Viena aclama y vitupera el ‘Tristán e Isolda’ de Calixto Bieito
Gran triunfo de los cantantes y el director musical, mientras que el director teatral español recibe sonoros abucheos en su salida a escena
Viena no es cualquier ciudad en relación con Tristán e Isolda de Richard Wagner. En realidad, en casi cualquier aspecto que tenga que ver con la música de los últimos cuatro siglos, como poco, la capital austriaca siempre tiene un protagonismo destacado. Un jovencísimo Wagner la visitó por primera vez en 1832 con su amigo Vincenz Tyszkiéwitcz, justamente para explorar su condición de ciudad musical europea por antonomasia. Regresaría años después, en 1848, para observar de prim...
Viena no es cualquier ciudad en relación con Tristán e Isolda de Richard Wagner. En realidad, en casi cualquier aspecto que tenga que ver con la música de los últimos cuatro siglos, como poco, la capital austriaca siempre tiene un protagonismo destacado. Un jovencísimo Wagner la visitó por primera vez en 1832 con su amigo Vincenz Tyszkiéwitcz, justamente para explorar su condición de ciudad musical europea por antonomasia. Regresaría años después, en 1848, para observar de primera mano la huella que habían dejado en ella los movimientos revolucionarios de aquel año, alentados por el compositor con un poema titulado “Saludo desde Sajonia a los vieneses”. Un tercer viaje, en mayo de 1861, tuvo como principal objetivo la búsqueda de cantantes para el estreno, justamente, de Tristán e Isolda, que entonces pensaba realizar en Karlsruhe. Pero fue aquí, en la Hofoper vienesa, donde pudo oír interpretado por primera vez su Lohengrin y la impresión que le causó fue tan grande que decidió que Viena habría de ser la ciudad en que se estrenara su nuevo drama, cuya composición había concluido dos años antes. Como escribió a su mujer, Minna, el 13 de mayo, el director de la Hofoper “ha puesto su teatro a mi disposición para todas y cada una de mis óperas: y me dicen que no está bromeando [...] aquí todo, pero todo lo que necesito, está al alcance de la mano, con un público numeroso y entusiasta para respaldarme”.
Ya separado de Minna, regresó a Viena en noviembre de 1862, pero sus dos cantantes protagonistas, por diferentes motivos, ya no estaban dispuestos a cantar la ópera. Tres conciertos orquestales, el primero de ellos con fragmentos de Los maestros cantores y El anillo del nibelungo, ofrecidos a partir del mes siguiente en el Theater an der Wien, tuvieron un gran éxito (aunque en absoluto unánime, como recordó Friedrich Hebbel), por lo que Wagner volvió a deshacerse en elogios hacia el público vienés. En una carta a Mathilde Maier escrita tres días después del segundo concierto, que se celebró el 1 de enero de 1863, escribió: “A pesar de mis conciertos, a pesar de Tristán, ahora sé que no necesito buscar más allá de Viena como el centro de mis actividades. Aquí todo es posible; el terreno es extremadamente fértil; aquí me tienen en gran estima: hay riqueza en abundancia. Tan solo necesito desear que las cosas sucedan”.
No es extraño, por tanto, que Wagner decidiera instalarse en la capital austriaca en mayo de 1863, en concreto en el barrio de Penzing, no lejos del palacio de Schönbrunn. La salud del tenor que habría de cantar el personaje de Tristán, Alois Anders, no dejaba de empeorar, la composición de Los maestros cantores estaba estancada y su luna de miel con la Hofoper concluyó tan abruptamente como comenzó. En lo que fue una constante durante toda su vida, sus acreedores tampoco le daban tregua, por lo que hubo de huir de la ciudad a toda prisa el 23 de marzo de 1864 a fin de evitar que lo arrestaran. A partir de entonces sus visitas fueron ya solo ocasionales, para ensayar o dirigir sus obras, pero hay un hito que no puede dejar de mencionarse ahora. Hasta su estreno en Múnich en 1865, se interesaron por ofrecer en primicia Tristán e Isolda los teatros de Estrasburgo, Karlsruhe, París, Rio de Janeiro, Dresde, Hannover, Stuttgart, Praga y, como ya se ha apuntado, Viena (donde no acabaría representándose hasta 1883, pocos meses después de la muerte de Wagner en Venecia). El Preludio se interpretó en uno de los famosos conciertos que Wagner dirigió en París en 1860 (los que encandilaron a Charles Baudelaire, que confesó que aquella había sido “la experiencia musical más feliz” de su vida). Pero el privilegio de la primera plasmación sonora de pasajes vocales de la obra recayó en Viena, cuando, a finales de octubre de 1861, Wagner invitó a instrumentistas de la Hofper a participar voluntariamente en una lectura del Preludio, la introducción y el dúo de amor del segundo acto y la escena final del tercero, con Luise Meyer-Dustmann como Isolda y Marie Destinn como Brangania. Al parecer, Alois Anders (Tristán) fue incapaz de cantar una sola nota: el dúo debió de quedarse, por tanto, en un monólogo.
