Festivales de verano

Barrie Kosky reinventa a Falstaff

El director de escena australiano insufla nueva vida al famoso personaje de Shakespeare en la última ópera de Giuseppe Verdi en el Festival d’Aix-en-Provence

El cocinero Falstaff (Christopher Purves) con sus dos secuaces, Pistola (Antonio di Matteo y Bardolfo (Rodolphe Briand).Monika Rittershaus

Tras las risas ocasionales y la creciente sensación de propuesta fallida que se vivió en la inauguración del Festival d’Aix-en-Provence con Le nozze di Figaro, el público siguió la representación de Falstaff la noche del jueves con una sonrisa casi constante: no existe quizá mejor constatación de que una comedia funciona. El director de escena australiano Barrie Kosky ha mostrado siempre una especial ...

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Tras las risas ocasionales y la creciente sensación de propuesta fallida que se vivió en la inauguración del Festival d’Aix-en-Provence con Le nozze di Figaro, el público siguió la representación de Falstaff la noche del jueves con una sonrisa casi constante: no existe quizá mejor constatación de que una comedia funciona. El director de escena australiano Barrie Kosky ha mostrado siempre una especial afinidad por las tramas jocosas y a menudo ha sido capaz de descubrir vetas de humor allí donde aparentemente no las había. Abundan, por supuesto, en el libreto que Arrigo Boito –su auténtico hijo putativo– escribió para un Verdi anciano, ya al cabo de la calle de todo, que se embarcó en su última ópera, con la que volvía a la comedia después de medio siglo, casi como un pasatiempo de vejez, sin pensar realmente en cantantes ni en teatros concretos, un divertimento privado sin las presiones constantes que había padecido durante buena parte de su carrera, una huida de las convenciones que habían amenazado siempre con atenazar su inventiva: ¿puede extrañar a alguien que la ópera se cierre con una fuga? Pero Falstaff es también un homenaje a sus antepasados (Mozart, Rossini), contemporáneos (Wagner) e incluso a sí mismo, un epílogo cómico a una vida cargada de tragedias.

Desde las imágenes que nos han llegado de Victor Maurel (el barítono marsellés que encarnó el papel protagonista en el estreno de la ópera de Verdi en 1893) hasta la encarnación de Simon Russell Beale en la serie televisiva The Hollow Crown, y con parada obligada, por supuesto, en la majestuosa creación que hizo Orson Welles en Campanadas a medianoche, Sir John Falstaff se ha asociado visualmente a un hombre mayor, de pelo cano, barba abundante, desastrado, un tanto decrépito, borrachín, torpe de movimientos y precedido de una prominente barriga de resultas de sus excesos: “Il Pancione” lo llama cariñosamente Verdi en sus cartas. Cuando se levantó el telón en el Teatro del Arzobispado, aún con las últimas luces del crepúsculo, se vio en escena, sin embargo, a un hombre mucho más joven, sin barba, pelo oscuro, ágil, vivaz, que está cocinándose su comida rodeado de manjares y especias como puede hacerlo únicamente un sibarita o un buen gourmet. Una imagen, por tanto, en las antípodas de la marcada a fuego en nuestro imaginario del personaje.

Encuentro entre pelucas: Falstaff (Christopher Purves) y Ford/Fontana (Stéphane Degout) en su encuentro del segundo acto.Monika Rittershaus

Tampoco el barítono inglés Christopher Purves es el tipo de cantante que esperaríamos encontrar nunca protagonizando Falstaff. Pero no se trata de una elección casual: es un gran actor, se mueve con soltura en escena y rompe justamente, como parece ser el deseo de Kosky, con los arquetipos tradicionales. El australiano traslada todo el frenesí de la primera escena (que arranca de sopetón, sin obertura ni preparación instrumental) con la vivacidad que requiere la escritura tersa y milimétrica del sabio y viejo Verdi. El ataque en Do mayor de la orquesta coincide de hecho con el golpe seco de Purves para chafar un ajo y estas conexiones entre foso y escena, entre la música y la actividad culinaria de Falstaff, no dejan de sucederse. Una de las mejores es la que se produce después de que sus adeptos Bardolfo y Pistola salmodien vociferando un amén, tras lo cual Falstaff les reprende diciéndoles: “Cessi l’antifona. La urlate in contrattempo”. Y sus posteriores golpes de cuchillo sobre la tabla de cortar suenan sincopados respecto a los acordes de la cuerda en fortissimo. Kosky es tanto un hombre de teatro como un músico y sus montajes se benefician siempre de esta duplicidad.

