Los refugiados de Moria llegan al teatro
Un espectáculo ambientado en una tienda del mayor campo de acogida de Europa lleva al escenario los horrores de la política migratoria europea
Huele a cebolla en la jaima de Douaa y se escucha el chop chop del guiso sobre el hornillo. No es el salón de su casa en Irak, ni un ambiente familiar donde resguardarse, pero este lugar, este momento, es un pequeño oasis en el infierno. Fuera bulle el campo de refugiados de Moria, en la isla griega de Lesbos, ese lugar que inventó Europa para almacenar seres humanos que pierden la cabeza antes de que los trasladen a un lugar seguro. Desde dentro de esta tienda, con el logo de Acnur impreso en la lona, se intuyen la basura, las peleas y se escuchan, con una cercanía cómplice, los abusos...
Huele a cebolla en la jaima de Douaa y se escucha el chop chop del guiso sobre el hornillo. No es el salón de su casa en Irak, ni un ambiente familiar donde resguardarse, pero este lugar, este momento, es un pequeño oasis en el infierno. Fuera bulle el campo de refugiados de Moria, en la isla griega de Lesbos, ese lugar que inventó Europa para almacenar seres humanos que pierden la cabeza antes de que los trasladen a un lugar seguro. Desde dentro de esta tienda, con el logo de Acnur impreso en la lona, se intuyen la basura, las peleas y se escuchan, con una cercanía cómplice, los abusos sexuales.
El campo de refugiados más vergonzoso de los últimos tiempos, el más grande de Europa, ha llegado al teatro Fernán Gómez de Madrid, hasta el 14 de mayo. Su director, el canario Mario Vega, propone el ejercicio incómodo de entrar en esa jaima cubierta de mantas, quitarse los zapatos y enfrentarse a las confidencias de dos mujeres fuertes a las que el campo, poco a poco, ha ido vaciándolas de vida.
La iraquí Douaa y la afgana Zohra, interpretadas por Ruth Sánchez y Marta Viera, son las protagonistas de esta historia de 45 minutos que condensa años de exilio, secuestros, muerte, violaciones e incertidumbre. Es un golpe tras otro, quizá demasiado seguidos para poder sobreponerse a ellos. No hay tregua, es demasiado dolor y vergüenza en un espacio tan pequeño.
Mientras, en las paredes blancas de la lona, las imágenes tomadas por la fotoperiodista Anna Surinyach muestran el día a día del campamento. Su trabajo de documentación, junto al del periodista Nicolás Castellano, es fundamental para la inmersión en Moria y también para comprender la capacidad del ser humano para resistir a casi todo. Douaa y Zohra, las verdaderas, las del destino incierto, aparecen frente a la cámara enteras, fuertes, y, a veces, hasta sonrientes. Cuentan cómo huyeron con tres y cuatro hijos a cuestas, cómo se prepararon para morir varias veces en el mar y cómo sobrellevan la sucia sala de espera en la que viven.
Su vida en el campo es una pesadilla porque, aun rodeadas por miles de personas, viven en solitario su dolor. Porque lo que sufren las mujeres en esas cárceles al aire libre, como mucho, se susurra. “Siempre digo que soy refugiada, es lo primero que digo porque lo he sido toda mi vida”, dice Zohra ante la cámara.
Moria se planeó para alojar a 3.000 refugiados, pero las autoridades acabaron hacinando allí a 25.000. En septiembre de 2020, un incendio, de causas aún por esclarecer, destruyó el campamento. Construyeron otro peor. Lo que ocurrió con Douaa y Zohra tras el fuego pone fin al espectáculo. Una cita donde en vez de aplausos hay silencio, incómodo, cómplice.