César Portela: “La arquitectura no debe renunciar al espectáculo. Pero con reglas”

El arquitecto confía en que la pandemia acabe con el feísmo, pero tiene dudas: “Esta ciencia es la fiel expresión de cómo piensa y vive un pueblo en una época determinada”

El arquitecto César Portela en su estudio en Pontevedra.ÓSCAR CORRAL (EL PAÍS)

Es 28 de diciembre y el arquitecto César Portela Fernández-Jardón (Pontevedra, 84 años) trabaja desde primera hora en su despacho. Nunca dejo de tener a su ciudad en el centro de su vida y estuvo, al mismo tiempo, en todas partes: trabajó, dio clase y obtuvo honores en un buen puñado de países, desde Japón (premio del Instituto Japonés de Arquitectura por el puente Azuma) hasta España, donde ganó el Premio Nacional de Arquitectura en 1999 por la estación de autobuses de Córdoba. “Con la pandemia uno se da cuenta de lo importante que es salir al balcón y ver unos árboles, a unos niños en una pl...

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Es 28 de diciembre y el arquitecto César Portela Fernández-Jardón (Pontevedra, 84 años) trabaja desde primera hora en su despacho. Nunca dejo de tener a su ciudad en el centro de su vida y estuvo, al mismo tiempo, en todas partes: trabajó, dio clase y obtuvo honores en un buen puñado de países, desde Japón (premio del Instituto Japonés de Arquitectura por el puente Azuma) hasta España, donde ganó el Premio Nacional de Arquitectura en 1999 por la estación de autobuses de Córdoba. “Con la pandemia uno se da cuenta de lo importante que es salir al balcón y ver unos árboles, a unos niños en una plaza”, dijo hace un año a la periodista María Varela en Diario de Pontevedra. “Hay gente que dice: ‘En mi casa hago lo que me da la gana’. Bueno, tú haces lo que te da la gana dentro de tu casa. Las fachadas no son tuyas, son del que las ve, y si haces una porquería, si dejas una medianera en ladrillo visto o mal pintada a quien estás obligando a verlo es al vecino”.

Pregunta. ¿La pandemia acabará con el feísmo?

Respuesta. Me gustaría, pero cada vez tengo más dudas de que lo consiga. Para ello tendríamos que cambiar para mejor todos nosotros: los que la hacemos y los que la habitan, porque la arquitectura es la fiel expresión de cómo piensa y vive un pueblo en una época determinada.

P. Hábleme de Francisco Portela Pérez (1864-1948), todo un personaje de la vida cultural gallega.

R. Mi abuelo. Pasé ratos extraordinarios con él porque era muy curioso; cada paseo era como si me leyese diez cuentos: me contaba la historia de los vegetales, de la ciencia, de la vida de los paisanos.

P. Y de Agustín Portela Paz, otra figura capital. Dibujante y aparejador.

R. Mi padre. De niño lo acompañé a trabajar algún día. Al volver yo le decía: “Pero no fuimos a trabajar, estuvimos tomando un vino con un cantero. Y hablando de cosas bonitas, de la piedra, de las formas, de la naturaleza. Eso no es trabajar, eso es pasar una tarde cojonuda”. Y él decía: “Hay que pasarlo bien con el trabajo”. Él, que era un hombre muy respetado y muy conocido, tenía algo muy importante.

P. ¿Lo qué?

R. Que no se consideraba por encima ni por debajo de nadie. Tenía un trato de igual a igual con todo el mundo, fuera quien fuera. Por eso a veces le invitaban a un vino del otro lado de la barra, y él preguntaba “quién invita”, y uno respondía: “Trabajé con usted hace quince años en una obra, y tengo el mejor recuerdo”. Al final esas cosas son las que te llevas, las que no olvidas: la huella que dejas en los otros.

