“El mejor plan de vida es no tener plan de vida”
En el libro ‘Sin billete de vuelta’, el experiodista económico Baltasar Montaño relata con sorna y romanticismo su decisión de romper con todo, su cambio de vida y sus aventuras por el mundo
En este caso, lo más eficaz es copiar el texto de la solapa del libro (Sin billete de vuelta, Círculo de Tiza). “Tengo ahora 50 años. Hace 15 que tomé la decisión de dejar de trabajar cuando bordease el ecuador de mi vida y hace cinco que lo cumplí. Fui un currante ejemplar y diseñé un plan para retirarme joven, con todas las energías, y vivir viajando sin esperar a la jubilación para disponer de todo mi tiempo. He aprendido a vivir bien pero con mucho menos a cambio de comprar mi libertad”. Con ustedes...
En este caso, lo más eficaz es copiar el texto de la solapa del libro (Sin billete de vuelta, Círculo de Tiza). “Tengo ahora 50 años. Hace 15 que tomé la decisión de dejar de trabajar cuando bordease el ecuador de mi vida y hace cinco que lo cumplí. Fui un currante ejemplar y diseñé un plan para retirarme joven, con todas las energías, y vivir viajando sin esperar a la jubilación para disponer de todo mi tiempo. He aprendido a vivir bien pero con mucho menos a cambio de comprar mi libertad”. Con ustedes, Baltasar Montaño, de Puebla de Sancho Pérez (Badajoz), experiodista económico metido a Marco Polo universal: tras meterse en vena Oceanía, Sudamérica y Asia, ahora le espera África.
Pregunta. ¿Ya es otro?
Respuesta. Sí. Y me di cuenta de que era otro a raíz de tener que reflexionar sobre mi vida en este libro. Soy sincero, yo no reflexionaba sobre mi vida.
P. ¿Cómo empezó este viaje sin fin?
R. Me fui de año sabático con mi pareja de entonces a recorrer Australia y Nueva Zelanda en autocaravana. Estuvimos ocho meses. Al volver me dije: ¡Hostia, esto es lo que yo quiero! Fue un cambio radical, aunque yo ahí todavía no me había creado mi personaje.
P. ¿Qué personaje es ese?
R. Creo que el ego lo tengo bastante controlado... por ahora. Pero cuando me encerré en mi apartamentito de Lavapiés para escribir el libro, me empecé a gustar. Me dije: “¡Tío, has hecho cosas buenas!”. Y es verdad que a veces, como tengo mucha energía, voy un poco sobreactuado por el mundo.
P. Se vino arriba, vaya.
R. Claro, oye, es que un tío que se consideraba un analfabeto relativo —a ver, no lo era, pero sí muy limitado— de repente ve que ha creado algo, una persona con actividad. Una actividad cultural, sexual o gastronómica que cuando estaba en el pueblo yo no tenía.
P. Desde fuera, su experiencia es envidiable, pero, claro, sus peajes habrá pagado. Tendrá heridas.
R. Menos mi padre y mi madre, que me dicen que ya está bien y que vuelva a trabajar, todo el mundo me dice que envidia mi vida. Yo les digo: “¡Pues a ver si alguno de vosotros es capaz de tirarse tres meses seguidos fuera!”, que vivo con 1.500 euros, tampoco es para que te envidien.
P. ¿La pasta es un valor absoluto o relativo?
R. Es muy relativo. De todos los países que he recorrido en estos cinco años, casi ninguno ha sido caro… pero en Australia y Nueva Zelanda me di cuenta del valor de la pasta. Allí no vives con menos de tres o cuatro mil euros al mes. Luego vas a Vietnam, te compras una moto y viajas tres meses gastando 800 euros al mes. Ahorré cada mes como 500.
P. En sus viajes mezcla lo tirado y lo arrastrado con lo hedonista y lo pijo. Come serpientes y duerme entre cucarachas, pero también se pega sus juergas en los mejores restaurantes de Lima…
R. Soy epicúreo y hedonista. Yo, por haber sido periodista económico, empecé muy joven a disfrutar en la vida de cosas que no me correspondían, como viajar en business e ir a hoteles de lujo. Llevaba una vida de hedonista pijo. En el libro cuento que no he sido un mochilero tirao. He sido un pequeño burgués que, con 50 años, decide dejar de trabajar, asumir una vida por menos de la mitad de lo que cobraba y llevar una vida distinta. Pero en el carguero del Amazonas me acordaba del coñac que me tomé con Ferran Adrià en elBulli… Y conozco los peores barrios de Buenos Aires, pero también los despachos alfombrados de petrodólares.
P. ¿No se ha sentido solo? En la Patagonia, en el Amazonas, en la selva de Camboya…
R. ¡No! Estoy solo, pero estoy como quiero estar. Todo el rato con el radar abierto. Viajando estás siempre conociendo gente. Pero a veces quieres estar solo. Yo una vez, en Vietnam, les dije a dos moteros con los que compartía viaje que quería seguir por mi cuenta. Les dije: “He estado encantado, mil gracias, pero necesito estar solo”. No fue fácil.
P. El trasfondo de su experiencia es la opción de la libertad. Pero no sale gratis. ¿No hay que organizarla?, ¿no acaba siendo otro oficio?
R. Claro que sí.
P. Dice en el libro que “el mejor plan de viaje es no tener plan”. Lo dudo.
R. Eso es un poco una licencia pseudoliteraria. La libertad hay que organizarla, yo me la organizo. Pero al final es cierto, el mejor plan de vida es no tenerlo.
P. La suya es una vida sin apriorismos, sostiene.
R. Con eso me refiero a las certezas y a las ataduras que llevas en la mochila a cierta edad. Yo las tenía, pero lo que he intentado con este cambio de vida es comprar mi propia libertad, pero de forma muy organizada. Yo nunca me he tirado sin red. He tenido cierta valentía, sí, pero es para mí… no la vendo en el mercado bursátil.
P. ¿De qué se queja el primer mundo?
R. Pues de vicio. Con esto del covid, la muerte nos ha igualado a todos, sí, pero no es lo mismo morirte en la India o en México que morirte en España rodeado de un estado de bienestar.
P. Por cierto, ¿cómo ve España cuando vuelve?
R. No puedo con la queja permanente y el odio que nos tenemos unos a otros. Sin embargo, nadie hace nada para arreglar su propia estabilidad emocional para quejarse menos y adaptarse. En Laos la gente no se queja. Ni los niños de las minas de África.