¿España y yo somos así?

Me pregunto si cada país responde a un género dramático al que vuelve tozudamente por una especie de inevitabilidad histórica

Isabel Díaz Ayuso y Pablo Casado, en la campaña autonómica de 2019.Jaime Villanueva

Del Tío Vania siempre se aprende, de aquel Tío Vania en la calle 42, de Louis Malle, a este otro brillante que asoma en Drive my Car, que podemos ver estos días en los cines. La última vez que disfruté de su hondura en escena fue en el María Guerrero hace unos 15 años. Lo que no llegué a comprender fue que el director sacara a los p...

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Del Tío Vania siempre se aprende, de aquel Tío Vania en la calle 42, de Louis Malle, a este otro brillante que asoma en Drive my Car, que podemos ver estos días en los cines. La última vez que disfruté de su hondura en escena fue en el María Guerrero hace unos 15 años. Lo que no llegué a comprender fue que el director sacara a los personajes de Chéjov del escenario ruso y los colocara en una colonia africana. A veces no entiendo los cambios caprichosos que enmiendan la obra de un autor, porque aun cuando el alma humana se rige por las mismas heridas, el amor, la muerte, la vida, el comportamiento de los personajes está profundamente ligado a su contexto. ¿Qué es Chéjov sin Rusia? ¿Sin esa decadencia que parece presagiar la avalancha de la revolución? Cuando el médico Ástrov dice: “Hay que ser un bárbaro irracional para quemar esa belleza [los bosques] en la estufa, para destruir lo que no podemos crear. El hombre ha sido dotado de razón y de facultad creadora para incrementar lo que le ha sido dado, pero hasta ahora no viene creando, sino destruyendo”, cuando ese hombre noble habla de la inercia insoportable de las malas costumbres, del pecado de la haraganería y la impasibilidad hacia la destrucción, sobre todo por parte de una burguesía egoísta y perezosa, no está señalando a un pueblo en abstracto sino al suyo propio. He asistido esta semana, como ustedes, al drama de la Comunidad de Madrid, que ya ha cobrado naturaleza nacional, porque si bien Madrid no es España, ni falta que hace, la presidenta de mi comunidad y sus jefes han logrado que su mantra acabe calando: hoy somos el centro (de todas las miradas). Para mal. Lo que me pregunto, y por eso traía a colación al escritor ruso, es si cada país responde a un género dramático al que vuelve tozudamente por una especie de inevitabilidad histórica; si ante ciertos acontecimientos no somos capaces más que de encogernos de hombros y asumir que, como dijo Eduardo Marquina en otra obra, “España y yo somos así, señora”.

Si tan importantes dicen ser en nuestra vida los maestros, inspiradores según afirmamos de decisiones trascendentales, cabe reconocer aquí el papel de una ilustre mentora, Esperanza Aguirre, que tanto ha presumido de haber criado a nuestra pareja protagonista, Pablo e Isabel, a sus pechos. ¿Qué tipo de enseñanzas mamaron sus pupilos? Aquella época en la que los futuros dirigentes eran pardillos fue gloriosa tanto en espionajes de Pepe Gotera y Otilio como en corruptelas. Algunos de los implicados acabaron frente a un juez, pero hay una evidencia que sobrevuela en todo este turbio asunto: las malas artes en España se castigan poco por los electores. No hay pecado mejor comprendido que el de la corrupción. La prueba es que un público enfervorizado fue la otra noche a las puertas de Génova a aplaudir la actuación de Ayuso, sin que la comprobación futura de los hechos les vaya a afectar en nada. Al fin y al cabo, ¿quién no comprendería que teniendo un negocio se favoreciera siquiera un poco a la familia? ¿No es humano? En la tragicomedia española de corte entre galdosiano y valleinclanesco siempre destaca el pecado patrio a relucir: los que mandan se corrompen, y si nosotros, pueblo llano, llegáramos al poder actuaríamos igual. Hay como una especie de resignación campechana ante unas debilidades que vienen de ser un pueblo poco educado en la debida incorruptibilidad de las instituciones. Parece que nadie se pregunta por qué si había una irregularidad no hubo controles que la señalaran antes de que llegara a las manos de los enemigos de la heroína del cuento. Debemos entender entonces que no existen mecanismos en la Administración para denunciar una mala práctica y que la forma de desenmascarar un chanchullo es echar mano de un espía, si es que hubo.

Lo desolador es que, aunque parezca que estamos ante un argumento que nos proporciona grandes emociones, el final está cantado, porque se diría que a los seguidores de uno o de otra no les afectan dramáticamente sus rencores, fechorías o venganzas. Aquí se entra al teatro sabiendo a quién se va a aplaudir al final de la obra. Los espectadores se rigen más como hinchas de un equipo de fútbol que como amantes de una puesta en escena dramática. No sé usted, yo sospecho quién va a asestar la última puñalada. Pero está mal visto hacer spoiler.

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