El año de la guadaña
El libro ‘Madrid, 1983′ ofrece una asombrosa panorámica de una ciudad quebrantada a punto de resucitar
Pudo ser mi particular cita en Samarra. Era viernes y pasé por delante de aquella discoteca céntrica. El lugar me producía cierto cosquilleo: se había inaugurado con un fino espectáculo erótico, importado desde Estocolmo, que excitó al personal. Pero el sitio tenía un puntito pijo y a esas horas uno andaba un tanto desastrado. De hecho, a la mañana siguiente me recostaba en el sillón del barbero mientras los peluqueros y los otros clientes comentaban una calamidad ocurrida “en el teatro Alcázar”. Tardé un rato en entender que hablaban del local que estuve a punto de visitar: ...
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Pudo ser mi particular cita en Samarra. Era viernes y pasé por delante de aquella discoteca céntrica. El lugar me producía cierto cosquilleo: se había inaugurado con un fino espectáculo erótico, importado desde Estocolmo, que excitó al personal. Pero el sitio tenía un puntito pijo y a esas horas uno andaba un tanto desastrado. De hecho, a la mañana siguiente me recostaba en el sillón del barbero mientras los peluqueros y los otros clientes comentaban una calamidad ocurrida “en el teatro Alcázar”. Tardé un rato en entender que hablaban del local que estuve a punto de visitar: Alcalá 20.
En el apabullante Madrid, 1983. Cuando todo se acelera (Libros del K. O.), Arturo Lezcano no solo desmenuza lo que ocurrió aquella noche en los bajos del Alcázar y sus consecuencias. También conversa con un superviviente: el fotógrafo Javier Bauluz. Por su oficio de reportero, Bauluz tiene dotes narrativas y, por lo que explica, recursos suficientes para enfrentarse a cualquier desastre y ayudar a salvar unas cuantas vidas.
La astuta fórmula de Lezcano consiste en enriquecer el huroneo en hemerotecas con testimonios actuales de protagonistas y espectadores. Hasta cuenta con un antiguo etarra (rama político-militar) para analizar las razones del empecinamiento asesino de las sucesivas ediciones del Comando Madrid. El panorama resultante tiende hacia lo apocalíptico: infraviviendas, terrorismo, servicios de emergencia desbordados, una cárcel (Carabanchel) de pesadilla, mafia policial, quinquis, yonquis, atracadores de bancos y joyerías. Y es que Lezcano no olvida esos datos que se suelen escaquear en las crónicas de la Santa Transición, como los más de 600 muertos por violencia política en todo el país, entre 1975 y 1983.
No es un panorama bonito. Lezcano pinta el retrato sombrío de un año marcado por accidentes de aviación aún más cruentos que la catástrofe de Alcalá 20. En su descargo, que conste que evita caer en automatismos tipo condenar la Movida como una estrategia mediática-gubernamental para desmovilizar a la juventud. Un fastidio es que su visión de ese movimiento se escore hacia el punk y el after-punk, con testigos a veces notoriamente exagerados u ombliguistas. Esta sinécdoque se enrarece aún más por el olvido de otros fenómenos musicales coetáneos, como la renovación del modelo de cantautor con Joaquín Sabina, que había popularizado su antihimno Pongamos que hablo de Madrid.
También choca que, en un texto tan identificado con los barrios de periferia, se ignore al entonces potente rock urbano, aparte de una mención al supuesto veto del PSOE a Barón Rojo, a partir de una denuncia estridente de su cantante, el célebre Sherpa, que parece olvidar sus frecuentes apariciones en TVE. Se pierden así matices importantes. No hace falta ser experto en jergas para entender que la famosa frase del alcalde Tierno Galván (“¡Rockeros, el que no esté colocado, que se coloque y al loro!”) estaba destinada precisamente al público del rock duro.
Seguramente, el Viejo Profesor no sabía lo que estaba gritando pero sí quién se lo había redactado: el PSOE detectaba allí un apetitoso caladero de votos, mientras (tengo recuerdos nítidos) sospechaba muy mucho de la tribu de lo que entonces se conocía como nueva ola. Prejuicios que pronto se desvanecerían.