P. Su madre, Adriana Fernández-Jardón.

R. Mi madre era asturiana de Navia, una persona y cocinera extraordinaria. Tenía una familia muy íntegra y muy novelesca. Recordaba siempre una noche en la que toda la mesa esperaba al tío de ella, banquero del pueblo, y al llegar este hombre dijo: “Perdonad la espera, vengo feliz: estamos arruinados. Pero pagué hasta la última deuda con el último paisano al que debíamos dinero. Así que ahora vamos a hacer un fiestón con lo poco que queda”. Ése era el espíritu.

P. Usted quiso ser siempre arquitecto.

R. Yo quería ser director de cine, marino o arquitecto. Y estudié Arquitectura en un Madrid, el de los años sesenta, en el que había muchísima efervescencia. En la facultad, el profesor que no era bueno se quedaba sin alumnos. Íbamos todos, por ejemplo, a la clase de filosofía que daba Aranguren [José Luis López-Aranguren], y no aparecíamos por la clase que nos daba cualquier pesado.

P. Y la política.

R. Decíamos: “Mañana qué hacemos, ¿el proyecto, ir a clase o ir a la manifestación?”. Pues a la manifestación, ya iremos a clase. Te encontrabas a más gente en las manifestaciones que en cualquier otro lado. Un día, en una, me encontré a un íntimo amigo mío de Pontevedra, Arturo Ruibal. Nos pusimos a hablar y cuando nos dimos cuenta nos habían rodeado los grises. Y me dice Arturo: “Corre tú, que tienes más zancada, y yo les entretengo recibiendo las hostias”. “No, hombre, no, corremos los dos”.

P. Y viajó. Se aplicó esa expresión maravillosa: conoció mundo.

R. El primer viaje fue con Javier Unzurrunzaga. Nos fuimos en autoestop con 200 pesetas y 20 kilos de latas de sardinas. Fue para estar un mes en Francia y pasamos casi tres meses por Europa sobreviviendo como podíamos, pero viéndolo todo. Cuanto más conoces, más te das cuenta de que te queda más por conocer: más ignorante te sientes. Como leer un libro, que te lleva a otros tres, y esos tres a nueve más, y al final entiendes que cuanto más lees, más consciente eres de que aún te queda más y más por leer.

P. Javier Unzurrunzaga.

R. Hacían unas comidas tremendas en esa casa. Uno parecía ser de ETA militar, el otro de ETA político-militar, el de más allá del PNV, también había algún cura… Había de todo, pero al final, cuando empezaban las discusiones, la madre pegaba un puñetazo en la mesa y decía “se acabó”.

Hay grandes edificios que están en sitios que dices tú: “Yo ahí no haría nada porque ese montículo es precioso, lo dejaría estar”, pero ese montículo al final se acaba convirtiendo en la Acrópolis, y allí construyeron el Partenón

P. Su primer proyecto lo firma con su exmujer, la arquitecta Pascuala Campos de Michelena.

R. Unas viviendas sociales para gitanos en el barrio de Campañó. Yo abrí mi primer estudio en Pontevedra y allí estuve una semana esperando a ver si me llamaba alguien. A la semana aparece Dorita Riestra [hija de los marqueses de Riestra, dedicada a labores sociales], que venía con un cura. “Buenas, venimos a hacer un encargo”. Y yo pegando saltos: “Joder, qué bien”. “No”, responden ellos, “no te pongas tan contento porque no te vamos a pagar nada. Es una obra social, no hay dinero”. Les dije que me parecía bien, pero con una condición: que a mí no me costase nada, porque aquel cura que venía con ella, si me descuidaba, me pedía dinero él a mí.

P. Sigue activo a los 84, lo era ya a los 24. ¿De qué manera ha cambiado el mundo?

R. Hemos mejorado muchísimas cosas, y hemos ido para atrás en otras.

P. ¿Por ejemplo?

R. En cómo ocupamos la tierra. 9.000 millones de personas no pueden pasar desapercibidas. No pueden vivir sin dejar una huella. Pero se puede dejar una huella buena o una huella mala. Cuando era un chaval y veía el rural, me enamoraba la racionalidad con la que se ocupaban los espacios. La gente había calculado perfectamente cómo y dónde tenía que plantar las cosas, cómo tenía que recoger la cosecha, cómo tenía que trabajarla, cómo no podía plantar aquí porque gastaba más energía que la que le producía el terreno. Dónde les quedaban las piedras, las fuentes, los árboles, el hórreo. Aquellas construcciones y aquellas fincas parecía que las había hecho la naturaleza, no el hombre.

