La estrategia de Franco ante el Holocausto: un camaleón al sol que más calentaba

Un ensayo analiza las sucesivas posiciones del Gobierno del dictador y la actuación de sus diplomáticos ante el genocidio nazi contra los judíos

Franco y Hitler, en Hendaya el 23 de octubre de 1940.GETTY IMAGES

¿Fue Franco ante el Holocausto una veleta que cambiaba de postura según soplaba el viento de la historia? “Podría ser una imagen correcta, pero con matices”, dice por teléfono el historiador ...

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¿Fue Franco ante el Holocausto una veleta que cambiaba de postura según soplaba el viento de la historia? “Podría ser una imagen correcta, pero con matices”, dice por teléfono el historiador Enrique Moradiellos, editor de El Holocausto y la España de Franco (Turner) y coautor del libro junto a los investigadores Santiago López Rodríguez y César Rina Simón. Este ensayo recorre las distintas posiciones que adoptó el Gobierno del dictador ante el asesinato, metódicamente organizado y a escala industrial, de seis millones de judíos (casi la mitad en campos de exterminio), de los que más de 1,5 millones eran niños. “No es un asunto muy conocido”, argumentan los autores, que fue cambiando “conforme la guerra se decantaba por el bando aliado”.

Moradiellos, miembro de la Real Academia de la Historia y catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Extremadura, que ha escrito dos de los cinco capítulos del libro, lo explica en el titulado Franco ante la ‘cuestión judía’. “Hubo ambigüedad, contradicciones y adaptación pragmática al contexto. No hay que olvidar que España fue vecina de la Alemania nazi entre 1940 y 1944 por la ocupación de Francia”. En España había entonces lo que Moradiellos llama “una judeofobia instintiva, de origen católico, un desprecio que viene desde Roma y que era fácil de entender por la población: los judíos vendieron a Cristo, son codiciosos… a pesar de que desde finales del siglo XV casi no los había en la Península por la expulsión ordenada por los Reyes Católicos”. López Rodríguez, investigador en la Universidad de Upsala (Suecia), autor de otros dos capítulos, cifra en 6.000 los residentes en España al comienzo de la II Guerra Mundial, sobre una población de 26 millones, según el Instituto Nacional de Estadística.

España salía de la Guerra Civil, durante la cual “una parte no menor de la jerarquía militar” del bando sublevado, apunta Moradiellos, se refería al enemigo como “el contubernio judeomasónico”. La victoria en la contienda propicia “un punto de inflexión notorio” en Franco, “con declaraciones en las que abundan los motivos judeofóbicos”.

Soldados aliados contemplan en abril de 1945 un contenedor con cadáveres del campo de exterminio de Buchenwald, en Alemania.Hulton Archive (Getty Images)

En paralelo, en altos mandos militares, incluido Franco, “había una pulsión filosefardita, nacida a fines del XIX, por el mantenimiento de la lengua española entre los descendientes de los expulsados siglos atrás”. Un sentimiento que acrecentó la guerra con Marruecos. “Son los judíos del norte de África los que ayudan a los militares españoles, les hacen de guías, traductores...”. En 1924, en la dictadura de Primo de Rivera, un real decreto otorgó la nacionalidad a sefardíes en el extranjero; entonces no sabían que sería la llave que les permitiría escapar de la muerte.

Y para enmarañar el tema, las aplastantes victorias nazis al comienzo del conflicto europeo alentaron “una pasión antisemita que caló en Falange”, el partido fascista español. En esos primeros años de la guerra mundial hubo “una pasividad cómplice” que refleja un telegrama del entonces ministro de Exteriores, Ramón Serrano Suñer, en el que ordena al embajador en Francia que no intervenga para salvar a los judíos españoles, pero sí para preservar las propiedades de estos.

Hitler y Franco, en su encuentro en Hendaya.- (AFP via Getty Images)

En ese ambiente, en mayo de 1941, el Ministerio de la Gobernación pide a los gobernadores civiles un registro de “israelitas, nacionales y extranjeros”, un archivo judío en el que debe consignarse su “grado de peligrosidad”. Moradiellos recupera un informe confidencial, de diciembre de ese año, en el que el capitán de navío Luis Carrero Blanco, fiel colaborador de Franco, habla de la conflagración mundial como una lucha que el judaísmo quiere aprovechar “para provocar una catástrofe” que cristalice “en el derrumbamiento de la civilización cristiana”. Sin embargo, cuando a partir de finales de 1942 la Wehrmatch ya no parece invencible, se inicia otra fase. A ello ayuda que Franco nombra responsable de Exteriores a Francisco Gómez-Jordana, filobritánico.

