Entender el mal

De Platón a un espectador de Netflix, todas las sociedades han intentado comprender qué lleva al ser humano a provocar daño

Visitantes en la entrada del antiguo campo de concentración de Auschwitz, en Polonia.Kay Nietfeld (Getty Images)

Puede que comprender y definir el mal parezca sencillo, pero solo hay que echar un vistazo a los estudios que a lo largo de la historia han abordado el tema para descubrir que la tarea es más que compleja. El debate es amplio, desde situar el origen del mal, que tradicionalmente ha pivotado entre la propia naturaleza del ser humano o un dios “malvado” y caprichoso; a comprender por qué lo ejercemos y cuándo, es decir, discernir qué se considera un mal. Lo cierto es que la cuestión ha despertado ...

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Puede que comprender y definir el mal parezca sencillo, pero solo hay que echar un vistazo a los estudios que a lo largo de la historia han abordado el tema para descubrir que la tarea es más que compleja. El debate es amplio, desde situar el origen del mal, que tradicionalmente ha pivotado entre la propia naturaleza del ser humano o un dios “malvado” y caprichoso; a comprender por qué lo ejercemos y cuándo, es decir, discernir qué se considera un mal. Lo cierto es que la cuestión ha despertado fascinación e interés en ilustrados y profanos, desde Platón hasta el espectador que devora películas sobre el nazismo en el sofá de su casa.

La noción de qué es el mal ha dependido de la cosmovisión del momento y la creencia en un dios creador ha inferido en ella especialmente. Platón alejaba el concepto de las divinidades. Señalaba el mal como un acto ignorante, una imperfección del ser humano en medio del orden del universo. Antes de la concepción judeocristiana el hombre erraba sin voluntad.

Con la aparición de un dios creador surgen otras disquisiciones. La profesora de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid Ana Carrasco-Conde, autora del libro Decir el mal. Comprender no es justificar, explica que, se plantea entonces un dilema: siendo Dios bueno, cómo es posible que cree el mal. Así, se abre una de las grandes líneas del pensamiento occidental que señala que el mal procede del ser humano y su voluntad. “Es un defecto colateral de un don”, abunda Carrasco-Conde. Agustín de Hipona, con una mirada medieval, dirá que lo que ha hecho Dios es darnos un bien, la capacidad de elegir lo que queremos hacer, lo que ocurre es que nos equivocamos al pensar qué es lo bueno. “Tomamos malas decisiones, de nuevo el mal está vinculado a la creencia de que algo no ha salido bien”, evidencia la filósofa.

Subraya además la necesidad histórica constante de excusar a Dios y a veces a nosotros mismos de cometer el mal, asociándolo a un error, a una especie de fuerza maniquea o una entidad mala que lo introduce en el mundo o incluso a un fallo de la razón, justificando el mal en instintos, enfermedades o un funcionamiento psíquico incorrecto.

En la modernidad, con la muerte retórica de Dios de la que hablaba Nietzsche, aceptamos que el mal se puede ejercer de plena voluntad. No obstante, persiste la creencia de que quien lo ejerce o tiene problemas mentales o lo hace buscando un bien propio. Nuevamente se justifica el mal. “Debemos ser conscientes de que hay personas que hacen el mal por el mal mismo y encontramos muchas figuras a lo largo de la historia”, recuerda la filósofa.

Carrasco-Conde cita a Kant: “El mal es una queja tan antigua como la historia”. Apunta que hemos normalizado las exacerbaciones del mal porque las asumimos como parte de la especie humana. El asesinato o la tortura quiebran nuestra comprensión, así que asociamos esos comportamientos al descontrol. De esta manera esos actos quedan fuera de nuestra responsabilidad y nos forjamos una razón para la inacción. Incluso las hemos “espectacularizado en una especie de escaparate del horror”, añade la profesora.

Esto nos permite desdibujar el camino que hay entre un mal menor, cotidiano, y los grandes sucesos. Pero la filósofa subraya que esos males extremos no vienen de la nada y “pensamos que no nos afectan, pero claro que nos afectan porque forman parte de la dinámica social en la que vivimos”. Reconstruye la conexión estableciendo que todas las personas ejercemos daño, pero de dos tipos diferentes. El primero es el daño necesario, “como el que sufres cuando vas al dentista”, ejemplifica. El otro es el innecesario, como podría ser un insulto, y sobre el que tenemos la opción de actuar. Podría parecer baladí, pero es la versión más pequeña de una escala del mal que tiene como consecuencia extrema las guerras y grandes crímenes. Carrasco-Conde pone un ejemplo claro: un feminicidio no es sino la punta del iceberg del sistema que sostenemos de manera individual con comportamientos machistas como un mal chiste.

Teniendo en cuenta esta identificación, y a pesar de tener múltiples ejemplos de personas que ejercen la maldad extrema a largo de la historia, Carrasco-Conde desecha una visión negativa del ser humano. Se pregunta con retórica: “Si somos malos por naturaleza ¿qué podemos hacer más que cruzarnos de brazos y aceptarlo?”. La filósofa invita a alejar el fatalismo antropológico y a iniciar una tarea mucho más compleja: afrontar cuál es el daño que hacemos que nada tiene que ver con nuestra naturaleza, sino con la voluntad y las inercias. Neutralizar ese daño innecesario ayuda a señalar el mal y romper sus dinámicas en la sociedad.

El arquetipo del mal

Esta línea de pensamiento que vuelve el foco en los actos individuales ya la siguió el sociólogo alemán Siegfried Kracauer cuando se preguntó por qué no estudiar los factores de comportamiento de las personas para explicar el nazismo. Hitler es sin duda uno de los personajes que ejercen el mal por el mal, lo que Hannah Arendt calificó como “el mal absoluto”. Su caso plantea un análisis del personaje, pero también requiere un escrutinio de la sociedad. Joan Solé, especializado en totalitarismos, historia y filosofía, plantea la pregunta que todos nos hacemos: “¿Cómo llegó al poder un personaje vulgar como Hitler con el apoyo de una nación culta como Alemania?”.

Solé lo sostiene, en primer lugar, en el fenómeno provocado por Joseph Goebbels, responsable de la campaña publicitaria que aupó a Hitler a führer. Pero también le reconoce algunas virtudes propias al dictador. Las dos primeras van casi de la mano: ver la debilidad de sus oponentes y adaptar su discurso al auditorio, hablando tanto para las clases poderosas como para los trabajadores. La tercera cualidad lo relaciona con el expresidente de EE UU Donald Trump, evidencia Solé: “Despierta las pasiones más bajas de las personas, sabía destapar todo esto y que la gente se atreviera a expresar su parte más violenta y ruin”. No obstante, el experto recuerda que Hitler era “un hombre incompetente, sin ninguna profundidad”, restando el aura de genio del mal al que lleva la espectacularización de sus actos.

Y aun sabiendo todo esto, lo revisitamos una y otra vez en libros o documentales. Como Vlad El Empalador, Manson o Jack El Destripador, nos fascina porque rompe con los límites de la comprensión humana y nos lleva a cavilar sobre nosotros mismos. Señala Solé, con la cautela de no moverse en su especialidad, que más allá de la relevancia histórica, existe una causa en la psicología profunda del ser humano: “La mente se ejercita en situaciones adversas y, no siendo el hombre un ser angelical, se interesa por saber hasta qué punto puede llegar la tendencia del mal en él”.

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