La flota rusa que se quedó sin honra y sin barcos
Una biografía del almirante Rozhestvenski, un cómic, una revista y una novela recuerdan la decisiva batalla naval de Tsushima en la que los japoneses echaron a pique la armada zarista en 1905
Llevo unos días intensísimos en la guerra ruso-japonesa de 1904-1905 y su culminación en la batalla naval de Tsushima (27 y 28 de mayo de 1905). La verdad, es una contienda que nunca me había interesado lo más mínimo (pues mira que hay guerras) y únicamente me explico que haya ido a parar a ella por el deseo de escapar de esta extraña época, cuanto más lejos en el espacio y el tiempo, mejor. También es verdad que las circunstancias me lo han puesto fácil. No sólo he rememorado, repasando mis diarios de viaje ...
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Llevo unos días intensísimos en la guerra ruso-japonesa de 1904-1905 y su culminación en la batalla naval de Tsushima (27 y 28 de mayo de 1905). La verdad, es una contienda que nunca me había interesado lo más mínimo (pues mira que hay guerras) y únicamente me explico que haya ido a parar a ella por el deseo de escapar de esta extraña época, cuanto más lejos en el espacio y el tiempo, mejor. También es verdad que las circunstancias me lo han puesto fácil. No sólo he rememorado, repasando mis diarios de viaje —mucho más sobrios que los de Pierre Loti—, que una vez, en 2010, buscando un bar en Harajuku, en el distrito de Shibuya en Tokio, fui a parar al santuario sintoísta a la memoria del almirante Heihachiro Togo (ojo, no confundir con Tojo, el criminal primer ministro de la Segunda Guerra Mundial), el vencedor de Tsushima, sino que se han juntado como hacen a veces los astros varias lecturas relacionadas con la batalla.
La visita en 2010 a la Togo jinja, la capilla consagrada al kami, el espíritu, del almirante, saludado a menudo como “el Nelson japonés”, fue muy emocionante. Recuerdo un puentecillo sobre un canal con carpas y un jardín, y el edificio del cenotafio propiamente dicho, con un aire más japonés que Mishima; y que compré en un puesto al efecto varias cosillas relacionadas con el marino, como un pin con la famosa bandera Z que mandó izar Togo al inicio de la batalla de Tsushima en su barco insignia Mikasa (nada que ver con E. T. ni con Ikea) y que significaba para los japoneses el famoso mensaje, tan nelsoniano, de “el destino del imperio está en el resultado de este combate, que cada hombre cumpla con su deber”, y no me pregunten cómo todo eso cabe en una sola bandera naval, que yo soy de secano.
Decía que me han coincidido varias lecturas sobre el particular: el estupendo cómic de la serie de grandes batallas navales dedicado a Tsushima (Norma, 2019), de Jean-Yves Delitte y Giuseppe Baiguera; la novela Las nubes sobre la colina, de Ryotaro Shiba (Tres Hermanas, 2019), que subraya los parecidos entre el desastre de la flota rusa, condenada al sacrificio, y la del almirante Cervera en Cuba, y cómo los japoneses estudiaron a fondo el episodio español; el número 18 de la revista Desperta Ferro sobre la guerra ruso-japonesa, y sobre todo The Fleet That Had to Die, de Richard Hough (Hamish Hamilton, 1958), un libro sensacional centrado en la vida del vicealmirante Zinovi Petrovitch Rozhestvenski, el perdedor de Tsushima, el Cervera ruso, que pillé en la última feria del libro de ocasión de Barcelona.
Rozhestvenski es uno de esos personajes que nos encanta, un engreído majadero que como un zarista Custer del mar llevó a su destrucción a la flota del Báltico, 24 navíos de guerra anticuados y mal equipados acompañados por diferentes buques auxiliares hasta un total de 42 unidades y 12.000 marinos (la mayoría campesinos sin experiencia en el mar y una alta proporción ardientes revolucionarios). Hough, aunque lo describe como “un frustrado e irascible aristócrata que ponía el deber a su país y a su emperador por encima de todo”, muestra cierta simpatía hacia el personaje al que, es verdad, las cosas no le podían ir demasiado bien teniendo los superiores que tenía, empezando por el propio zar Nicolás II, y dado el ambiente de corrupción, decadencia e incompetencia que imperaba en la flota rusa, por no decir en la Rusia toda.