P. Cosa de la experiencia. O como decimos en Galicia, no fue chegar e encher.

R. El haberse confundido primero y aprender a hacerlo después. Lo que hacen todos los paisanos cuando descubren otros mundos. Recuerdo cuando recorrí el delta del Orinoco con un indígena pemón; no había nadie y aquello era como una selva. Y él iba diciendo “por aquí pasó un animal, por aquí acaba de pasar una serpiente, por allí no sé qué”; yo no veía nada y él lo veía todo. Porque las hojas estaban torcidas de una manera concreta, por la forma del barro, por un ruido que tú no percibes. La experiencia, el territorio, los antepasados, la cultura.

P. ¿Arquitectura es saber que las cosas pueden ser de muchas formas, y saber que no pueden ser de otras muchas?

R. Hay grandes edificios que están en sitios que dices tú: “Yo ahí no haría nada porque ese montículo es precioso, lo dejaría estar”, pero ese montículo al final se acaba convirtiendo en la Acrópolis, y allí construyeron el Partenón. No sólo no se destrozó ese montículo, sino que se sublimó y se mejoró. Eso se ve también con los animales. Los nidos de cigüeña que están en lo alto del campanario no sólo no molestan, sino que dan vida y embellecen la iglesia. Del mismo modo que cuando encontramos, haciendo limpieza, una tela de araña, una cosa maravillosa cuando le da el sol y la ves integrada en el espacio, sin estructura metálica, el espectáculo de un bicho capaz de tejer algo que se sostiene en el aire apoyándose en puntos distantes. Uno puede actuar sin ocultarse y sin mimetizarse, simplemente teniendo en cuenta la escala, las proporciones, el tamaño, la belleza, el material.

P. La costa. La gallega y la española, que son inmensas.

R. Siempre se hizo buena y mala arquitectura, pero últimamente se hizo más mala arquitectura. Hay zonas enteras construidas que se han echado a perder. Destrozaron todo el Levante, por ejemplo, con las construcciones especulativas. Pero luego puedes recorrer zonas enteras donde hay doscientas aldeas y cada una está perfecta en su sitio, sin molestar. Hay un momento en que la especulación y la gran arquitectura, la de más tamaño, la hacen los nuevos ricos o gente que emigró a América, hizo dinero, vino y como ya no depende de las leyes de la naturaleza porque no vive del trabajo en el campo, destrozó su terreno. Y para ver el destrozo de los nuevos ricos no hace falta irse lejos: vas por la costa de las Rías Baixas y por ahí puedes ver todos los palacetes y casas de pésimo gusto de los contrabandistas y los narcos, unas construcciones horteras que no hay por dónde cogerlas y que echan a perder todo el paisaje.

P. Con unos materiales que a veces son directamente una traición patriótica.

R. Es llamar la atención por llamar la atención. Y yo creo que la arquitectura no tiene por qué renunciar al espectáculo. Pero un espectáculo basado en la proporción, en la escala, en las formas. Hay unas pautas que seguir, unas normas.

P. ¿Y un mar al que tener en cuenta?

R. Hay una carretera por aquí preciosa, la que va de Pontevedra a O Grove. Por esa carretera, que llaman la carretera de la costa, ya casi ni ves el mar. Y va parejo a que había mayoritariamente un viajero que llegaba a los sitios y se preocupaba por saber de ellos, por conocer a la gente, por integrarse y hacer mejor ese sitio, y ahora hay un turista que se pasa la mitad del tiempo buscando un comercio en el que comprar una cosa fabricada en China para hacer un regalo que vete tú a saber el que lo recibe dónde cree que ha pasado el otro las vacaciones. Todo está relacionado.

P. Hace más de veinte años usted se metió en una aventura colosal, la de construir un cementerio en Fisterra (A Coruña). Cubos con varios nichos cada uno en el monte, mirando al mar del fin del mundo en la Costa da Morte.

