Daft Punk, los pijos que salvaron el honor de Francia
La separación del dúo nos recuerda la extraordinaria saga del ‘french touch’
Sospecho que la ruptura de Daft Punk llega tarde. Un buen guionista lo hubiera adelantado a enero de 2014, tras cosechar cinco premios Grammy en el Staples Center de Los Ángeles. Punto álgido de aquella ceremonia fue la interpretación de su Get Lucky, con los hombres robotizados cediendo el protagonismo a Nile Rodgers, Pharrell Williams y Stevie Wonder, ante el forzado entusi...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Sospecho que la ruptura de Daft Punk llega tarde. Un buen guionista lo hubiera adelantado a enero de 2014, tras cosechar cinco premios Grammy en el Staples Center de Los Ángeles. Punto álgido de aquella ceremonia fue la interpretación de su Get Lucky, con los hombres robotizados cediendo el protagonismo a Nile Rodgers, Pharrell Williams y Stevie Wonder, ante el forzado entusiasmo de Paul McCartney, Yoko Ono, Steven Tyler y otros extras de lujo. Pero en la sala había al menos dos versiones de Daft Punk: los fundadores del grupo, Thomas Bangalter y Guy-Manuel de Homem-Christo, y una pareja de impostores, miembros de su equipo. ¿Quiénes subieron al escenario? Ah…
Imaginen una burla cósmica a la Recording Academy, aquella vieja dama indignada que despojó de su Grammy a Milli Vanilli. La perfecta venganza a décadas de menosprecio al pop francés (y al de los demás países no anglófonos). Pero, en el caso francés, dolía tanto amor no correspondido. Desde los sesenta, los principales artistas galos acudían a grabar a Londres (y luego a Nashville o Nueva York). Los nativos no se dejaban impresionar: en Inglaterra, por ejemplo, se consideraba al pop francés lo peor de lo peor; no faltaban bromas groseras con los frogs (ranas), insulto xenófobo derivado de una especialidad gastronómica.
El éxito de Daft Punk rompía los esquemas simplones de la sociología pop. Como sus compinches de Air o Phoenix, venían de Versalles y Neuilly, zonas privilegiadas del cinturón parisiense. Tuvieron padres tolerantes: tras asumir sus poco fructíferas temporadas en grupos de rock, les compraron estudios caseros y el aparataje necesario para elaborar música electrónica.
Qué gran inversión. Daft Punk se integraron en un nebuloso colectivo de unas docenas de músicos y pinchadiscos que se relacionaban entre sí y que aprovecharon las particularidades de la dance music: la necesidad de lanzar nuevas tendencias sentida por revistas londinenses como Mixmag, la facilidad para crear demanda distribuyendo ediciones limitadas en tiendas clave, la ansiedad de las industrias de la moda y la publicidad por no perderse ninguna ola.
Sin menospreciar la accesibilidad de la oferta. Se supone que el French Touch destilaba las esencias del house estadounidense, pero su definición era lo bastante flexible para incluir los pastiches lounge de Dimitri From Paris y los acercamientos al jazz de St. Germain. En general, facturaban llenapistas soleados, producciones refinadas con ganchos pegadizos. Con un punto lúdico e incluso sexy, como remachaban portadas y vídeos.
Su padrino, Laurent Garnier, torcía el morro. Ejerció de Ortega y Gasset (“no es esto, no es esto”) mientras sus discípulos se distanciaban de su rocoso techno, saqueando 20, 30 años de funk y disco music. Reducían discos clásicos al absurdo, al construir temas como Call On Me o So Much Love To Give a partir de (fragmentos de) estribillos ajenos. En su descargo, debe constar que Daft Punk rechazó editarlos bajo su nombre. No es que tuvieran complejos éticos, eh: se han contabilizado 288 sampleos en una discografía que, esencialmente, incluye cuatro álbumes. Chicos espabilados, saben.