El autor, Dick Hough, merece un artículo por sí mismo, célebre y prolífico escritor con muchas obras sobre historia naval, quiso ser él mismo marino, pero hubo de renunciar tras sufrir un espantoso mareo en su primera travesía que le tuvo tres días inconsciente. En cambio, así es la vida, tuvo éxito en la RAF, la fuerza aérea: en la II Guerra Mundial pilotó Hurricanes y Typhoons (esto le debió gustar especialmente por sus connotaciones conradianas) y derribó dos bombarderos alemanes antes de ser malherido en una pierna y quedar relativamente cojo. Hough escribió biografías de Lord Fisher, Bligh, Cook o Mounbatten, probablemente influenciado no solo por su irredento amor al mar, sino por su suegro, el cirujano naval Henry Woodyatt, que sirvió en el HMS Vengeance, uno de los barcos pre-dreadnought de la marina británica que, precisamente, siguieron, para vigilarla de cerca, a la flota del Báltico en su largo periplo hacia el Mar de Japón y su destrucción en el estrecho de Tsushima, junto a la isla del mismo nombre (gran lugar para observar aves). Sin duda el suegro le explicó muchas cosas de primera mano a Hough para su libro, que se lo dedicó al pariente.
“Esta es la historia de una desgraciada flota y del almirante que la comandó en uno de los más heroicos viajes en la historia del mar hacia una de las guerras más inútiles jamás libradas”, escribe Hough, que subraya que los barcos rusos, “nunca debieron hacerse a la mar”. Un oficial sintetizó que de los integrantes de la flota “a la mitad había que enseñárselo todo porque no sabían nada, y a la otra mitad también porque lo habían olvidado todo, y si recordaban algo estaba obsoleto”.
En The Fleet That Had to Die seguimos la carrera de Rozhestvenski desde que entró en la Marina a los 17 años. Gran especialista en artillería, su gran momento fue cuando lo nombraron comandante de la flota de la Santa Rusia destinada a pararles los pies a los paganos japoneses, esos “enanos amarillos” que habían osado atacar la base rusa de Port Arthur en la península china de Liaodong, donde por fin Rusia había encontrado una salida a las aguas cálidas, su sueño geopolítico. Enarbolando su bandera en el acorazado Kniaz Suvorov, que llevaba una capilla con un cáliz regalo de la zaina y cuyos cañones fueron asperjado con agua bendita como los del resto de los barcos, el almirante partió de San Petersburgo en un viaje demencial de 35.000 kilómetros que era una pesadilla logística: la flota consumía tres mil toneladas de carbón diarias que había que ir suministrándole mediante cargueros.
La escuadra empezó ya con mal pie cuando al pasar por el Mar del Norte cañoneó de noche en un arrebato de histeria colectiva una flota pesquera británica creyendo que eran torpederos japoneses. El llamado Dogger Bank Incident (21 al 22 de octubre de 1904) levantó una oleada de indignación antirrusa en Gran Bretaña y estuvo a punto de desatar una guerra. La flota ancló en Vigo antes de proseguir su ruta hacia el sur, que la llevaría a circunnavegar África, pues no se les autorizó a acortar por el canal de Suez. En Gabón hubo otro incidente diplomático al aceptar los oficiales rusos la invitación del rey y sentarse durante una recepción en lo que creyeron que era una simple caja de madera y que resultó ser el ataúd del anterior monarca. Tras una larga pausa en Madagascar, durante la que varios buques estuvieron cerca del motín, Potemkin style, y se encontró a bordo de uno de ellos un cocodrilo, la flota zarpó hacia el mar de China. No se volvió a saber de ella hasta que reapareció, magnificient but foul, en el estrecho de Malaca, realmente un prodigio de navegación —8.000 kilómetros sin tocar puerto— que hay que poner en el haber de Rozhestvenski.