R. Un cementerio laico en un lugar en pleno contacto con la naturaleza y sin muros, abierto. Era una experiencia y se quedó sin acabar. Pero yo no me arrepiento de haber hecho ese proyecto.

P. ¿Qué pasó?

R. Sólo se hizo una primera fase. No siguieron. Y ahí se quedaron esos cubos de piedra que son como esas piedras redondas que van rodando con el temporal y las para el propio territorio. Era un cementerio al que la gente podía ir a visitar sus muertos, disfrutar del paisaje, encontrarse con uno mismo y reflexionar sobre la vida y la muerte, y no estar todo el día pensando en ganar dinero y en qué gastarlo cuando se gana. Que hay que procurar ser felices mientras vives y que te dejen tranquilo cuando mueres.

P. Hubo oposición de la Iglesia.

R. Claro. Un cementerio laico. Y había un cura en Fisterra relacionado con el cementerio antiguo al que le molestaba que se hiciera un cementerio con estas características, municipal, sin propiedad y sin tener que pagar por el nicho. Porque hubo un tiempo en que los nichos se vendían en su cementerio. Costaban un dinero y se vendían por cinco veces más. Un negocio como el de los apartamentos y las plazas de garajes.

P. No se llegó a enterrar a ningún muerto.

R. No, pero se fue a vivir allí un okupa que era un cachondo. Se pasó meses viviendo en el cementerio. A veces me ponía un correo para decirme que si yo era el arquitecto que pusiese allí calefacción y otras comodidades, que por la noche pasaba frío. Pero vamos, estaba encantado: tenía las mejores vistas del mundo, el sol poniéndose desde donde los romanos creían que acababa el planeta, porque se lo tragaba el mar. Al final lo obligaron a marcharse. Era un tipo muy listo y con mucho sentido del humor.

¿Orgulloso? De que todas las casas que hice son como si fueran mías. Porque sé que me presento allí a la hora que sea y me dicen: “Coño, pasa”. Eran clientes y son amigos, y eso no tiene precio.

P. ¿Con qué material prefiere trabajar?

R. Depende del tipo de obra. Yo construí con piedra, construí con madera, construí con hormigón, construí con metal. Pero a mí la piedra me parece un material de aquí, de Galicia, y aquí había toda una tradición de canteros que se va perdiendo. Y el empresario no puede secar troncos como se hacía antes. La gente cortaba el tronco de un carballo [roble] y lo tenía aquí, en la puerta de casa, secando para el otoño. A lo mejor para regalarle una mesa a su hijo el día de su boda. Hoy en día nadie quiere tener parado el dinero, nadie compra madera para que seque y usarla dentro de diez años. Bueno, es otra época.

P. ¿El sistema productivo y económico también está condicionando mucho la arquitectura?

R. Igual que Zara no tiene almacén: fabrica según va vendiendo. Pues esto se hace extensivo a todos. A veces acabas metiéndote por una corredoira [camino] y ves una casa medio derruida porque está abandonada desde hace muchos años, pero resulta que la puerta es de castaño, y está nueva, cojonuda, y tiene 200 años. El castaño es igual al que hay ahora, pero es tan importante el castaño como la forma de tratar y secar la madera del castaño, no la intención de “mañana la vendo” y “pasado mañana colocan el mueble”.

P. ¿De qué está más orgulloso?

R. De que todas las casas que hice son como si fueran mías. Porque sé que me presento allí a la hora que sea, aunque estén comiendo, y me dicen: “Coño, pasa, quédate a comer con nosotros”. Eran clientes y son amigos, y eso no tiene precio. Aunque casa mía, mía de verdad, yo no tuve ninguna hasta hace muy poco. Y si ahora tienes tiempo, que ya es mediodía, te pregunto dónde quieres que vayamos a comer y somos bien recibidos en cualquier casa que yo haya hecho, y eso no hay quién lo pague. Y si queremos quedarnos a dormir, nos quedamos a dormir [ríe].

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