Las cifras recogidas en este libro indican que “España salvó in situ a más de 8.000 judíos”, sefarditas o no, en países ocupados por los nazis, gracias a que se les reconoció como nacionales. A estos se unieron unos 35.000 que cruzaron los Pirineos con los visados que los diplomáticos españoles les concedieron en Centroeuropa, Grecia, Lituania… En palabras de Gómez-Jordana, esos refugiados debían pasar por España “como la luz por el cristal, sin dejar rastro”. No se quería que permaneciesen porque supondría un coste. Suiza salvó el pellejo a unos 22.000; Suecia, a 12.000; Turquía, 16.000…

Santiago López, por teléfono, destaca en esa labor a diplomáticos como Bernardo Rolland de Miota, cónsul en París; Eduardo Propper de Callejón, en Burdeos; Sebastián Romero Radigales, en Atenas; Julio Palencia, en Sofía; y, sobre todo, Ángel Sanz Briz, en Budapest, quien evitó probablemente la muerte a unas 5.000 personas. No obstante, fueron una minoría “en una actuación diplomática que se movió en general en la indiferencia”. López señala como gran punto negro de aquella política la campaña de repatriación de enero de 1943: “En plena solución final, las autoridades alemanas permitieron a países neutrales, como España, que repatriasen a sus judíos, y les dieron tres meses”. Si no, ya nos encargaremos de ellos, dirían los nazis. “Se discutió el asunto en el Gobierno y se establecieron unos criterios que iban en la línea de cribar lo más posible. Se aceptó su llegada, pero solo de paso y para aquellos con nacionalidad española en firme, con unos requisitos en los visados que ni siquiera decía Alemania que se exigiesen. No es posible saber a cuántos se condenó a muerte por ello”.

Enrique Moradiellos, fotografiado con motivo de su entrada en la Academia de Historia en noviembre de 2021.Claudio Alvarez

Hay otra cuestión que sobrevuela aquellos años: ¿sabían los jefes del régimen lo que ocurría con los judíos? López no lo duda: “Sí, se han publicado estudios sobre ello y tenemos el testimonio de la División Azul, que desde finales de 1941 envía informes en la retaguardia. En 1943 hay también informes de diplomáticos españoles diciendo, por ejemplo, que han visto cómo se ha asesinado a niños judíos delante de ellos”.

Para Moradiellos, Franco “está tan lejos del mito de salvador de judíos”, que han proclamado algunos historiadores, “como de ser un enemigo de ellos que quiso destruirlos”. “En su nombre se hicieron ambas cosas y aunque los diplomáticos tuvieron margen de maniobra, él se reservaba la última palabra en todos los asuntos”. López agrega que los responsables de las legaciones “que actuaron a favor de los judíos lo hicieron más por una iniciativa personal, aunque pedían permiso o al menos tenían que notificarlo a Exteriores”. Con todo, en 1959, la ministra de Exteriores israelí, Golda Meir, reconoció la “ayuda y protección de España en la era hitleriana a muchas víctimas del nazismo”.

Llegada de judíos deportados a Auschwitz desde Polonia, en 1944.API (Gamma-Rapho via Getty Images)

La prensa

No solo es fundamental saber qué paso, sino cómo se contó en España. López dedica su otro capítulo al papel de la prensa a medida que se conocían las atrocidades nazis. “Había que hacer visible el cambio de postura del régimen de cara al exterior. Se inicia un distanciamiento de los nazis, se dice que eran ‘anticristianos’ y estaban guiados por el Maligno”. Eran las directrices que el propio Franco había adelantado en un discurso en mayo de 1946, en el que condenó “los crímenes del nazifascismo”. En esa “postura camaleónica para sobrevivir”, subraya López, quedaban resabios del pasado filonazi, como en un estrambótico artículo del diario Destino, de octubre de 1945, en el que se informaba del juicio a Irma Grese, sádica nazi de varios campos de concentración. Condenada a muerte, se justificaba su vesania porque era una mujer que se había “despegado del hogar” y quería “vivir su vida”.

De la judeofobia al antisemitismo

El historiador Enrique Moradiellos describe en El Holocausto y la España de Franco el origen y evolución del sempiterno odio al judío, “el más antiguo en la historia de la humanidad”, con la distinción entre judeofobia y antisemitismo. “Todo nace de haber sido la primera religión monoteísta, una revolución, distinta de todo lo que había. El triunfo de la Iglesia católica en el siglo IV motivó la prohibición del proselitismo judío. La judeofobia es un fenómeno más cultural, no se cuestiona que los judíos forman parte del mismo grupo humano. Sin embargo, desde el XIX surge el antisemitismo, vocablo nacido en 1879, con doctrinas biológicas que no los consideran seres humanos, sino parásitos, incluidos los niños. Por eso hay que discriminarlos, después segregarlos y finalmente, eliminarlos, incluso aunque fueran conversos, porque por sus venas hay sangre judía". En el último capítulo de este ensayo, César Rina Simón, profesor en la Universidad de Extremadura, pone el foco en la judeofobia y antisemitismo en esta región entre 1931 y 1950 a partir de abundantes ejemplos con lo que publicaban los periódicos de la zona.


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