El director Jonathan Nott, el flautista Emmanuel Pahud y el pianista Grigori Sokolov hechizan en Zaragoza
La confluencia de los ciclos de orquestas y solistas convierten al auditorio de la ciudad y su Sala Mozart en un epicentro de la clásica
Las giras sirven a las orquestas sinfónicas para defender su posición en el tablero internacional. Lo explicaba Steve Roger el pasado 21 de febrero en las páginas del periódico suizo Le Temps. El director ejecutivo de la Orquesta de la Suisse Romande de Ginebra recordaba la particularidad del caso español, donde los fondos europeos facilitaron la construcción ...
Las giras sirven a las orquestas sinfónicas para defender su posición en el tablero internacional. Lo explicaba Steve Roger el pasado 21 de febrero en las páginas del periódico suizo Le Temps. El director ejecutivo de la Orquesta de la Suisse Romande de Ginebra recordaba la particularidad del caso español, donde los fondos europeos facilitaron la construcción de atractivas salas de concierto en varias ciudades durante los noventa: “Muchas tienen auditorios, pero no necesariamente orquestas”, aseguraba. Y ponía como ejemplo el caso de Zaragoza, que suele programar a las mejores orquestas de gira.
Sylvie Bonier destacaba este jueves en el mismo medio la magia del Auditorio de Zaragoza. “Si el exterior del edificio diseñado por el arquitecto aragonés José Manuel Pérez Latorre no resulta especialmente atractivo, el interior deslumbra”. Se refiere esta periodista especializada en música clásica a la Sala Mozart, una de las grandes joyas visuales y acústicas de nuestro país, que debe su nombre al bicentenario del compositor salzburgués en que fue diseñada. Un espacio amplio y cálido, completamente revestido de madera de Eyong, con una acústica asombrosamente nítida y brillante, y una ideal reverberación de dos segundos con un 70% de ocupación de sus casi dos mil localidades.
La conjunción de los ciclos de orquestas y solistas, programados por Miguel Ángel Tapia, verdadero factótum de la música clásica en Zaragoza desde hace casi cuatro décadas, ha permitido escuchar en esta sala a las principales orquestas y solistas del mundo. Ha vuelto a suceder esta semana al confluir, en días sucesivos, la continuación de la Temporada de Grandes Conciertos del Auditorio y el arranque del 25º Ciclo de Grandes Solistas Pilar Bayona. La Orquesta de la Suisse Romande, bajo la dirección de Jonathan Nott y Emmanuel Pahud como solista de flauta, y el pianista Grigori Sokolov. Dos programas protagonizados por Mahler, a nivel sinfónico, y por la conjunción entre Schumann y Brahms, a nivel pianístico, con resultados admirables.
El miércoles abrió el fuego Jacques Ibert y su Concierto para flauta. Una composición, de 1932-33, fundamental para la historia del instrumento tras la consolidación del sistema Boehm. Combina el carácter ecléctico del compositor francés, que elude la atonalidad en favor de un lirismo festivo con leves guiños politonales, y las características expresivas de la escuela gala que encarnaba su destinatario, el flautista Marcel Moyse. Emmanuel Pahud (Ginebra, 52 años) es hoy el representante más destacado de esa tradición francesa del instrumento, en su doble faceta como solista e integrante de la Filarmónica de Berlín.
Lo demostró en el exigente arranque de la obra, donde la flauta pone orden tonal tras cuatro compases disonantes de la orquesta. Un torrente de semicorcheas, tocadas fortísimo y staccato, con la ágil indicación metronómica de la partitura, pero donde Pahud ya introduce vetas de su expresivo vibrato. La exquisitez de su fraseo elevó el lírico segundo tema de ese movimiento. Pero lo mejor de su actuación fue el bello andante central, donde Ibert se sitúa a medio camino entre Debussy y Fauré. Faltaba el allegro scherzando final, un verdadero tour de force virtuosístico para el solista, que Pahud resolvió jugueteando admirablemente con los guiños jazzísticos que le proponía la orquesta.
