Se venden canciones al mejor postor
La venta de los catálogos editoriales de Bob Dylan o Neil Young obedece tanto a razones personales como al cambio de paradigmas en el negocio musical
Cada pocos días, llega la noticia de que una estrella del rock o del pop ha vendido su cancionero. Neil Young, por ejemplo, acaba de enajenar el 50 % de sus 1.180 composiciones al Hipgnosis Songs Fund, una empresa británica —cotiza en la Bolsa de Londres— especializada en gestionar los derechos de grandes catálogos musicales. Para conseguir su firma, aseguran que se han desembolsado 150 millones de dólares (unos 124 millones de euros).
No es una venta cualquiera. Primero, Young ha estado a ...
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Cada pocos días, llega la noticia de que una estrella del rock o del pop ha vendido su cancionero. Neil Young, por ejemplo, acaba de enajenar el 50 % de sus 1.180 composiciones al Hipgnosis Songs Fund, una empresa británica —cotiza en la Bolsa de Londres— especializada en gestionar los derechos de grandes catálogos musicales. Para conseguir su firma, aseguran que se han desembolsado 150 millones de dólares (unos 124 millones de euros).
No es una venta cualquiera. Primero, Young ha estado a la vanguardia de la reivindicación de la santidad de las canciones, atacando directamente a colegas como Eric Clapton, Michael Jackson o Whitney Houston por ceder su arte al mercado publicitario; para Hipgnosis, pactar con Neil supone una valiosa legitimación. Segundo, si es verídica esa cifra, debemos plantearnos dudas sobre los 300 millones de dólares (unos 249 millones de euros) que, según se difundió, Universal Music Publishing pagó a Bob Dylan por el 100% de su repertorio. Puede que fuera una cantidad muy superior; se sabe que Hipgnosis llegó a tentar a Dylan con 400 millones. Ocurre que, hablando crudamente, la obra de Dylan genera mucho más dinero que la de su amigo canadiense.
Conviene enfatizar que estos contratos millonarios se refieren exclusivamente a los derechos editoriales de las canciones, nada que ver con las grabaciones de sus autores, que pueden ser propiedad de los mismos artistas o —lo más frecuente— de las discográficas. De hecho, estas operaciones obedecen en parte al durísimo descenso de las ventas físicas o digitales. Que no se compensan con los ingresos por Spotify y demás plataformas de streaming, donde se sospecha que las disqueras recurren a acuerdos opacos para quedarse con la parte del león.
Teóricamente, el negocio editorial es más transparente. Su explotación depende de convenios sólidos con grandes empresas. Requiere mucho menos personal que una multinacional discográfica: sus principales decisiones giran alrededor de conceder licencias para que determinados temas se usen en televisión, anuncios, películas o videojuegos. También se necesita tener las orejas bien abiertas para detectar plagios, sampleos ilegales o —una obsesión para Tom Waits— imitaciones descaradas.
Lo que estamos viendo no es realmente nuevo. En 2006, Primary Wave Music Publishing adquirió el 50 % del repertorio de Kurt Cobain a su viuda, Courtney Love, que necesitaba liquidez. Desde entonces, Primary Wave, fundada por el disquero Larry Mestel, se ha hecho con todo o parte del cancionero controlado por Alice Cooper, Def Leppard, Stevie Nicks, Devo, Ray Charles, Hall & Oates, Robbie Robertson o el productor Bob Ezrin. Incluso, Primary Wave ha pagado una cantidad respetable por la opción para conseguir en el futuro el tesoro musical del compositor Burt Bacharach.
Y es que Primary Wave ahora debe competir, aparte de las editoriales ya establecidas, con un tiburón aún mayor, el Hipgnosis Songs Fund, establecido en 2018 por Merck Mercuriadis, un canadiense con experiencia en adquisición de discográficas históricas y en el management de artistas tan variados como Elton John, Guns N’ Roses o Morrissey. Mercuriadis razonó que los principales chollos, en una industria musical debilitada, estaban en la propiedad intelectual de las canciones, una vaca inagotable que —según él— se ordeñaba de forma rutinaria.
Tirando de chequera, Hipgnosis se ha apoderado de las creaciones de Dave Stewart (Eurythmics), Chrissie Hynde (Pretenders), Lindsey Buckingham (Fleetwood Mac), Nikki Sixx (Mötley Crüe), Richie Sambora (Bon Jovi) y otras figuras que necesitan monetizar sus éxitos para mantener su nivel de vida. La crisis del coronavirus ha clausurado el negocio del directo, aumentando la fiebre por hacer caja entre veteranos que ya no están seguros de volver a girar en 2021. Hipgnosis ha entrado además en la mina de oro del pop latino, fichando a Enrique Iglesias y Shakira.
En términos financieros, los inversores han descubierto que los derechos de autor son un valor firme, mientras se mantengan las actuales pautas de consumo. Se han revalorizado todos los catálogos editoriales, que ahora se cotizan en guarismos que multiplican sus beneficios anuales entre 10 y 18 veces. Para los especuladores que no disponen de millones, la plataforma Royalty Exchange organiza subastas de los futuros ingresos de editoriales modestas, canciones sueltas o álbumes no necesariamente legendarios: las regalías potenciales de Fallen, el debut del grupo Evanescence, alcanzaron allí los 705.500 dólares (unos 585.500 euros), a pesar de que el disco lleva ya 17 años dando rendimiento.
No se suele mencionar pero sobre estas transacciones también planea la nueva fiscalidad estadounidense, anunciada en campaña por el hoy presidente electo, Joe Biden. En concepto de plusvalías, los autores de canciones ahora pagan un 20%, una concesión inicialmente pensada para los compositores de música country de Nashville, tipos muy patrióticos pero que —se quejaban— sacan poco beneficio de su arte narrativo. Si no hay más sobresaltos en Washington, con Biden ese tipo impositivo subirá al 39.6 %.
Tampoco podemos olvidar que artistas como Dylan (79 años) o Young (75) piensan en su mortalidad. Sus descendientes tienen ciertamente asegurada la subsistencia pero se trata de evitar los litigios judiciales como los que estos días, cuarenta años después de la muerte de Jimi Hendrix, todavía envenenan la relación entre sus herederos.
Michael Jackson vivía gracias a los catálogos ajenos
La más celebrada adquisición de un catálogo editorial fue la compra de ATV, que incluía el repertorio de los Beatles, por Michael Jackson. Un golpe maestro que dejó frustrados a otros aspirantes a hacerse con ese tesoro, como Richard Branson o Paul McCartney. Posteriormente, Jackson se asoció con la editorial de su discográfica en Sony/ATV Music Publishing, multiplicando su inversión.
Los ingresos de Sony/ATV permitieron que Michael Jackson mantuviera la solvencia en el siglo XXI. Cuando dejó de ir de gira, Michael no redujo sus gastos; sus complicaciones judiciales le obligaron a desembolsar millones. Entró en números rojos y debió hipotecar su famoso rancho, Neverland, y pedir préstamos a Sony. Ya en modo paranoico, se convenció de que la compañía quería arruinarle para quedarse con su mitad de Sony/ATV. Intentaba evitarlo con el espectáculo 'This is it', cuando le llegó la muerte.