Su propuesta escénica se desarrolla sobre un espacio único, una suerte de comedor de una modesta casa de comidas (trasunto lejano de la Posada de la Jarretera) que permite una gran libertad de movimientos para los distintos personajes y cuyos clientes del segundo acto (solitarios, bebedores, mudos, grises, tristes) parecen sacados de una película de Aki Kaurismäki. A partir de ahí, todo es teatro, gran teatro, y con contados elementos de atrezo (mesas, sillas, los sacos con la colada en el segundo acto) y trajes negros y luz atenuada en la última escena del bosque de Windsor, todo cuanto vemos tiene sentido y encaja con suavidad con el original, a pesar de que los sucesivos cambios de escena no tengan su correspondiente correlato visual. Kosky los marca a telón bajado, al igual que la transición del primer al segundo acto, con dos voces en off (primero femenina, luego masculina y, mediado el segundo acto, con ambas alternándose o superponiéndose) que recitan por megafonía las recetas de primer plato (cangrejos a la bordelesa), segundo (pularda del caballero) y postre (peras). Pero lo hacen como si el proceso de preparación fuera una secuencia marcadamente erótica, sensual, excitante, en la que el “Bon appétit!” final se llena de ambigüedad y condensa, por supuesto, los dos grandes placeres que Kosky identifica en Falstaff, con quien probablemente se identifica no poco: la cocina y el sexo.

Detalle a detalle, el director australiano va dando forma a este nuevo Falstaff: cuando, en el famoso monólogo del primer acto, afirma que el honor no puede devolvernos un pelo perdido, Purves se quita la peluca y es solo entonces cuando descubrimos que es, en realidad, calvo. Al darse la vuelta, vemos que, debajo del delantal con que cocina, aparte de una camiseta de tirantes, lleva tan solo un minúsculo tanga. Luego llegarán otras pelucas y ropas estrafalarias, como cuando viste, literalmente de la cabeza a los pies (zapatos incluidos), traje, camisa y chaleco con el mismo estampado de las paredes y el suelo, como si quisiera fundirse con su entorno (o pasar inadvertido si la situación lo requiriese). Comparados con él –excéntrico, imprevisible, fantasioso, quijotesco–, todos los demás personajes parecen más convencionales o, como cuando Ford se hace pasar por el señor Fontana con un impecable traje y zapatos blancos y disimulando, como Falstaff, su calvicie con una peluca, meras caricaturas de sí mismos. Kosky no cae en la trampa de forzar la comicidad y las cuatro mujeres (Alice, Meg, Quickly y Nannetta) mantienen un perfil escénico más bajo, concentrando su comicidad en sus respectivas partes vocales, risotadas conjuntas incluidas. A Ford le concede más recorrido (el mismo que le confieren Boito y Verdi), mientras que Bardolfo, Pistola y el Dr. Cajus aparecen también retratados con nitidez: el primero como un pillo experimentado y al cabo de la calle de todo, el segundo como la quintaesencia del granuja italiano joven, rudo y simplón, y el tercero como el viejo estirado e iluso, condenado a convertirse en el hazmerreír final en la última escena. Durante la fuga, Kosky hace encender las luces del patio del Teatro del Arzobispado: “Tutti gabbati!”, todos burlados, en el escenario, pero también fuera de él.