El flautista suizo culminó su actuación tocando como propina Density 21.5, de Edgar Varèse. Una obra de 1936, destinada a la moderna flauta de platino de Georges Barrère, y donde elabora un motivo modal y otro atonal con algunas técnicas extendidas. Pahud no solo exhibió la flexibilidad de su inmensa paleta dinámica, sino que permitió exhibir las virtudes acústicas de la Sala Mozart, desde los inaudibles pianísimos en el registro grave hasta el estridente final, un si natural sobreagudo en fortississimo.
Pero la Quinta Sinfonía de Mahler se adueñó del concierto en la segunda parte. El director inglés Jonathan Nott (Solihull, 59 años) sigue siendo uno de los máximos exponentes de su exégesis. Una obsesión infinita por desentrañar el significado que se esconde tras cada nota, que puede contemplarse en sus partituras, llenas de anotaciones de diversos colores hasta tapar la notación musical. Ese nivel de introspección lo traslada al podio. Y la Suisse Romande se deja mecer e inspirar por su torrente de gestos que dispara a cada una de las secciones del conjunto.
La química mahleriana entre orquesta y director funciona a la perfección. Y lo comprobamos en el primer bloque de la obra, donde se combinan los dos primeros movimientos por medio de conexiones temáticas. Adorno llegó a considerarlos una exposición y su desarrollo. Pero Nott nos revela la inversión que plantean. Un movimiento lento (una marcha fúnebre o Trauermarsch) con una sección rápida frente a un movimiento rápido y tormentoso (Stürmisch bewegt) que rememora en varias ocasiones esa marcha fúnebre. No obstante, lo mejor de la noche llegó en el scherzo central de este tríptico sinfónico. Un verdadero cajón de sastre donde Mahler se resume a sí mismo. Y Nott puso todo sobre el tapete: la parodia, la nostalgia, los sones alpinos, la obsesión por la muerte y ese guiño a lo popular que ejemplifica con una cita de Am Wörther See, de Thomas Koschat.
Faltaba el bloque final donde todo cambia por la irrupción de Alma en la vida de Mahler. Fue admirable el cantabile de la cuerda de la Suisse Romande, en el famoso adagietto, pero también su conexión con el humor y la exuberancia del rondo-finale, donde escuchamos con claridad esa reveladora repetición a cámara rápida de la melodía principal del movimiento anterior. Nott práctica el buceo profundo en Mahler y dispone de un vehículo ideal en la sensacional Suisse Romande, que volverá a tocar este programa mañana sábado, en Alicante.
El jueves el ambiente en la Sala Mozart era muy diferente. A la soledad del piano sobre el escenario se unió una tenue iluminación de rito sagrado. Es una figura retórica muy socorrida para los recitales de Grigori Sokolov (San Petersburgo, 71 años), donde prima una relación completamente directa y personal con la música. Arrancó el pianista ruso su recital con Beethoven y la serie de variaciones sobre un tema del ballet Las criaturas de Prometeo, de 1802, más conocida como Variaciones Eroica, op. 35. Y empezamos con un relato admirablemente fluido y detallado. Asistimos a la construcción del tema, capa a capa, desde el bajo, y la ristra de variaciones fue un ideal ir y venir de todo tipo de formulaciones musicales hasta la fuga final como apoteosis climática. Sokolov elevó, no obstante, las dos variaciones finales. Y conectó la elegía del minore con ese discurrir de semifusas del maggiore que permiten vislumbrar en sus manos al Beethoven final.
Pero lo mejor del recital volvió a ser Brahms. Tras girar por España en 2019 con los dos ciclos de piezas opus 118 y 119 que cierran su catálogo, esta vez optó por el opus 117, de 1892. Tres intermedios que Sokolov convirtió en tres relatos perfectamente conectados. Los inició con una pieza inspirada en una balada escocesa del siglo XVI, el Lamento de Lady Anne Bothwell, que Brahms cita en su partitura. Sokolov lo elevó especialmente en la sección central, en mi bemol menor, donde evoca el sueño con el esposo muerto. En el segundo intermedio, en si bemol menor, sobrevuela una resignada tristeza por medio de una melodía entrecortada que el pianista condujo admirablemente hacia el relativo mayor y que, en su repetición final, sonó transformada por la fantasía y la introspección. Este tríptico de la nostalgia, que es el opus 117 brahmsiano, se completa con el intermezzo aparentemente más sencillo. Sokolov lo desplegó con un hipnótico rubato donde subrayó la huella de Schumann en la sección più moto ed espressivo.