Ante la nueva producción de Tristán e Isolda que acaba de estrenarse en Viena este Jueves Santo (quien esperara un Parsifal en Viernes Santo ha quedado varado en otra época), no puede dejar de mencionarse otra circunstancia importante en la recepción de la obra, cual es el histórico montaje estrenado en 1903 con dirección musical de Gustav Mahler y decorados e iluminación de Alfred Roller, que se mantuvo en el repertorio del K. k. Hof-Operntheater entonces, y Wiener Staatsoper en la actualidad, hasta nada menos que 1944. El estreno se programó el 13 de febrero, el día exacto en que se conmemoraba el vigésimo aniversario de la muerte de Wagner y dos días después del estreno póstumo en la ciudad de la Novena Sinfonía de Bruckner, pero problemas de última hora forzaron un aplazamiento hasta el 21 de febrero, un día antes de la muerte de Hugo Wolf: tanto Bruckner como Wolf fueron dos wagnerianos acérrimos, casi enfermizos. Alfred Roller, por su parte, era uno de los fundadores del movimiento modernista de la Secesión vienesa: “A cada época su arte, al arte su libertad”, sigue leyéndose en la fachada del edificio donde celebraban sus exposiciones. El uso de la luz y el color en la propuesta escenográfica de Roller iba mucho más allá de la función puramente decorativa dominante desde el estreno muniqués: así, la iluminación jugaba con la superficie ondulante de las olas que surca el barco en el primer acto; la escena inicial del segundo estaba dominada por el fuego rojizo de una antorcha, mientras que el dúo de amor no se enmarcaba, como venía siendo habitual, en medio de un denso follaje, sino sobre un cielo azul oscuro con tintes violáceos; tras la traición de Melot, el amanecer bañaba la escena de un amarillo pálido y sulfuroso; en el tercer acto, una luz plana acentuaba el vacío y la desolación de los grandes muros y el portón del castillo de Tristán en Kareol. Mahler se encargó no solo de dirigir la orquesta, sino también los movimientos de los cantantes.
Viene también al caso recordar someramente esta histórica producción de Tristán e Isolda porque el responsable de la dirección musical del estreno del jueves, Philippe Jordan, ha querido recordar expresamente en un artículo incluido en el programa de mano la labor de Gustav Mahler, que dirigió la obra en la Hofoper vienesa hasta en veintiuna ocasiones hasta que se trasladó a Estados Unidos en 1907. Por cierto, que su debut en Nueva York fue precisamente con esta misma ópera, con Olive Fremstad cantando el personaje de Isolda y Heinrich Knote el de Tristán. La Staatsoper conserva su partitura, llena de anotaciones: “Hojearla, observar su manera de trabajar, ha sido, por tanto, no una mirada retrospectiva a un mundo interpretativo ya pasado, sino una conversación memorable y extremadamente interesante e íntima con el genio Gustav Mahler”.
Calixto Bieito, sin embargo, más que dialogar con alguno de sus ilustres antecesores que han dado vida a Tristán e Isolda, ha sido fiel a sí mismo. No es en absoluto fácil entender lo que hace ni, sobre todo, por qué lo hace. Atempera —torpedea casi— los momentos culminantes de cada uno de los tres actos, aquellos hacia los que apunta claramente la música de Wagner: la bebida del filtro amoroso, el descubrimiento del encuentro furtivo de los amantes y la llegada de Isolda junto a un Tristán agonizante. Ninguno de ellos tiene un correlato visual claro, sobre todo porque Bieito otorga primacía visual y conceptual a elementos foráneos: una serie de columpios en el primer acto, dos cajas suspendidas en el aire y condenadas a no encontrarse, y un gran número de figurantes desnudos que acompañan los delirios de un Tristán no herido por Melot, sino autolesionado al final del segundo acto, cuando se inflige cortes en brazo y estómago, restregándose a renglón seguido de rojo la cara y el pecho. El burgalés se lo ha puesto fácil a quienes reducen sus montajes a un cóctel vagamente repetido de sangre y cuerpos desnudos.
