Llegó Silicon Valley y mandó parar

Bruno Galindo cuenta en un libro descarnado los años de vacas gordas del negocio musical y la actual evolución. A peor

Mick Jagger (izquierda) y Ron Wood, en el concierto de The Rolling Stones en Barcelona en junio de 1990.CARLOS MONTANES

Pocas veces te encuentras con bocados tan suculentos: el libro Toma de tierra (Libros del K.O.), de Bruno Galindo, ofrece una visión transversal de los últimos 30 años y pico del negocio de la música. Hacia 1987, Bruno ingresa en la industria discográfica y asciende hasta que decide convertirse en periodista musical; luego, se recicla en artista, como dj e intérprete de spoken word. Entenderán la nitidez con q...

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Pocas veces te encuentras con bocados tan suculentos: el libro Toma de tierra (Libros del K.O.), de Bruno Galindo, ofrece una visión transversal de los últimos 30 años y pico del negocio de la música. Hacia 1987, Bruno ingresa en la industria discográfica y asciende hasta que decide convertirse en periodista musical; luego, se recicla en artista, como dj e intérprete de spoken word. Entenderán la nitidez con que explica algunos de los secretos de tan diferentes oficios.

La riqueza de la experiencia de Bruno parte de que en WEA (ahora, Warner Music) comienza como soldado raso, llevando discos de promoción a radios y a prensa, antes de ascender a la más delicada tarea de acompañar a los artistas a las televisiones. Termina despedido, pero una semana después salta a jefe de producto internacional en EMI, alojada entonces en el mítico edificio de Hispavox en la calle Torrelaguna (si no saben qué cosa fue el Sonido Torrelaguna, vuelvan en septiembre). Allí debe dominar la logística burocrática e industrial de poner en circulación nuevos lanzamientos, pero está la compensación de fraternizar con los artistas foráneos. Y aunque Bruno se define como “serio y cerebral”, domina el arte de empatizar con los visitantes y hay leves sugerencias de que, ocasionalmente, aquello deriva en, vaya, momentos de intimidad. La fiesta perpetua de promocioneros y artistas no para: aporta una lista de 23 locales canallas en el Madrid posmovida (y faltan unos cuantos).

Cree haber alcanzado una cumbre cuando se le encarga llevar el repertorio internacional en la compañía puntera, CBS, luego parte de Sony. Dispone de acceso libre al olimpo del rock. Un suponer: las bambalinas de los cuatro conciertos de los Rolling Stones en la España de 1990. Allí ve funcionar la caja registradora que se aloja en el cerebro de Mick Jagger. En cada parada, los machacas del grupo cuentan a la prensa local los datos técnicos del montaje. Dado que los periodistas acuden ansiosos, sugiere Jagger, convendría tentarlos con los mil y un objetos del merchandising oficial. Nada de regalitos: que paguen.

Galindo no tarda en descubrir que el cargo le come todo su tiempo. Implica además exportar el producto español, lo que se puede traducir en un mes de gira hispanoamericana con Azúcar Moreno (pudo ser peor, imaginen escoltar a Remedios Amaya). Pero le encanta tratar con las estrellas mundiales del momento: el protocolo requiere que acompañe a la prensa española cuando se montan entrevistas importantes en Londres, París o Nueva York. En una de esas, atrapado en un diálogo de besugos entre Joaquín Luqui y George Michael, empieza a rumiar que —con su don de gentes— sería mucho más agradecido ejercer de periodista musical.

Propulsado por la proverbial flor en el trasero, aterriza en los días radiantes del periodismo musiquero. Es factible que un medio decida pagar a dos personas (plumilla, fotero) para que vayan a captar algo tan peligroso como “el ambiente” de Jamaica, donde el reggae cede terreno ante el dancehall. En caso de grandes figuras, categoría en la que brevemente se contabiliza al venerable John Lee Hooker, la multinacional de turno está dispuesta a asumir un vuelo de 10.000 kilómetros, y no precisamente en aerolínea low cost. Las estancias en el punto de destino son largas, si se busca concretar una audiencia con Prince o se pretende conocer el Malí profundo de Ali Farka Touré. Y no siempre se encuentran cosas lindas: en la cárcel del pueblo de Touré descubre a una chica que —rodeada de bronquistas que cumplen penas leves— espera ser ejecutada por un “crime passionel”.

Toma de tierra está concebida como una macedonia de frutas, donde en cada capítulo se mezclan diferentes épocas, anécdotas y reflexiones, argumentos y aventuras prolongadas. Se desvelan, como de pasada, algunos (¡pocos!) de los chanchullos habituales en disqueras y emisoras. El autor reclama tal libertad por mor de ir quemando etapas, pero se reserva —extraño pudor— el nombre del ejecutivo obsesionado por controlar el gasto de papel higiénico en sus oficinas, justo cuando la industria despierta a los años de máxima prosperidad. Tampoco desvela la identidad del director de revista que se carga un laborioso reportaje sobre Palestina al comprobar que, en contra de lo anunciado, las hermanas Llanos (Dover) no participaron en la embajada musical española a la tierra del conflicto y no pueden ir en portada. Misteriosamente, no se resuelve el enigma de la cancelación del libro de Galindo sobre las andanzas de Manu Chao, que ya estaba incluso maquetado. ¿Y si resulta que el clandestino es tan controlador de su imagen como Prince? Hmmm.

Falta el último tramo de la trayectoria musical de Galindo, cuando renace como mago del spoken word. Le acogen festivales vanguardistas de presupuesto generoso, gira por el mundo y se viene arriba: aliado con el barcelonés Carlos Ann, con quien coincide en el homenaje a Leopoldo María Panero que encabeza Enrique Bunbury, manda una propuesta a Julio Iglesias para producirle al estilo Rick Rubin. Iglesias responde amablemente que está muy liado como para encarar nuevos proyectos; no llega a enterarse de que el plan consiste en hacerle grabar composiciones de notorios consumidores de drogas y bautizar el resultado con el rotundo título de Farlopa.

Portada de 'Toma de tierra', de Bruno Galindo.Libros del K.O.

Un chiste que sugiere que Galindo también puede caer en el pozo de la hipsterización que tanto deplora en otras páginas. Y eso que, desde el comienzo del libro, se muestra especialmente lúcido en leer la realidad. Advierte que, según avanza el siglo XXI, todo el tinglado se va yendo al carajo. Hasta pone fecha al momento en que el Gobierno de la nación regala la cultura a las telecos: 8 de julio de 2006. Poco a poco, la música desaparece tras las coreografías, los festivales repiten esencialmente el mismo cartel, las radios son programadas por empresas externas, el dinero del streaming fluye directamente a los cofres de las multinacionales, los guerrilleros underground ya no pueden vivir de su arte. Y cuando siente que ha tocado fondo, cae la maldición de la pandemia.

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