Lamentable panorama del cine de autor
En el retorno al castigo y el aburrimiento que depara la sala oscura, me encuentro con ‘The French Dispatch’, dirigida por ese payasete sin gracia, sofisticado y vanguardista llamado Wes Anderson
Llevo en Cannes una semana inolvidable porque esta desprende el tufo de las pesadillas. La organización es un arrogante desastre. Los asistentes que solo están vacunados con una dosis deben de ir a escupir interminablemente en un centro cada 36 horas. Y los que tenemos la vacunación completa, pero no disponemos de esos móviles en los que al parecer está contenido el universo, enseñamos el certificado en papel (material definitivamente maldito, que ya solo sirve para que el resto de la humanidad te mire como si fueras el...
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Llevo en Cannes una semana inolvidable porque esta desprende el tufo de las pesadillas. La organización es un arrogante desastre. Los asistentes que solo están vacunados con una dosis deben de ir a escupir interminablemente en un centro cada 36 horas. Y los que tenemos la vacunación completa, pero no disponemos de esos móviles en los que al parecer está contenido el universo, enseñamos el certificado en papel (material definitivamente maldito, que ya solo sirve para que el resto de la humanidad te mire como si fueras el hombre de Cromagnon) de que ya estás a salvo de la peste. A pesar del mosqueo de los todopoderosos porteros, me dejan pasar a la sala. Pero el cuarto día deciden que eso ya no me sirve, que tengo que mostrarles el certificado europeo de vacunación. Porque les sale de los genitales. Mi teléfono también decide bruscamente que ya no me da servicio y el teléfono en la habitación de mi lujoso hotel se pone de huelga. Me lo cambian un par de veces, pero continúa sin permitirme comunicarme con nadie. La situación es desesperante, porque es a través de ese aparato como transmito las crónicas a las sufridas y admirables secretarias.
Sé darle a los deditos en un ordenador, pero estos han desaparecido de la sala de prensa. Mi ángel de la guarda logra enviarme desde España y que me lo impriman en papel el certificado europeo de vacunación. Los porteros siguen mirándolo con gesto raro aunque vuelven a dejarme entrar. Los dos días en los que no puedo ver películas ni hablar por teléfono con nadie (al final almas generosas me consiguen uno que es desechable, como los que utiliza la mafia en Los Soprano y los traficantes de droga en The Wire), me dedico a algo tan divertido como mirar el techo de la pared y a ratos a sentarme en una sillita pública para ver el mar desde La Croissette. Y milagrosamente me doy cuenta de que esta actividad no es tan mala. A cambio, me estoy librando de la penosa obligación de ver las incomprensibles e insoportables películas que está exhibiendo la Sección Oficial del Festival.
En el retorno al castigo y el aburrimiento que depara la sala oscura, me encuentro con The French Dispatch, dirigida por ese payasete sin gracia, sofisticado y vanguardista llamado Wes Anderson. Y me quedo pasmado al constatar que este se ha superado a sí mismo en niveles de disparate, gratuidad y bobería. Tengo curiosidad malsana por enterarme de los comentarios sobre esta película del ejército de modernillos que dicen adorar la obra de este fulano. Pero lo tienen crudo para explicarse, porque contárselo a sus improbables lectores requiere más esfuerzo que describir la física cuántica. Wes Anderson se supone que pretende narrar las esperpénticas aventuras de un director de periódico y otras historias entremezcladas o paralelas en la Francia de los años cincuenta. Todo resulta absurdo, inane y lerdo. Ni siquiera te distrae la aparición de múltiples y reputados intérpretes del cine estadounidense y francés. Imagino que lo hacen por amistad o por admiración hacia Anderson, o creyéndose que la posteridad les espera por haber aportado algo al que consideran enloquecido y divertidísimo universo de un creador singular. Como si este fuera Woody Allen. Lo único que me altera ligeramente es observar a Léa Seydoux, interpretando como su madre la trajo al mundo a una carcelera que posa para que la pinte un preso muy loco. Pero no compensa de casi dos horas de tedio infinito.
¿Y qué contar de La fiebre de Petrov, del director ruso Kirill Serebrennikov? Pues que la diarrea mental del autor debe de ser poderosa. Aseguraba el director de Cannes, Thierry Frémaux, que íbamos a ver películas en posesión de fiebre. Desconozco las virtudes de ese estado, aunque queda muy lírico y artístico asociar la fiebre con algo creativo. En esta el febril protagonista anda dando vueltas en un autobús y en una ciudad donde el Ejército fusila a grupos de gente sin que sepamos los motivos. A pesar de su estado físico y mental, se emborracha con desconocidos que va encontrando. Revive sus recuerdos de la infancia y los confronta con su vida actual. No entiendo nada y lo que veo es tan sanguinolento como absurdo.
Pobres salas comerciales, si después de la pandemia van a intentar recuperar al público ofreciéndole el lamentable surtido de películas con vocación de autoría que está exhibiendo el Festival de Cannes. Netflix y otras plataformas digitales deben de estar frotándose las manos.