En los dos primeros actos, el agua no es imaginaria, sino una presencia física real que cubre buena parte del suelo del escenario de la Staatsoper y cuyas irisaciones se reflejan constantemente al fondo gracias a una delicada iluminación, como si quisiera refrendarse la importancia que Susan Sontag atribuyó a lo que ella llamó los “fluidos” omnipresentes en todos los dramas musicales de Wagner. Este, por su parte, calificó Tristan und Isolde simplemente de Handlung, de “acción” (músico-teatral), y Bieito parece tomárselo al pie de la letra, planteando casi una performance en la que sus protagonistas raramente hacen aquello que tienen la costumbre de hacer, o que esperamos que hagan. Tristán pasa buena parte del primer acto tumbado en el suelo, con sus ropas chorreando agua cada vez que se incorpora. Los niños (con los ojos vendados) que ocupan trece de los catorce columpios parecen simbolizar un tiempo pasado, aquel al que se refieren incesantemente los protagonistas en sus monólogos y diálogos para que comprendamos su coyuntura actual. Pero, ¿y los propios columpios, cuya oscilación mantienen levemente viva tanto Brangania como Kurwenal durante buena parte del primer acto? Javier Moscoso, en su reciente Historia del columpio, repasa casi analíticamente sus numerosas connotaciones metafóricas (juego, remedio, mareo, locura, vibración, sexo, oscilación, inversión) y, con un alarde de imaginación, todas podrían aplicarse al montaje de Bieito. El problema es que, como sucederá en los dos siguientes actos, y por muchas resonancias poéticas que queramos ver en la presencia del agua y en los columpios (al final del acto, todos los que habían dejado de estar visibles, caen bruscamente, vacíos, desde lo alto), ni explican mejor la historia ni, sobre todo, añaden emoción. Todo lo contrario: la restan.
En el segundo acto, la intensidad de cuyo dúo de amor provocaba mareos, desfallecimientos y vómitos entre los primeros espectadores, Bieito encierra a Tristán e Isolda en sendas cajas colgantes, que suben y bajan alternativamente sin hacerlo jamás de manera sincrónica. Tras la llegada del rey Marke, colgarán torcidas, desvencijadas, perdido ya irremediablemente el paralelismo con respecto al suelo o la simetría entre una y otra. Son dos espacios reducidos, angostos, dos prisiones casi, como los que es habitual encontrar en los montajes del director español y su escenógrafa de cabecera, Rebecca Ringst. El reducto de Isolda es blanco, un comedor con una mesa y dos sillas; el de Tristán es mucho más oscuro, con paredes color caoba, un sofá y un pequeño escritorio. Uno y otro tardarán poco en dejarlos manga por hombro, arrojando al suelo todos los objetos que contienen, con Tristán arrancando también con rabia las hojas de dos libros y lanzándolas al vacío. Durante buena parte de su dúo, una y otro se dedican también a despegar el papel que cubre sus paredes de cristal, sin que por ello sea mayor la comunicación o la cercanía entre ellos: de hecho, en el primer acto, antes incluso de beber la supuesta poción, hay más contacto físico entre ambos que en el segundo. Al comienzo, Brangania, con mandil de plástico y guantes de goma, eviscera dos grandes pescados (de nuevo la presencia de sangre en sus manos), aparentemente los mismos que le habíamos visto llevar en bolsas de plástico llenas de agua al final del primer acto, en el momento en que está empezando a hacer efecto el filtro amoroso. Bieito suele moverse a golpe de intuiciones puntuales, más que de reflexiones de largo recorrido o de un marco conceptual sólido que él mismo sea capaz de explicar, y eso dificulta comprender sus motivaciones. No le interesan, desde luego, los hechos (al final, tampoco hay enfrentamiento alguno entre Tristán y Melot), que quedan aparcados en favor de sus propias visiones.
