Música, maestro
Uno de los mayores empeños de Luis de Pablo era desactivar esa especie de autocastigo típicamente español que sostiene que nuestro idioma hablado no está hecho para el lenguaje elevado de la música seria
Íbamos unos jóvenes ignorantes, pero curiosos, a unas dependencias ministeriales de la España de Franco, y un señor elocuente y no muy alto hacía a pecho descubierto y sin papeles una presentación de músicas que nunca antes habíamos oído: Pierre Boulez, Stockhausen, John Cage, Mauricio Kagel, y Carles Santos, que viniendo de Castellón hizo al piano una provocación dadaísta que no le pareció oportuna al presentador y a nos...
Íbamos unos jóvenes ignorantes, pero curiosos, a unas dependencias ministeriales de la España de Franco, y un señor elocuente y no muy alto hacía a pecho descubierto y sin papeles una presentación de músicas que nunca antes habíamos oído: Pierre Boulez, Stockhausen, John Cage, Mauricio Kagel, y Carles Santos, que viniendo de Castellón hizo al piano una provocación dadaísta que no le pareció oportuna al presentador y a nosotros, inciertos estudiantes de Letras, de Económicas, de Derecho o de Ciencias, nos resultó fabulosa por lo inexplicable. Pero pasaron los años, casi veinte, los conciertos de Alea en la imprevista sala del Instituto Nacional de Previsión dejaron de hacerse, o yo de ir, y un buen día de los primeros años 80 conocí, la noche del estreno de su primera ópera, Kiu, a Luis de Pablo, aquel hombre enjuto y hablador que estaba al frente de esas tardes de música rabiosamente contemporánea; entretanto yo había sabido que él mismo la practicaba, con muy amplio reconocimiento sobre todo fuera de España, a pesar o precisamente por razón de que uno de los mayores empeños de Luis era desactivar esa especie de autocastigo típicamente español que sostiene que nuestro idioma hablado no está hecho para el lenguaje elevado de la música seria, y la ópera española sería, según tal criterio, poco menos que un imposible metafísico, no dejando al drama vocal otra vida más allá de la zarzuela. En dichas ocasiones, que he podido presenciar de cerca más de una vez en los cuarenta años de amistad y colaboración con Luis, el dulce y bien templado maestro bilbaíno podía saltar como una fiera, dejando sus zarpazos muy bien argumentados en la piel del contendiente.
A todas estas, habiéndome yo aficionado, sin base teórica, a la música llamada clásica en dos de sus polos más extremos, el barroco y el siglo XX tonal y atonal, cometí una noche de 1984 uno de los errores más felices de mi vida, y por eso quizá nunca he olvidado la situación, la cena posterior a un curso de verano de la Universidad de San Sebastián en el que el cine era considerado en sus relaciones con la novela y la música. Luis, pensando en una segunda ópera, estaba leyendo novelas que le sirvieran de posible inspiración o armadura escénica para esa nueva obra de teatro cantado. Yo lamenté entonces en voz alta que al ser tan parva la nómina de las óperas actuales, sobre todo en nuestro país, la noble figura del libretista había prácticamente desaparecido. ¿Dónde estaban los Da Ponte, los Boito, los Hofmannsthal, los Béla Balazs, los Auden o los Forster, la Colette y la Gertrude Stein, los Brecht y los Cocteau españoles?
Luis de Pablo no se arredró, y tampoco debió de encontrar una novela o pieza teatral apropiada. Así que poco tiempo después recibí una llamada, larga de conversación y jugosa, como solían ser las suyas hasta que hace pocos meses dejaron de producirse y de ser largas, aunque nunca aburridas. Lo que el músico no perdió en el declive de su salud que le ha llevado a la muerte es el humor, la sonrisa y una buena cara, aunque uno le suponía sufriente, sobre todo de haber perdido ese don de la palabra fluida y rica que señalaba su conversación y sus diálogos, y le hizo, a partir de un momento dado de su carrera, volcarse en la palabra, como si quisiera extraer de ella, con el instrumental de la orquesta, todo aquello que el maestro tenía aún por decir.
Aparte de una música incidental para un montaje de un texto escénico mío que dirigió María Ruiz en la Sala Olympia, de unos poemas que él convirtió en coral, tres fueron los libretos originales que yo escribí para él a partir de esa llamada telefónica, siendo uno, el último inédito y no puesto en música. Pero la última colaboración, nuestra tercera ópera conjunta, ha supuesto para mí una reconsideración del libro y de su intervención en él que hace ahora más hondo el dolor de su desaparición. Pocos años después de su publicación y del Premio Nacional de Literatura 2007 que el libro obtuvo, Luis me llamó (y hablamos también ese día mucho rato) para proponerme hacer de El abrecartas “mi última ópera”, dijo, “porque la España que describes es la España que yo conocí y quiero poner en música”.
Yo no he podido ver todavía su abrecartas, ya que no sé leer partituras. Los que sí saben y están preparando su representación me hablan de su osadía, de su grotesco humor, de su rotunda mezcla de lo épico con lo lírico. Lo trágico es que el maestro no esté sentado en el Teatro Real cuando suene su música. Pero estará presente.