Tras el descanso, esa conexión de Brahms con Schumann se materializó en Kreisleriana, op. 16. Una sucesión de ocho piezas inspirada en 1838 por la fascinación de Schumann hacia el personaje del Kapellmeister Johannes Kreisler creado por E.T.A. Hoffmann. Una fascinación que compartía con el joven Brahms que llegó a firmar alguna de sus composiciones (su Trío con piano, op. 8) como Kreisler Junior. Sokolov volvió a plantear la obra como una sucesión de escenas unitaria y homogénea. Quedó claro en el paso de la agitación inicial a la calma de la segunda pieza, con ese perfecto engarce de sus dos intermedios a modo de contraste. El pianista ruso también subrayó la influencia de Chopin, a quien Schumann dedicó la obra, y especialmente en la quinta pieza, donde el trio sonó casi como un estudio del polaco. Pero lo mejor llegó en la sexta pieza, que Sokolov convirtió en un dramático recitativo que conecta con una especie de siciliana donde el piano parece tomar la palabra. La séptima pieza fue puro frenesí y, en su conclusión, parece entonar una oración que se convierte, en la octava y última pieza del ciclo, en una especie de epílogo espectral.
Obviamente faltaban las seis propinas, que Sokolov añade siempre en todos sus conciertos. Un metarrecital donde el público se somete a sus elecciones, pero donde suele aflorar la versión más personal del pianista. En esta ocasión, inició su periplo de casi media hora adicional de música con Brahms y con una vigorosa versión de la Balada en sol menor, op. 118 núm. 3. Una muestra de la redondez del sonido que extrae de su Steinway, pero también del refinamiento de su fraseo en la sección central. Siguió, a modo de contraste, con Scriabin y el Preludio op. 11 núm. 4, una propina habitual en sus últimos recitales y donde abre una ventana a la plasmación del dolor. Prosiguió la senda rusa con Rajmáninov y el Preludio op. 23 núm. 9, con esa escritura pianística extremadamente tupida y de la que emerge, por encima de todo, la inquietud de la tonalidad de mi bemol menor. Y prosiguió, en la cuarta propina con el Preludio op. 23 núm. 10 que cierra el ciclo de Rajmáninov a modo de nocturno, pero en donde elevó admirablemente el diálogo polifónico casi con texturas orquestales.
No podía faltar algo de Chopin, después de tantas referencias cruzadas. Sokolov optó por tocar la Mazurca op. 68 núm. 2, que es otro de sus bises habituales, con ese sabor folclórico aderezado por una sonoridad plena y un exquisito rubato. Y destinó también la propina final a Chopin, que convirtió en otro momento sublime. Cerró su actuación con el Preludio op. 28 núm. 20 convertido en una verdadera plegaria, tal y como su discípula, Jane Stirling, refirió por carta a la hermana del compositor, Ludwika Jędrzejewicz: “Bajo los dedos de Chopin, los acordes de este preludio sonaban más como música celestial que como sones de este mundo”.
Todavía quedan dos citas pendientes de la gira española de Sokolov: en Riojaforum de Logroño, mañana sábado, 26 de febrero, y el lunes 28, en el Auditorio Nacional de Madrid.
Temporada de Grandes Conciertos del Auditorio y XXV Ciclo de Grandes Solistas Pilar Bayona
Obras de Ibert y Mahler. Emmanuel Pahud (flauta). Orchestre de la Suisse Romande. Jonathan Nott (dirección). Auditorio de Zaragoza, 23 de febrero.
Obras de Beethoven, Brahms y Schumann. Grigori Sokolov (piano). Auditorio de Zaragoza, 24 de febrero.