Es en el tercer acto, con los restos del naufragio del segundo dispersos por el suelo como toda escenografía, donde, por fin, se atisba una cierta verdad e intensidad teatrales en la poderosa interacción entre Tristán y Kurwenal, mucho más poderosa, física y creíble que la de los dos amantes en el segundo. Gracias también en buena medida a la entrega y las grandes dotes actorales de Andreas Schager e Iain Paterson, el delirio de un Tristán rebozado en sangre y un Kurwenal que acaba de parecida guisa, el montaje adquiere durante un buen tramo hondura psicológica, sin apenas distracciones colaterales (mejor hacer como que no se ven los cuerpos desnudos al fondo). Menos conseguida está la llegada de Isolda, o la posterior de Marke y Melot, por no hablar de la salida por su propio pie de Kurwenal después de su —supuesta— muerte. Dmitri Tcherniakov hizo olvidar gran parte de sus desatinos anteriores en el tramo final de su montaje de Tristán e Isolda para la Staatsoper de Berlín en 2018. Bieito no cambia de rumbo, ni experimenta una revelación, ni convierte la transfiguración final de Isolda en un momento especialmente memorable. Nada más acabar el primer acto, mientras aún bajaba el telón, a varios espectadores les faltó tiempo para lanzar abucheos inclementes dirigidos claramente a su propuesta. En la tanda de los saludos finales, él y su equipo fueron abroncados estentóreamente por buena parte del público. Bieito, que hace tiempo que terminó con brillantez el doctorado en escándalos teatrales provocados por él mismo, no se arredró, respondió dibujando un corazón con sus manos y se atrevió a salir incluso una segunda vez, lo que provocó que arreciaran de nuevo con saña las protestas. En 2020, su proyectado Anillo del nibelungo en la Ópera de París tuvo que ser suspendido por la pandemia y sigue sin saberse cuándo podrá recuperarse. El rechazo casi unánime a su propuesta expresado el jueves en Viena acentuará sin duda la expectación: el Regietheater se ha alimentado siempre de la disensión y la trifulca.
Aquel Anillo parisiense, sustituido in extremis por una única versión de concierto, tenía como director musical a Philippe Jordan, que ya había demostrado en Bayreuth en 2017, en los excepcionales Maestros cantores de Barrie Kosky, que su afinidad con el mundo wagneriano es incuestionable. Suya fue también un año después la dirección musical de una reposición del famoso montaje de Tristán e Isolda de Bill Viola en la Ópera de París con cuatro de los cantantes que acaban de interpretar la obra en Viena: el tenor Andreas Schager (Tristán), la soprano Martina Serafin (Isolda), la mezzosoprano Ekaterina Gubanova (Brangania) y el bajo René Pape (rey Marke). Ahora ha contado con el lujo indescriptible de contar con la Orquesta de la Ópera del Estado de Viena (léase Filarmónica de Viena) y, aunque desigual, su dirección ha sido la de un wagneriano de raza. Ya desde el Preludio, con largos y elocuentes silencios entre las primeras frases y un perfecto control de la dinámica global —ascendente primero, descendente después—, Jordan se hizo con fuerza con el mando del espectáculo. Un control quizás excesivo al comienzo fue dando paso a una dirección más libre, con el necesario desenfreno cuando la música lo requería, y que alcanzó su punto más alto en el tercer acto, aunque con muchos otros momentos para el recuerdo: el último diálogo entre Brangania e Isolda al final del primer acto, la sección central del dúo de amor del segundo o el extenso monólogo del rey Marke al final de este mismo acto fueron tres lecciones de musicalidad y de perfecta coordinación entre foso y escenario. Jordan sabe lo que quiere y lo hace muy bien, sin aparatosidad y sin un solo gesto gratuito, sacando de la orquesta una densidad de sonido genuinamente wagneriana. Resultó más que elocuente, en un espectáculo que sobrepasó las cinco horas de duración, ver al concertino Rainer Honeck, un violinista de campanillas, ensayando una y otra vez y comentando varios pasajes con su compañero de atril durante el primer intermedio. Tocar al nivel inalcanzable de esta orquesta no es un milagro caído del cielo.
