mejores mimbres nuestro pasado musical, Domenico Scarlatti da nombre tan solo a una pequeña calle junto a la sede del Tribunal Constitucional y una glorieta que no es tal recuerda, en un recodo a desmano de la Cuesta de la Vega, que Luigi Boccherini vivió también entre nosotros. Ni una calle honra, en cambio, la memoria de Farinelli, instalado durante tantos años en Madrid, y que fue en su tiempo un nombre y una figura legendaria en toda Europa. Esta recuperación de La Nitteti, la edición crítica que está a punto de publicar el Instituto Complutense de Ciencias Musicales y la grabación que está fraguándose estos mismos días nos demuestran que, a pesar de estas muestras de desidia, no todo está perdido. ¿Hemos descubierto una “obra maestra desconocida”? Desgraciadamente, no, aunque Niccolò Conforto era un músico sólido y un perfecto conocedor de su oficio. Nació y se formó en Nápoles, que, como escribe gráficamente José María Domínguez en el programa de mano, era algo así como el Harvard musical de la época. Pero queda aún la última pregunta: ¿ha merecido verdaderamente la pena el esfuerzo de tantas personas e instituciones para hacer realidad esta recuperación? Sin ninguna duda. Y ello debería animar a quien proceda a que cunda el ejemplo.