El rock suave que se hacía con drogas duras

El libro ‘Hotel California’ atrapa el esplendor de la escena de Laurel Canyon en los setenta, con estrellas como Joni Mitchell, Neil Young o James Taylor

Desde la izquierda, en primer plano, Stephen Stills, Graham Nash, David Crosby y Neil Young, en un ensayo, en 1970.Henry Diltz Photography & Morrison Hotel Gallery (EL PAÍS)

Al hacer la crónica del rock de los setenta, se suele enfatizar la dominancia del progresivo y el glam. Solemos olvidar que coexistieron con una música que fue universalmente más popular y que se prolongó en el éxito, superando con comodidad la enmienda a la totalidad que supuso el punk. Hablamos del rock suave de California, con su doble vertiente de los cantautores y el country-rock, tendencias unidas por lazos sociales (todos se acostaban con todos), geográficos (el mito de Laurel Canyon) y empresariales (Asylum Records y todo el entramado del directivo David Geffen).

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Al hacer la crónica del rock de los setenta, se suele enfatizar la dominancia del progresivo y el glam. Solemos olvidar que coexistieron con una música que fue universalmente más popular y que se prolongó en el éxito, superando con comodidad la enmienda a la totalidad que supuso el punk. Hablamos del rock suave de California, con su doble vertiente de los cantautores y el country-rock, tendencias unidas por lazos sociales (todos se acostaban con todos), geográficos (el mito de Laurel Canyon) y empresariales (Asylum Records y todo el entramado del directivo David Geffen).

Resumir ese movimiento es el propósito de Hotel California (Contra). Su autor, el londinense Barney Hoskyns, tiene callo en retratar historias colectivas, pero aquí se multiplican los personajes hasta que su objetivo parece inabarcable. Hoskyns se centra en los hermosos y los malditos. Prescinde de veteranos como John Mayall o Captain Beefheart. Tampoco hay música negra, aunque se podría argüir que Sly Stone o Rick James eran más rockeros (para lo bueno y para lo peor) que muchos de los aquí estudiados.

Y aún con esas autolimitaciones, hay abundancia de historias formidables. La deriva del folk hacia el rock, encarnada en The Byrds y Buffalo Springfield, de donde brota el supergrupo Crosby Stills & Nash. El surgimiento de los cantautores introspectivos como Joni Mitchell, Jackson Browne o James Taylor. En términos ideológicos, se pasa del jipismo militante al aislamiento elitista, donde se observa el mundo a través de los cristales tintados de las limusinas. Por las cunetas circulan cascarrabias como Randy Newman, Frank Zappa, o Ry Cooder. De todo ese fermento salen fenómenos avasalladores como The Eagles o Fleetwood Mac, grupos caracterizados por su variedad de voces y compositores, sin olvidar su ostentoso hedonismo.

Joni Mitchell en directo en el Club Troubadour, en 1972. .HENRY DILTZ PHOTOGRAPHY & MORRISON HOTEL GALLERY (EL PAÍS)

Un ecosistema favorecido por discográficas tolerantes, que acogen a figuras disfuncionales, como Gram Parsons o Gene Clark, que rebota de sello en sello. Piensen en Warner-Reprise y su celebrada manga ancha con los artistas: se da cobijo a creadores que venden poco, ya que proporcionan prestigio, sirven como anzuelos para futuros fichajes y, vaya, en algún momento pueden dar la campanada. Siguiendo ese modelo, aparece Asylum Records, en exclusiva para la crema del soft rock angelino, aunque también firma a un outsider como Tom Waits.

Es una comunidad donde todos se conocen: colaboran en los discos de los demás, acuden al mismo club (el Troubadour) y saltan de cama en cama. Aquí se manifiesta un embarazoso machismo: Rolling Stone destaca el donjuanismo de Joni Mitchell, aunque la revista calla la igualmente activa vida amorosa de Linda Ronstadt, tal vez por su relación con el gobernador de California, Jerry Brown, entonces estrella en ascenso del Partido Demócrata. Huelga decir que esos señalamientos de promiscuidad no se aplican a sus equivalentes masculinos, tipo David Crosby o John David Souther.

Por medio, las drogas. En 1968, la cocaína todavía tiene mala prensa: un bisnes de coca —vendida a Phil Spector— financia el viaje fatal de los protagonistas de la película Easy rider, como un aviso de que están flirteando con el lado oscuro. Ya en los setenta, es tan ubicua que se usa como propina en restaurantes y locales de moda. Con acceso a material de primera calidad, sin problemas económicos, causa estragos en las fosas nasales de los cantantes. Cuando se empieza a consumir como crack, cambia la dinámica de socialización. El guitarrista Waddy Wachtel descubre a Crosby con una montaña de coca y le pide nada, una rayita: “No sé, tío, es que no tengo bastante”. No hay épica en su supervivencia: estos millonarios tienen redes de seguridad, legales y sanitarias, que evitan la catástrofe. Sí mueren artistas de —con perdón— segunda división, como Danny Whitten o Judee Sill, habituales de la heroína.

Política

Es una tropa que se lo está pasando tan bien que apenas participa en batallas políticas de la contracultura, solo reflejadas en canciones ocasionales de Graham Nash (Chicago) o Neil Young (Ohio). El único en mantener un compromiso a lo largo de los años ha sido Jackson Browne, activista contra la energía nuclear o las guerras sucias de Ronald Reagan en Centroamérica. Hoskyns plantea esta saga como un drama de inocencia corrompida, aunque uno se pregunta si no es esa la trama subyacente en demasiadas historias de éxito. Para muchos de los testigos entrevistados en Hotel California, el Mefistófeles es el directivo David Geffen, que aplasta todo lo que se interponga en su carrera por convertirse en rey de Hollywood. Realmente, invitan a la piscina al tiburón y luego se quejan de que lance dentelladas. Geffen es eficaz cuando se trata de conseguir dinero de discográficas o promotores, pero deberían intuir que no tiene ninguna pasión por la música. Lo evidencia en 1972: convertido en factótum de Elektra Records, echa a todos los históricos de la compañía que, aunque rentables, no consiguen discos de oro, sin el menor escrúpulo de conciencia. Lo ratifica 11 años después: el antiguo defensor de los derechos de los artistas demanda a Neil Young por grabar discos “poco representativos desde el punto de vista musical”.

El músico Jackson Browne, en 1974. Henry Diltz Photography & Morrison Hotel GalleryHENRY DILTZ PHOTOGRAPHY & MORRISON HOTEL GALLERY (EL PAÍS)

Curioso que Neil Young sea de los pocos héroes de Hotel California que salen indemnes de la narración. Sí, hay testimonios de su crueldad, pero le salva su curiosidad, su cabezonería, su predisposición a jugarse toda su popularidad a una carta, su rabia.

Discos clave de una epopeya californiana

Crosby, Stills & Nash, de Crosby, Stills & Nash (Atlantic, 1969).

Blue, de Joni Mitchell (Reprise, 1971).

Jackson Browne, de Jackson Browne (Asylum, 1972).

Heart Like a Wheel, de Linda Ronstadt (Capitol, 1974).

Harvest, de Neil Young (Reprise, 1972).

One of These Nights, de The Eagles (Elektra/Asylum, 1975).

Small Change, de Tom Waits (Asylum, 1976).

Rumours, de Fleetwood Mac (Warner Bros, 1977).

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