Philip Hoare se zambulle gozosamente en el arte y en el mar en pos de Durero y las ballenas
El escritor dedica su nuevo libro a explorar, en un arrebato de pasión y erudición, la influencia del artista alemán en la cultura y la percepción de la naturaleza
Solo hay una persona que puede poner una foto suya nadando entre 150 cachalotes en un libro consagrado a Durero. Efectivamente: Philip Hoare. El escritor (y nadador: en el momento de la entrevista, a mediodía en un hotel en Barcelona, lleva ya dos baños en el mar, aquí sin cetáceos), autor de la celebrada Leviatán o la ballena, acomete en su nueva obra, ...
Solo hay una persona que puede poner una foto suya nadando entre 150 cachalotes en un libro consagrado a Durero. Efectivamente: Philip Hoare. El escritor (y nadador: en el momento de la entrevista, a mediodía en un hotel en Barcelona, lleva ya dos baños en el mar, aquí sin cetáceos), autor de la celebrada Leviatán o la ballena, acomete en su nueva obra, Alberto y la ballena. Durero y cómo el arte imagina nuestro mundo (Ático de los Libros, 2021), un paseo asombroso que nos lleva desde el gran artista de Núremberg y su obra hasta David Bowie, “el hombre de las estrellas”, pasando por Goethe, Blake, Melville (¡claro!), Jane Austen, Ruskin, Tennant, Thomas Mann y sus hijos Klaus y Erika, Marianne Moore, Jung, Herman Hesse, Auden, Sebald y muchos otros invitados ilustres, trazando una cadena de influencias y conexiones tan inesperadas como sugerentes. Hasta salen Víctor Frankenstein y el ornitólogo Tim Birkhead, a propósito de los colores asombrosos del ala de carraca de Durero. Auden, buen nadador, por cierto, recuerda Hoare, escribió un poema sobre Melville: “El héroe lunático cazando, como a una joya, / al raro monstruo ambiguo que mutiló su sexo, / odio por odio hasta vaciarse en grito, /sobreviviente imposible arrebatado al delirio”.
Un genial y sugerente chapuzón en la cultura occidental en el que Hoare (Southampton, 63 años), viajando a Viena, Núremberg, París, Madrid, para ver las obras de Durero (los autorretratos, El caballero, la muerte y el diablo, Melancolía, el famoso rinoceronte acorazado, la liebre…), se hace acompañar por guías tan excepcionales como los historiadores del arte Erwin Panofsky, Heinrich Wölfflin y Kenneth Clark. En el trayecto, pleno de arriesgadas brazadas, metafóricas y reales (Hoare nada allá donde va, mares y ríos: “La cultura es una corriente en continuo movimiento”, dice con tono presocrático), encontramos a gente como el barón y médico parisino Guillaume Dupuytren (1777-1835), conocido como la Bestia del Sena, que preparaba a sus refinadas pacientes femeninas para la cirugía susurrándoles al oído comentarios tan obscenos que ellas se desvanecían y quedaban insensibles al dolor (Dupuytren, que trató las hemorroides de Napoleón, acuñó el nombre de una contractura en la que los dedos se fusionan y forman lo que parecen aletas, dolencia que sufría muy pertinentemente, hasta que se operó, ese hombre pez que es el propio Hoare).
También aparecen en las páginas, que uno pasa de sorpresa en sorpresa, San Magnus, el vikingo convertido al cristianismo que nadaba en agua helada para mantenerse célibe con su esposa (no consta qué hacía ella), y la querida Annemarie Schwarzenbach, el “ángel inconsolable”, lesbiana, morfinómana, amiga de los Mann y apasionada viajera que estuvo en Nantucket ―del polvoriento Afganistán a la capital de la ballena― siguiendo a una de sus amantes. Hoare, por supuesto, ha nadado en Nantuckett ―“el sitio en que más frío he pasado en el agua”― y en la isla, recuerda, vivió una historia de fantasmas alojado en la Thomas Macy House.
Más allá de que trata de Durero, y de la fascinación por Durero como un artista avanzado a su tiempo y con una sensibilidad extraordinaria hacia la naturaleza ―cómo no iba a cautivar la liebre (hare) a Hoare―, es difícil seguir a ratos la línea de argumentación del escritor, que, embebido de su propia pluma como un narciso de la literatura, se desvía juguetón, una y otra vez, del cauce central de su discurso por los afluentes que le seducen. “He querido mostrar lo que era la vida de Durero y lo que la gente ha pensado de él desde su época hasta ahora”, intenta acotar Hoare, que siempre tiene un aspecto como si no hubiera acabado de secarse del todo, calza sandalias con calcetines y con su icónica camiseta de rayas ofrece la imagen de un cruce entre Ismael y Wally. “Durero ha sido famoso durante 500 años y lo seguirá siendo otros 500, si estuviera vivo aún nos sorprendería, podrías conversar con él porque es muy moderno; he tratado de explorar su experiencia como artista e investigar lo que influyó en él para hacer lo que hizo y ser el que fue”. Y una de las cosas definitivas que encuentra Hoare en su inmersión en Durero es, precisamente, una ballena. La ballena que el artista no llegó a ver.