Almirante con melancolía aguda
Los japoneses tragaron saliva. Venían los rusos y sus barcos estarían obsoletos, pero sin duda eran muchos y grandes, y además se habían reforzado al unirse con elementos de la flota del Pacífico. Japón no las tenía todas consigo. Salía de la restauración Meiji y estaba entregado a un musculado proceso de industrialización y occidentalización, había vencido a China en la primera guerra chino-japonesa y reclamaba un puesto entre las naciones coloniales, pero desafiar a Rusia quizá era demasiado. Afortunadamente, su flota, más pequeña pero muy motivada y preparada, y mandada por el muy eficaz y corajudo Togo, encontró a la enemiga en los estrechos de Tsushima, en la puerta de casa, cuando Rozhestvenski sufría un estado de melancolía aguda sorprendente en un almirante ruso a punto de entrar en batalla. Otro gallo les hubiera cantado seguramente de mandar la armada el capitán Ramius.
Mientras los rusos izaban la bandera de San Andrés, cantaban Larga vida al zar, cada marinero recibía un trago de vodka y los oficiales observaban con aprensión la parálisis primero de su comandante y después sus órdenes contradictorias, los japoneses actuaban con decisión y habilidad. Togo realizó un doble movimiento de su flota tan bellamente ejecutado que hubiera despertado vítores en el Victory: el Nelson touch, efectivamente. Pese a recibir certero fuego ruso, la flota japonesa logró maniobrar hasta adquirir una ventaja definitiva y cañonear a placer al enemigo, cuyos barcos fueron hundidos uno tras otro. Rozhestvenski, herido en la cabeza, perdió definitivamente el control. La segunda fase del enfrentamiento, con la línea rusa rota, significó el fin de cualquier orden en la flota zarista, atomizada en combates individuales. A toda estas, Togo seguía maniobrando como en una regata. Sus destructores torpedearon a placer al moribundo Suvorov, del que el almirante ruso había sido trasladado in extremis a otro buque. “Quizá pueda decirse”, escribe con tono épico Hough, “que el Mar del Japón vio en las 24 horas a partir de mediodía del 27 de mayo de 1905 más agonía humana y sufrimiento, valor y cobardía, más nobles actos de autosacrificio y desnuda autopreservación, que cualquier océano haya conocido desde que el hombre empezó a llevar sus peleas a ese elemento”.
Smirnoff iza bandera blanca
La señal de que la cosa se había acabado la dio el acorazado Nicolas I izando, por consejo del capitán Smirnoff (sic), bandera blanca. Rozhestvenski fue capturado (como el almirante Cervera) a bordo del destructor Bedovyi, su honor y su carrera destruidos junto con su flota de la que solo regresaron a casa un crucero (el famoso Aurora, que luego daría el cañonazo de inicio del asalto al Palacio de Invierno en 1917 y que se puede visitar en el puerto de San Petersburgo, con o sin gorra de recuerdo) y dos destructores. El zar, probablemente consciente de que lo peor estaba por venir, se mostró extrañamente comprensivo y envió sus condolencias al almirante. “Ha sido la voluntad de Dios no daros la victoria, pero Rusia está orgullosa de vuestro coraje. Pueda Dios consolarnos a todos”. Rozhestvenski fue devuelto a su país. “No éramos suficiente fuertes y Dios no nos concedió suerte”, sintetizó. Se le trató con amabilidad y se le permitió retirarse con una generosa pensión. En cambio, varios de sus oficiales fueron juzgados y condenados a largas penas de prisión. Lo siguiente que se supo del almirante, en julio de 1908, es que había muerto; pero fue una noticia errónea y él mismo salió a desmentirla, indignado. Falleció, de verdad, seis meses después.
La coda de la historia es que el triunfo en Tsushima y en la guerra ruso-japonesa en 1905, el primero de un ejército asiático moderno sobre un ejército europeo, abrió un período de autoconfianza en el Japón que a largo plazo condujo en 1941 a Pearl Harbour, pero también a Midway… Hay que recordar que tanto en el ataque a la base estadounidense como en la gran derrota naval nipona el buque insignia japonés, el portaviones Akagi, enarbolaba la bandera Z, en recuerdo de Togo y de su victoria.