Muere Richard Rogers, autor del museo Pompidou y la T-4 de Barajas
El arquitecto, fallecido a los 88 años, fue el responsable del desarrollo urbano del sur de Londres y ganó el premio Pritzker en 2007
Richard Rogers, que murió a los 88 años el sábado en su casa londinense de Chelsea, empezó a vivir con miedo: ha contado en su autobiografía A Place for All People la frustración que le produjo ser disléxico y lo infeliz que se sintió como estudiante. El autor del Centro Pompidou floreció con el mundo pop de los sesenta. Le ayudó a hacerlo el talante emprendedor de su primera esposa, Su Brumwell, que lideró su primer estudio, y el que luego fundó junto a ...
Richard Rogers, que murió a los 88 años el sábado en su casa londinense de Chelsea, empezó a vivir con miedo: ha contado en su autobiografía A Place for All People la frustración que le produjo ser disléxico y lo infeliz que se sintió como estudiante. El autor del Centro Pompidou floreció con el mundo pop de los sesenta. Le ayudó a hacerlo el talante emprendedor de su primera esposa, Su Brumwell, que lideró su primer estudio, y el que luego fundó junto a Norman y Wendy Foster. También le empujó haber estudiado arquitectura en Yale ―donde conoció a Foster― y, finalmente, resultó definitivo el apoyo de sus padres, que les encargaron a él y a Su ―la única titulada por entonces― el primer proyecto: la casa en Wimbledon donde el doctor Rogers y su mujer vivieron rodeados de modernidad amarilla y ángulos redondeados hasta el final de sus días.
La arquitectura industrial de esa época le reportó a Rogers fama mundial. Corrían los años setenta y, entonces asociado puntualmente a su amigo Renzo Piano ―italiano como él, que había nacido en Florencia y era sobrino del arquitecto de la Torre Velasca Ernesto Nathan Rogers―, decidió presentar al concurso para el Centro Pompidou una locura colorista rodeada de tubos por los que circularía la gente. Lo han contado muchas veces: buscaban escandalizar. Eran jipis y como tales aspiraban a reinventar el mundo con imaginación, osadía y alegría.
Ganaron el concurso. El museo-mediateca-biblioteca-cineteca y plaza pública se convirtió en un revulsivo y devolvió a París ―una ciudad con un único y odiado rascacielos― el trono de la capitalidad de la vanguardia artística.
Tras el Pompidou, Rogers firmó en Londres el que, seguramente, es su proyecto más brillante: la torre del banco Lloyds, capaz de reinventar el rascacielos, de hablar de tú a la catedral de San Pablo y de alterar la faz de la entonces provinciana city londinense.
Para cuando llegó el fin de siglo, Rogers ―colorista, intrépido y social― y Foster ―tecnológico y preciso― se habían convertido en los arquitectos más famosos del mundo. El High Tech era su estilo, pero los tubos habían dejado de verse para desaparecer tras el progreso constructivo de los cables tensionados y los acabados de precisión. Esa arquitectura, mucho más elegante que expresiva, chocó con la personalidad expansiva de Rogers, que, tras firmar la cúpula del Milenio, pasó a concentrarse en el urbanismo del sur del Támesis. Tenía por entonces, impulsado por uno de sus hijos que es periodista, un programa en la BBC en el que defendía la recuperación de la ciudad por parte de los ciudadanos. Lo explicaba con llana elocuencia: había que pasar del pub y el club para el proletariado y las élites, respectivamente, al bar, la terraza y la calle para todos.
Siendo un destacado defensor del espacio público, aterrizó en España y, tras asesorar al Ayuntamiento de Pasqual Maragall para la reconquista de la ciudad, en Barcelona, asociado a Alonso & Balaguer, firmó el hotel Hyatt Regency, coronado por un restaurante circular y rotatorio, y la reconversión de la plaza de toros Las Arenas en centro comercial. Ese trabajo se oponía directamente a las ideas que difundió en la radio y que recogió en su magnífico Ciudades para un pequeño planeta. Así, fue en Madrid donde, asociado al Estudio Lamela, firmó su gran proyecto español: la Terminal de la T4, luminosa, cosmopolita, memorable e incipientemente sostenible, emparejada con las bodegas Protos que levantó ―también con Alonso & Balaguer― en Peñafiel.
Para entonces el despacho de Rogers, en unos astilleros de Hammersmith y junto al restaurante de su segunda mujer, Ruth Rogers, que pasó de cocinar para los empleados a abrir el River Café, hoy con estrella Michelin, ya había empezado a llamarse Rogers Stirk Harbour + Partners. Le acababan de conceder el Premio Pritzker, mucho después que Piano, que estaba en el jurado, o Foster se hicieran con el galardón. Corría el año 2007 y Rogers había comenzado a preparar su jubilación.
Aunque a los estudiantes recién licenciados les pueda parecer increíble, en arquitectura, como en casi todo, es mucho más fácil empezar bien que acabar con altura. Muy contados proyectistas ―Louis Kahn, Enric Miralles o Zaha Hadid― han muerto cuando estaban firmando sus mejores edificios. El estudio de Rogers, que había firmado iconos del siglo XX y el rascacielos más elegante de Londres, se encontró con que los londinenses habían bautizado su torre Leadenhall (atribuida al socio Graham Stirk) como el Rallador de Queso, Cheesegrater, por su forma piramidal. Y aunque firmó uno de los elegantes rascacielos que sustituyeron a las Torres Gemelas de Nueva York, otro de sus proyectos, Number One Hyde Park (2011), el grupo de edificios más caro de Londres, fue vendido íntegramente a no residentes; es decir, como inversión. Justo es decir que tampoco este proyecto defiende el ideario laborista que caracterizó la época más fructífera de Rogers.
Puede que la diferencia entre un arquitecto y una empresa haga que un gran proyectista no pueda rechazar ningún encargo, porque seguro que lo hará mejor que alguien menos preparado. El caso es que una trayectoria que empezó logrando cambiar el mundo ha terminado asociada a la arquitectura más rompedora, la del Lloyd’s y el Pompidou, y también a la más rentable, que también construye las ciudades de nuestro pequeño planeta.
Sonriente, vestido con camisas de cuello Mao en los tonos más estridentes, Rogers llevó energía, osadía y desde luego color a la industrialización de la arquitectura. Tuvo cinco hijos ―Roo, Ben, Zad, Ab y Bo, que adoptó con Ruth cuando los otros eran ya mayores, y que murió a los 27 años―. La primera vez que esta periodista lo entrevistó para Babelia, él invitó a comer a un pub y a cenar con su mujer y con Bo, que entonces era un niño y coleccionaba los aviones que su padre le traía de sus viajes. Rogers sufrió, soñó y logró construir sus sueños. Ha hecho historia. Es difícil que la vida pueda ofrecer mucho más.