Las cuatro mujeres de la trama: Meg (Antoinette Dennefeld), Alice (Carmen Giannattasio), Nannetta (Giulia Semenzato) y Quickly (Daniela Barcellona).Monika Rittershaus

Falstaff es siempre, por la propia naturaleza de la ópera, un ejercicio teatral eminentemente coral. Kosky mueve sobre su sencillo y desnudo tablero todas las piezas con enorme sabiduría escénica, más interesado en dibujar a su nuevo Falstaff mediante la acumulación de pequeños detalles teatrales que en golpes de efecto puntuales (como había sucedido en gran medida el día anterior en Las bodas de Fígaro). Christopher Purves no intenta hacerse pasar por lo que no es y da vida a su personaje con sus medios vocales, los mismos que lució hace poco como capitán Balstrode en el sensacional Peter Grimes del Teatro Real o los que le hicieron triunfar aquí, en Aix-en-Provence, en 2012 como El Protector en Written on Skin, de George Benjamin. Su Falstaff no adolece de un solo exceso, de una sola incongruencia, y es, asimismo, la suma de sucesivas y sutiles pinceladas psicológicas. Muy bien cantado, con muy cuidada dicción italiana, muchos echarán de menos a cantantes de voz más rotunda, o graves más poderosos, o mayor presencia física, pero nada de eso cuadra con la concepción de Kosky. Al final, el británico fue muy aplaudido, con toda justicia, en el Palacio del Arzobispado al filo de la medianoche.

Stéphane Degout, triunfador en Aix en 2016 como un Pelléas de referencia en la producción de Pelléas et Mélisande de Katie Mitchell, saca a la luz su vis cómica en una espléndida composición de Ford, especialmente meritoria cuando se muda en el señor Fontana. Con plenas facultades vocales, con un italiano igualmente modélico, se convierte en el segundo gran protagonista de la representación y concentra todas las miradas en sus movimientos escénicos. Entre las mujeres, destaca la Nannetta dulce y lírica de Giulia Semenzato, todo un descubrimiento. Carmen Giannattasio no es quizá la voz ideal para Alice, ni es tampoco la mejor de las actrices, pero no desentona, sobre todo cuando deja salir su voz sin miramientos, junto a la Meg contenida pero precisa de Antoinne Dennefeld y, sobre todo, a la experimentadísima Daniela Barcellona como Mrs Quickly, que cantó este mismo papel en el Teatro Real en 2019. Aquí ha mostrado que su voz sigue sin ser la que fue, sobre todo en los graves, pero que sí conserva intacto su dominio de la expresión corporal y, sobre todo, facial: con muy pocos gestos consigue arrancar fácilmente las risas del público y granjearse su simpatía.

"Todo en el mundo es burla": un salto de Falstaff al final de la fuga que cierra la ópera.Monika Rittershaus

El reparto se completa con el Fenton suave y soñador de Juan Francisco Gatell (el Don Ferrando del inolvidable Così fan tutte de Michael Haneke), que estuvo magnífico en sus escenas con Nannetta y en su soneto del tercer acto. Gregory Bonfatti (Cajus), Rodolphe Briand (Bardolfo) y Antonio di Matteo (Pistola) conforman el excelente trío de secundarios masculinos. Al frente de la orquesta, el mismo director que en el recién citado Falstaff madrileño de 2019, el joven y entusiasta Daniele Rustioni. Ahora ha causado una impresión parecida: es un placer verlo dirigir tan relajado y con tan grande dominio de la partitura, derrochando sonrisas, dibujando las melodías con su mano derecha, siguiendo con sus labios todas las intervenciones vocales. Al frente de una orquesta peor que la Sinfónica de Madrid, la de la Ópera de Lyon (de la que es director titular), consigue resultados irreprochables estilística y musicalmente, aunque, como en el Teatro Real, se echa de menos que apenas explore los extremos y se mantenga instalado casi en todo momento en un confortable terreno intermedio, lejos de posibles percances.

El Festival d’Aix-en-Provence nos ha mostrado, por tanto, dos maneras muy diferentes de abordar una ópera cómica: la enrevesada y recargada de Lotte de Beer, y la despojada y sustancial de Barrie Kosky, que abre, además, una nueva vía e interesantísima vía de acercamiento a Falstaff. La primera fue recibida con cortesía, la segunda con bravos continuados. Pero, a partir del viernes, se acaban las risas y empiezan los dramas: en este orden, Tristan und Isolde de Wagner, el Combattimento di Tancredi e Clorinda de Monteverdi y el estreno mundial de Innocence, de Kaija Saariaho. Toda la historia de la ópera comprimida en tres entregas.

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