Manuel Vilas: “Don Quijote no huía de la realidad, huía de España”
El escritor reivindica el amor “huracanado” a cualquier edad en su última novela, ‘Los besos’, a la vez que radiografía este año de pandemia y sus “melancólicas” consecuencias
En marzo de 2020, Manuel Vilas (Barbastro, 59 años) se confinó en su piso de Madrid y envió a Salvador, un profesor retirado, a una cabaña en la sierra. Hizo que se obsesionara con El Quijote y con Montserrat, la dependienta de la tienda de comestibles a la que empezó a acudir a diario. Salvador no podía hacer otra cosa allí arriba que comprar café, fruta, verduras frescas, pan, carne, cruasanes. Como Vilas en su piso de Madrid. Eso y lavarse las manos, ver el telediario, y decirse que la historia no había muerto, que ...
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En marzo de 2020, Manuel Vilas (Barbastro, 59 años) se confinó en su piso de Madrid y envió a Salvador, un profesor retirado, a una cabaña en la sierra. Hizo que se obsesionara con El Quijote y con Montserrat, la dependienta de la tienda de comestibles a la que empezó a acudir a diario. Salvador no podía hacer otra cosa allí arriba que comprar café, fruta, verduras frescas, pan, carne, cruasanes. Como Vilas en su piso de Madrid. Eso y lavarse las manos, ver el telediario, y decirse que la historia no había muerto, que no habían muerto los acontecimientos de carácter planetario como se creía. Porque había llegado el virus, ¿y quería eso decir que el dinero iba a perder todo el sentido? “Cada vez entiendo más la novela como una indagación filosófica”, dice Vilas.
“¡Parecen catedráticos de filosofía, los personajes!”, se dice, entre risas. Habla de Los besos (Planeta), su última novela, rodeado de un montón de libretas, ante su mesa de trabajo. Habla, en realidad, de Salvador y Montserrat, la pareja protagonista, que vive “un amor huracanado, brutal, tremendo, como el que se cree que solo puede vivirse a los 23 años, o a los 24, pero que puede vivirse en cualquier momento”. La diferencia, dice Vilas, entre ese amor “de madurez” y el de juventud es que es consciente de su propio fin. “En realidad, es consciente de la oxidación de erotismo. El erotismo va a oxidarse como se oxidan los coches o los zapatos. Salvador lo sabe, sabe que esa pasión acabará desgastándose y no quiere que eso ocurra”, dice Vilas.
Qué demonios es la vida, se preguntan, mientras tanto. Y leen El Quijote. Lo lee Salvador, y gracias a él, inventa una ficción, “una fantasía”, para que esa pasión tarde en oxidarse. Se convierte en una especie de Alonso Quijano no enamorado de Dulcinea, sino de una tal Altisidora, a la que entrega ofrendas, productos que sustrae a otros tenderos. Montserrat se deja llevar a ese otro mundo, “ese país de dos únicos ciudadanos” que construyen, “porque eso es el amor, el amor de pareja, un país de dos únicos ciudadanos”, dice Vilas. Al hacerlo, se aleja de la pandemia. “Los enamorados no ven el telediario”, sentencia en un momento dado el narrador. Un narrador, por cierto, “poco fiable”, porque “tiene fugas de memoria”, y todo ocurre, en realidad, en su cabeza.
El éxito mundial de Ordesa, y su salto a Planeta con Alegría, secuela y a la vez novela de duelo por aquella, la novela que había resucitado a sus padres, “pesa”, admite el escritor. “Como hijo de la clase media baja lo último que quieres es decepcionar a alguien. Pienso en mi padre, es lo último que haría”, dice. Ha pasado el verano en Cabo de Gata. Un día colgó una foto en Instagram que le censuraron por no llevar camiseta. ¿Se ha vuelto el mundo un campo de minas? “Sí, un poco”, dice. ¿Y condiciona eso su manera de escribir? “No, en absoluto. Yo no puedo escribir de otra manera. Es imposible”. No le afectan las críticas, ni siquiera cuando las firman respetados críticos. “Como dice el narrador de la novela, Don Quijote no huía de la realidad, huía de España”, sentencia.
“Hay intelectuales españoles que aún distinguen entre la cultura popular y la alta cultura. Para mí, un disco de los Rolling Stones y La fenomenología del espíritu de Hegel son la misma cosa. Para ellos, no. Por eso creen que lo que hacemos son poses extravagantes. Pero era esa igualación entre la alta cultura y la cultura popular lo que por fin se hizo efectivo con la generación Nocilla. Parece que hay quien se resiste. Los que hemos hecho esa mezcla, de Rolling con Hegel, lo tenemos mal, porque nuestro argumentario no se entiende”, expone. Lo que, por otro lado, tiene su lógica, añade, porque “en España llegamos tarde a la modernidad desde el siglo XVIII”. Lo que peor lleva es lo del sentido del humor. “Si eres un país de segunda y pierdes el humor, no te queda nada”, dice.
El virus ha derribado la solidez de la civilización que teníamos y nos ha devuelto al fango bíblico
Además de amplificar el erotismo, porque “vivir es un acto erótico”, dice, la novela fotografía el pasado más reciente, y trata de explicarse la pandemia. Aquello que ha podido o pretendido llevarse. “El virus ha derribado la solidez de la civilización que teníamos y nos ha devuelto al fango bíblico. A nivel psicológico, colectivamente, la principal consecuencia es que no vamos a poder volver a fiarnos mucho de la civilización. La retirada de Estados Unidos de Afganistán tiene mucho de melancolía pospandemia. Aceptamos existencias más etéreas. Se han cansado de ser la policía del mundo. Han dicho: ‘Ya tenemos bastante con lo nuestro’. La Unión Europea también es melancólica. Hay en ella nacionalidades cansadas y escépticas. Por eso también se van”, asegura.
“La pandemia fue un disolvente. Disolvió la realidad. He de confesar que me afectó muchísimo la pérdida de libertades. Y eso que era un pacto por la salud. No quiero pensar lo que debieron ser los totalitarismos. Cuando el Estado se metía en la vida de la gente porque sí. Kafka ya hablaba de ello en 1920. Decía: ‘No existe la vida del individuo, existe la colectividad. Durante tres meses y a bajo voltaje, eso fue lo que sentimos. Que no existíamos como individuos”, dice. Y luego está el asunto del capitalismo, objeto siempre de estudio en su obra como elemento cómico. Algo que, durante la pandemia, se volvió aún más evidente. “No servía de nada tener un Ferrari, era más importante tener una mascarilla, ¿cómo es eso de absurdo?”, se pregunta.
Considera un fracaso “del capitalismo nacional” que no haya habido dinero para pagar a Messi. “Cada español podría haber soltado 10 euros y Messi se hubiera quedado. Pero no lo hemos hecho. La pobreza es colectiva. Hay algo melancólico ahí también, y cómico”, insiste. Siguiendo con la idea de la forma en que el virus lo ha cambiado todo, Vilas se pregunta cuánto van a durar los países. Se lo pregunta el narrador también. “Creo que no más de 300 o 400 años. En el futuro habrá una organización de la humanidad al completo. La naturaleza se muere de risa ante la fantasía de las nacionalidades. ¿Acaso distingue el virus entre un español o un alemán?”, dice. Imagina incluso una República española, consecuencia del virus. Imagina a Felipe VI esperando al autobús. “Si desaparecen los privilegios, puede desaparecer todo”, añade.