Muere Lawrence Weiner, el artista que esculpía en voz alta
El principal legado del neoyorquino, fallecido a los 79 años, es su audacia y obstinación por emancipar al espectador de la obra creada
Lawrence Weiner, uno de los artistas más importantes de la segunda mitad del siglo XX, murió ayer, jueves, a los 79 años por causas que aún se desconocen. A lo largo de su vida, solo él puso en cuestión la virtud por la cual goza de un lugar preeminente entre las corrientes artísticas hoy perfectamente normativizadas, como el posminimalismo y su principal deriva, el arte conceptual. Con Joseph Kosuth, Robert Barry y Douglas Hueber se integró en el grupo presentado en 1968 en Nueva York por el marchante Seth Siegelaub, formando la primera generación oficial de artistas conceptuales. Demostró un...
Lawrence Weiner, uno de los artistas más importantes de la segunda mitad del siglo XX, murió ayer, jueves, a los 79 años por causas que aún se desconocen. A lo largo de su vida, solo él puso en cuestión la virtud por la cual goza de un lugar preeminente entre las corrientes artísticas hoy perfectamente normativizadas, como el posminimalismo y su principal deriva, el arte conceptual. Con Joseph Kosuth, Robert Barry y Douglas Hueber se integró en el grupo presentado en 1968 en Nueva York por el marchante Seth Siegelaub, formando la primera generación oficial de artistas conceptuales. Demostró una gran capacidad de invención y estrategias para socavar los principios más estrictos del arte moderno, basados en la opticalidad, la concreción física y la autonomía estética. Pero Weiner nunca se consideró un artista conceptual. “Ese apodo no tiene ningún sentido para mí”, solía decir. “Imagino que fue creado por alguien que quería que aquellos trabajos se distanciaran del de otros artistas pero, ¿por qué no llamarme escultor? O mejor, un escultor que trabaja con palabras”.
Nacido en Nueva York en 1942, Weiner se crio en el sur del Bronx, donde sus padres tenían una tienda de golosinas. Estudió Filosofía y Literatura, recorrió Norteamérica en autoestop y en San Francisco estrechó lazos con los poetas beat. “Eran personas que se preocupaban por la naturaleza humana, se enfrentaban cara a cara con su alma y contra cualquier situación autoritaria. Eso ahora no existe”, se quejaba, refiriéndose a los acontecimientos de los últimos años en su país. “Cuando le dije a mi madre que quería ser artista, le partí el corazón. Ella siempre creía que el arte era una profesión solo apta para ricos, pero para mí era otra cosa”.
En su juventud se gana la vida en trabajos ocasionales, a bordo de petroleros y en muelles de descarga. Muy pronto encuentra el impulso para cambiar la realidad en las grafías y carteles de la gran ciudad. ”Leo y leo mientras camino, y me encanta. Quizás por eso decidí que mis trabajos debían poder leerse en las paredes de un museo, no como algo fijo sino activo”. De ahí nacen sus Estrategias y Declaraciones, una suerte de mensajes cifrados, eslóganes y sentencias dadaístas, infantiles, que llama “objetos específicos sin forma específica” que escribe en mayúscula (“las mayúsculas anulan cualquier jerarquía entre las letras y cada palabra se presenta tal y como es para formar un conjunto global”), signos (&) y caracteres (corchetes y paréntesis). También poemas: “Hay mucho espacio para bailar en la cabeza de un alfiler”.
De 1969 es su primera y más conocida declaración de intenciones: “1.-El artista puede producir la obra. 2.-La obra puede ser fabricada. 3.-La obra no tiene por qué ser realizada. Siendo cada uno de estos puntos congruente con la decisión del artista, la decisión sobre el estado de la obra reposa en el receptor”. Señala así que son las condiciones en las que se ve la obra (desde un libro a una valla publicitaria), y no el aspecto material, las que determinan su estatuto, al que contribuye tanto el productor (artista) como el propietario/receptor.
Hombre de indomable vitalidad, necesitaba constante y perentoriamente la realidad empírica (las relaciones basadas entre humanos y objetos) que transformaba en realidades paralelas, sus obras, que durante décadas formaron parte de la programación de los museos y citas internacionales más exigentes, como el MoCA, el Whitney o la Documenta de Kassel. Dado su carácter nómada (vivió entre Nueva York y Ámsterdam, donde tenía un barco fondeado llamado Jorna), su obra puede ser considerada como un cuaderno de bitácora donde dibujaba o escribía sus pensamientos sobre lo engañoso de la idea de “horizonte”, de cómo percibimos la realidad siembre cambiante y cómo generar una huida “liberadora”.
Le encantaba viajar a España, donde hizo numerosas intervenciones. Admiraba a Gaudí, Tàpies, y leía recurrentemente los versos de Lorca. En 2013, el Macba mostró una retrospectiva de sus dibujos, Escrito en el viento, y hasta hace poco en el atrio del museo barcelonés se exhibía de forma permanente su obra mural Some Objects of Desire (2004), donada por el mecenas Plácido Arango. Barcelona cuenta con dos esculturas más, Mistral (1996), colocada en la avenida del mismo nombre dedicada al poeta Frédéric Mistral, y Forever & A Day, una escultura-banco situada frente al Mercat de Santa Caterina, producida por la ArtAids Foundation.
Lo que hace más valioso y conmovedor el legado de Lawrence Weiner ―y más ante el implacable golpe de mazo del arte actual― es su audacia y obstinación por emancipar al espectador de la obra de arte, en su juego dialéctico entre la realidad empírica del día a día (la palabra) y la abstracción de la institución/museo.