Brines, hasta el amanecer

Era meticuloso como con la poesía. Esas noches que lo veían regresar a casa con el paso lento de los elegantes podían terminar luego en poemas

El poeta Francisco Brines, en su casa de Oliva (Valencia), en 2006.Jesús Ciscar

En aquel tiempo de leyenda, oscura la ciudad como la decadencia del régimen, la noche empezaba en la ciudad cuando Francisco Brines salía de casa. Su domicilio, ante un cuartel descuidado, era vecino de poetas, Caballero Bonald, Fernando Delgado, Fernando Quiñones. Por allí transitaba también Luis Feria, o venía Carlos Bousoño a buscar conversación y risa. Era época de conveni...

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En aquel tiempo de leyenda, oscura la ciudad como la decadencia del régimen, la noche empezaba en la ciudad cuando Francisco Brines salía de casa. Su domicilio, ante un cuartel descuidado, era vecino de poetas, Caballero Bonald, Fernando Delgado, Fernando Quiñones. Por allí transitaba también Luis Feria, o venía Carlos Bousoño a buscar conversación y risa. Era época de convenios felices, de ausencia de pedantería. Aquellos no eran poetas tristes, y cuidado que era triste el tiempo.

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En aquel entonces ese que rodeaba a Brines era un vecindario pacífico porque por aquellos tiempos los poetas no se envidiaban, y ese era el caso de aquel ramillete por otra parte divertido de personas. Brines era el más misterioso, y el más risueño, como si tuviera en casa y en sus ojos una risa contenida por la buena educación.

Allí, en la casa, el hombre de Oliva disponía del reposo del día, la larga espera hasta que el atardecer juntara su ocupación de poeta con el rigor feliz de esperar que la noche le abriera la ventana a las otras pasiones. Salía de allí, de aquella casa, vestido como si a esas horas fuera a un concierto de compromiso, elegante, pulcro de afeitado y de vestimenta, lanzado al compromiso de convivir como si inaugurara cada noche y esa también fuera otra vez la primera noche de su vida. En invierno iba a la calle como si fueran a caer chuzos de punta o una nevada de enjambre.

A algunos de nosotros, cuando él se juntaba con quienes le estuvieran esperando, generalmente en el Drugstore de Velázquez, nos gustaba acariciar ese cashemir delicado del que él tardaba en despojarse, pues se quedaba de pie como si dudara entre sentarse o seguir camino hacia donde pocos sabían que era la diversidad secreta de sus distintos destinos.

No es que él ocultara sus pasos, sino que la discreción era en él como una facultad del alma, y todos supieran que a esas horas en que salía a la calle el resto del viaje iba a ser una aventura que duraría hasta el amanecer y no más allá. Su relación con el sol era pura, terminante: debía llegar a casa cuando el cielo estuviera aún encapotado, de modo que su sombra no cayera sobre el suelo como la hojarasca ruidosa de un reloj.

Era, pues, meticuloso como con la poesía. Esas noches que lo veían regresar a casa con el paso lento de los elegantes podían terminar luego en poemas que más tarde se leerían como los más felices de su historia. Hace unos días alguien me pidió que abriera un libro suyo, y el azar me llevó a la página 352 de su poesía completa (Tusquets, Ensayo de una despedida). Ahí estaba, elegante, feliz, tangible, nocturno, el resplandor de una de esas noches (“Abramos la ventana,/ entren calor y noche/ y el ruido del mundo/ sea sólo el ruido/ del placer”). El poema se titula Canción de los cuerpos, y en él se puede ver a Brines feliz como un muchacho que espera que la noche dure tanto como ese latido que buscó al salir de casa.

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