Una sopa portuguesa es, con certeza, una sopa portuguesa

Un periodista de ‘The Times’ equiparó la cocina inglesa a la lusa y la reacción fue furibunda en Twitter

Menú de un restaurante en Lisboa.Emeroline (Getty Images/iStockphoto)

¿Qué es la paz interior? La que te deja una buena sopa. En las tascas de Lisboa se respira esa paz de barriga caliente. La sentimos en esta modesta taberna que se encuentra frente al Mercado del Campo de Ourique, que es como una maqueta de barrio soñado, civilizado, rico en tiendecillas y tascas. Hasta tiene un cementerio, el de Dos Prazeres, ideal para el sueño eterno. Pero antes de morir, dejémonos la vida en las tascas. Hay algunas turísticas en el centro, pero luego están estas otras, replegadas hacia su vecindad, ofreciendo el menú sempiterno, que parece cocinado por una madre única dedic...

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¿Qué es la paz interior? La que te deja una buena sopa. En las tascas de Lisboa se respira esa paz de barriga caliente. La sentimos en esta modesta taberna que se encuentra frente al Mercado del Campo de Ourique, que es como una maqueta de barrio soñado, civilizado, rico en tiendecillas y tascas. Hasta tiene un cementerio, el de Dos Prazeres, ideal para el sueño eterno. Pero antes de morir, dejémonos la vida en las tascas. Hay algunas turísticas en el centro, pero luego están estas otras, replegadas hacia su vecindad, ofreciendo el menú sempiterno, que parece cocinado por una madre única dedicada a calentar los estómagos portugueses.

Acuden los trabajadores. Acuden abuelas solitarias. Hay abuelos que se quedan tan pichis en la barra para tomarse un café con leche y un pastel salado. En la tele, aparece Rebelo de Sousa, Marcelo, el llamado presidente de los abrazos, por esa afición suya a echarse en brazos del pueblo. Hay una coherencia entre la edad del presidente de la República y los clientes de las tascas, que parecen tomarse la convocatoria de elecciones con la serenidad con la que enfrentaron la revolución de jóvenes, sin aspavientos.

Este verano, un columnista del Expresso, Ricardo Dias Felner, escribió un reportaje sobre uno de los aspectos más sensibles del corazón portugués: el de su cocina. El periodista titulaba: ¿Y si la cocina portuguesa no fuera la campeona del mundo? En la pieza hacía referencia a la reseña demoledora que el crítico culinario de The Times, Giles Coren, escribió en 2015 sobre esta cocina desacomplejadamente maternal. Afirmaba el inglés que la gastronomía portuguesa venía a ser como la inglesa, pero en un país con mejor tiempo. No sabía el incauto experto lo que le esperaba. Jamás fue tan compartido un artículo del Times por un pueblo; jamás un crítico habrá recibido tan furiosos insultos. El tal Coren acabó diciendo: “A juzgar por todos los portugueses que me han llamado cabrón esta semana, pienso que conseguí atraer a un país entero a mi Twitter, pero soy tan malo con la tecnología que no doy con la tecla para silenciar a ese país entero”.

El portugués Dias Felner reconoce que la valoración que los portugueses hacen de su cocina tal vez no se corresponde con su excelencia, pero a usted y a mí nos enternece ese amor sin fisuras que los lusos tienen por lo suyo, ¿a que sí?

Cuando Saramago fantaseaba con una comunidad ibérica yo aún no conocía este país como para poner en duda que a un portugués le guste ser algo más que portugués. Viniendo de España esta unanimidad nacional conmueve. El amor por lo propio se concentra en las tascas, donde uno encuentra un menú calcado de otro, igual de caliente, de caserillo, casi igual de barato. Los clientes parecen también los mismos. En la vitrina de la barra suelen exponerse además los pasteles, de un tamaño descomunal: dulcísimas variaciones de huevo, harina y azúcar, los tres ingredientes nacionales. Tentaciones ineludibles para los ojos de la ancianidad, que puede comer y merendar en la misma tasca, ante la misma tele, y ante el mismo Marcelo.

En las vitrinas de los bares/reposterías/tascas lisboetas los croissants son un espectáculo, “la envidia de los franceses”, grandes y densos como pollos. Compras un croissant y puedes invitar a cuatro españoles, porque un portugués se vale solo para engullirlo. Luego vienen las malas noticias: es el segundo país de Europa con más diabetes, después de Alemania, que siempre quiere quedar por encima. Pero esos inconvenientes no deben ensombrecer una realidad que tal vez los ojos de un crítico de cocina no percibe: el encanto de la comida portuguesa no está en la variedad ni en la sofisticación sino en ofrecer sabores que disparan los recuerdos infantiles. Si lo entendimos con una magdalena, por qué no concederle la misma cualidad a una sopa en la que se mete la cuchara sin saber jamás qué es lo que ésta sacará de esa inmersión: ¿alubias, grelos, zanahoria, berza, chorizo, patata y más patata?

Lo extraordinario es que los jóvenes portugueses, en la onda con la tendencia europea de recuperar lo local, han revitalizado las tascas, que nunca llegaron a desaparecer: ahora, el camarero de camisa blanca y cejas rotundas se ha transformado en un hipster. Pero cuidado, el hipsterismo no ha colonizado el menú. La sopa de la madre es ahora la de la abuela. Y así hasta la extinción de la especie.

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