Andreas Schager y Martina Serafin, ambos austriacos, debutaban sus respectivos papeles en la Ópera de Viena. Ambos cosecharon un justísimo triunfo, más merecido aún en el caso de él, que mantiene su estado vocal casi al mismo nivel que hace cuatro años en Berlín. En Madrid hemos podido admirarlo como un sobrehumano Siegfried en las dos últimas entregas de El anillo del nibelungo. Ahora ha vuelto a ratificar su condición no solo del mejor Tristán actual, sino uno de los más completos de los que hay noticia: pocos pueden llegar al tercer acto con las reservas de energía aún sobradas como él lo hace; de hecho, es posible que fuera el acto que mejor y más convincentemente cantó, ayudado también por una puesta en escena mucho menos disruptiva que le permite concentrarse en lo importante. Serafin es, como él, una virtuosa de la dicción y una notable actriz, perfectamente creíble como la mujer airada del primer acto, la mujer apasionada del segundo y la mujer resignada del tercero. Solo en el registro agudo su voz se tensa y luce un incómodo vibrato, pero tanto en los graves como en el registro central da vida a una Isolda poderosa y dominadora.
Ekaterina Gubanova es una experta en el papel de Brangania, a pesar de que su alemán dista mucho de ser claro o comprensible. En perfecto estado vocal, no sale muy bien parada en el reparto de atribuciones de Bieito, pero logra superar la coyuntura, sobre todo en el primer acto y el comienzo del segundo. Sus extraordinarias intervenciones al final del dúo de Tristán e Isolda (“Habet Acht!”), invisible para los espectadores, no tienen toda la potencia expresiva y emocional deseable, aunque la responsabilidad de ello es compartida. René Pape, otro rey Marke de largo recorrido, ha perdido la capacidad de apianar con garantías y de infundir a su personaje la grandeza y nobleza de antaño. Empezó muy dubitativo, calando su primera nota (el La de la pregunta que hace a Melot, “Tatest du’s wirklich?”), pero luego echó mano de oficio y dejó aquí y allá pequeñas perlas a modo de vestigios de su inmensa clase, aunque sin la inmensa autoridad de otros tiempos. Cantar Wagner regularmente y al más alto nivel lleva aparejado el pago de un alto peaje, y hace poco ha podido constatarse dolorosamente en Berlín con el lamentable estado vocal actual de Waltraud Meier, otra Isolda para la historia. Pape no ha llegado a ese extremo, pero despierta asimismo una gran tristeza verlo ya convertido en una víctima más del mago de Bayreuth. Iain Paterson, en cambio, derrocha fuerza y convicción como Kurwenal, un papel que parece escrito a su medida y que el escocés sabe llenar de credibilidad, a pesar de que tampoco él sale muy beneficiado en el cometido escénico que le reserva Bieito. Magníficos todos los jóvenes cantantes de los papeles secundarios: Clemens Unterreiner (Melot), Daniel Jenz (pastor), Martin Häßler (timonel) y Josh Lovell (joven marinero). La Ópera de Viena, con su ritmo frenético de funciones casi diarias, sigue atrayendo hacia su compañía a un gran número de promesas.
Ver a una pareja joven abrazándose y acariciándose largamente, sin parar de hacerse arrumacos, anclados al suelo, ya caída la noche, delante del edificio de la Ópera durante el segundo intermedio supuso un contraste casi insoportable con el segundo acto, frío y casi maquinal, que acabábamos de ver en el interior. Era, sin duda, una versión muy diferente del amor entre dos personas. La escena traía también inevitablemente a la memoria una crítica publicada en The Star el 6 de agosto de 1889 por George Bernard Shaw, otro wagneriano de pro. En ella escribió que “para disfrutar Parsifal, bien como oyente o como intérprete, hay que ser o un fanático o un filósofo. Para disfrutar Tristán es necesario únicamente haber tenido una relación amorosa en serio; y aunque el número de personas que poseen esta cualificación se exagera popularmente, sigue habiendo, sin embargo, las suficientes como para mantener la obra viva y vigorosa”. Viena y sus dos jóvenes habitantes acaban de darle la razón.
El pasado martes pudo verse también en la Staatsoper vienesa el multiviajado montaje de Carmen de Calixto Bieito, que ha subido a los escenarios de un sinfín de teatros europeos. Nadie se atreverá a aventurar el recorrido que tiene por delante su flamante propuesta de Tristán e Isolda, abucheada con saña por muchos y defendida con aplausos y brazos en alto por una minoría el Jueves Santo, conocido en alemán como Gründonnerstag (literalmente, Jueves Verde, pero también Jueves de llanto, o de lamentos). Mejor interpretarlo como un signo de esperanza.