Interesado desde niño por los gigantes marinos, cuyos restos desperdigados por Europa en castillos y catedrales componían una misteriosa panoplia indescifrable, tuvo la oportunidad de ver una ballena entera varada en una playa de los Países Bajos, pero cuando llegó, una tormenta se había llevado el cuerpo de vuelta al mar. Según Hoare, Durero enfermó por las miasmas que dejó en el aire el titán putrefacto al que no vio, seguramente una zoonosis, “como nuestra actual covid”. Pero el fracaso en avistar la ballena tuvo paradójicamente el efecto de inspirarle. “Fue un punto de inflexión en su vida”, sostiene el escritor, que rastrea en el libro las imágenes en las que Durero se basó para plasmar la ballena que no pudo ver al natural, aprovechando para resucitar un carrusel de morsas, rinocerontes, unicornios, elefantes, behemots y leviatanes.
Hoare reflexiona que si Durero hubiera llegado a tiempo para dibujar del natural la ballena quizá la suerte del gran cetáceo hubiera cambiado. La humanidad, aventura, hubiera conocido la ballena como el ser que es mucho antes y acaso no la hubiera sometido a la cruel persecución a la que la condenó. “Durero creó con las informaciones que obtuvo la primera imagen de la ballena, que se repitió una y otra vez y conformó nuestro imaginario del animal durante siglos; aunque no la vio, creó los mecanismos para recordar la ballena”. Y así hasta Melville (que por cierto tenía raíces holandesas y conocía la historia de Durero y su ballena) y Moby Dick. Hoare sugiere que si Durero hubiera podido representar la ballena con la precisión cuasi tecnológica de la que era capaz, quizá Moby Dick, donde la ballena blanca sigue teniendo una calidad fantasmagórica, irrepresentable, informe, no habría existido. Un salto arriesgado de los que le encantan, a lo Greg Louganis. De fondo, y valga la palabra, “la huella que dejamos los seres humanos en la naturaleza y el artista como máquina del tiempo”.
En todo caso, Hoare sitúa a Durero en el principio del Antropoceno, cuando el ser humano empieza a afectar a la naturaleza. “Mi interés por Durero es que inició el proceso de la relación científica con la naturaleza”, señala el escritor, mientras el agua mineral derramada sobre la mesa en la que hablamos comienza a empapar las ilustraciones de un ejemplar abierto de su libro. “Durero se veía como hombre de arte y de ciencia, el cisma vino luego, él era capaz de estudiar alquimia y matemáticas, en su obra arte y ciencia confluyen”. Recalca que el artista alemán tenía un “ojo tecnológico” propio de su cultura que “le daba una calidad hiperrealista a sus obras, casi de 3D; su rinoceronte, por ejemplo, ha sido el modelo del animal hasta la llegada de la televisión. La sensación de tiempo entre Durero y nosotros colapsa cuando observas sus animales y organismos. En sus dibujos de dientes de león y hierbas se puede estudiar el cambio climático, de tan exactos que son. Decía que lo más importante era ver la naturaleza. Para él, la liebre es tan importante como el emperador de los Habsburgo. Sentó el precedente de que el artista podía dedicar su tiempo a observar el mundo natural y que le pagaran por ello. Por otro lado, sus autorretratos nos informan de la emergencia de un hombre nuevo: se representaba como una nueva clase de ser humano: el artista capaz de mirar a la naturaleza”.
Hoare, recalcitrante fetichista (como el propio Durero), recuerda conmovido su visita a los museos de Europa y EE UU donde pudo contemplar en directo obras de Durero, incluso algunas que solo se pueden ver en contadas ocasiones. “Cuando me trajeron la caja en la que estaba la liebre podía oírla rascar dentro”, se entusiasma. “Y cuando sostuve el recipiente con el mechón de cabellos del artista, me emocioné y pensé que acaso con eso podríamos regenerarlo, clonarlo”. Quizá mejor Durero que un mamut. “Sí”, ríe Hoare.
El escritor se despide con la promesa de seguir contando maravillas en sus libros, y seguir nadando. Recientemente lo ha hecho, nadar, en Dublín, a la salud de Joyce. Dice que allí todo el mundo nada, aunque el clima no invita. “Son como focas, ya sabes, el mito de las selkies, una vez me encontré a una mujer de más de 80 años nadando como si tal cosa en un mar gélido, siempre hay gente en el agua. Beckett era un gran nadador, y padeció como yo la enfermedad de Dupoytren. El mes próximo vuelvo a Dublín, ahora releo el Ulises, no había visto lo importante que es el agua en la novela…”.