Miguelito: una salsa fugaz y triste
Un documental persigue las huellas del precoz intérprete boricua, que publicó un único disco a los 11 años y desapareció entre un reguero de incógnitas
El limpiabotas del aeropuerto resultó ser un niño prodigio de la salsa. Pertrechado con una caja de cepillos y betunes, Miguel Ángel Sánchez interceptaba cada mañana a los ejecutivos que salían de San Juan (Puerto Rico) por viajes de negocios. Captaba la atención de la clientela gracias a su aspecto de querubín y una voz cristalina que recorría con familiaridad los temas adultos del cancionero boricua. La casualidad quiso que Harvey Averne presenciara uno de aquellos recitales a capela. El fundador de Coco Records, que produjo la primera grabación latina merecedora de un premio Grammy, quedó p...
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El limpiabotas del aeropuerto resultó ser un niño prodigio de la salsa. Pertrechado con una caja de cepillos y betunes, Miguel Ángel Sánchez interceptaba cada mañana a los ejecutivos que salían de San Juan (Puerto Rico) por viajes de negocios. Captaba la atención de la clientela gracias a su aspecto de querubín y una voz cristalina que recorría con familiaridad los temas adultos del cancionero boricua. La casualidad quiso que Harvey Averne presenciara uno de aquellos recitales a capela. El fundador de Coco Records, que produjo la primera grabación latina merecedora de un premio Grammy, quedó prendado del chico de 11 años y perdió su vuelo a cambio de tomarle los datos de contacto. Aquella Navidad de 1972 comenzó a escribirse la fábula de Miguelito.
Acompañado de algunos de los músicos de salsa más notables del momento, el chico grabó un elepé de 10 cortes que sonaron en la frecuencia modulada de todo Puerto Rico. En solo un año el chaval pasó de pedir limosna y dormir bajo un techo levantado con jirones de hojalata, en la barriada Manuel A. Pérez, a pisar la tarima del Madison Square Garden de Nueva York frente a 20.000 butacas. Sus influyentes valedores también lo colaron en el cartel del Miami Beach Convention, junto a colosos del género como Eddie Palmieri. Pero la imagen de un niño salsero con el cabello rubio y los ojos turquesa no terminó de cuajar fuera de su estado natal. A finales de 1973 el precoz intérprete subió por última vez al escenario y desapareció después entre un reguero de incógnitas.
El documental del australiano Sam Zubrycki, Miguelito: Canto a Borinquen, que la plataforma Filmin estrena en España el viernes 11, persigue las huellas de la fugaz estrella caribeña. La familia al completo, su madre y nueve hermanos, que también se habían mudado al Bronx latino de Nueva York a la espera del éxito, volvieron a Puerto Rico con él. “Un día fui a visitarlos al apartamento y ya no estaban. Nunca más supe de ellos”, recuerda hoy Averne. La repentina salida de Miguelito de la escena musical alimentó toda clase de rumorología. Se dijo que falleció en un accidente de tráfico poco después de su debut grabado. También que se apartó voluntariamente de la fama y seguía vivo, ejerciendo la medicina. Todo falso. Pero de la especulación nació un mito que aún recuerdan los soneros isleños.
“Empecé la película sin saber qué había sido de él, se oían versiones contradictorias por todos lados. Me pasé cinco años indagando”, explica Zubrycki desde Sidney. Todo comenzó cuando el director escuchó por primera vez las estrofas de Miguelito en una abigarrada tienda de discos de Cali, Colombia. Allí tenía previsto iniciar una investigación sobre la historia de esa variante del son cubano que, trufada con ritmos africanos y jazz, se llamó salsa a comienzos de los sesenta. Pero el rumbo de sus indagaciones viró al abrir con mimo el disco del niño cantor. En el interior de la carpeta roída se reproducía una entrevista escrita que el artista concedió en 1973 a El Mundo, un diario puertorriqueño:
— ¿Qué es para ti lo peor del mundo? — preguntaba el periodista.
— La heroína. Destruye a la gente y el que la usa se convierte en drogadicto y anda por ahí con cara de bobo y robando.
“Resultó que aquella voz infantil escondía una historia dura”, indica el director australiano. La respuesta del joven se lee como el inquietante presagio de una vida truncada. Un lustro después de repasar esas líneas por primera vez, Zubrycki encontró en San Juan a la familia de Miguelito. Averiguó que el cantante había fallecido por sobredosis de caballo a los 41 años. Su madre y hermanas, a quien el primogénito sostuvo a falta de un padre, explicaron que el niño volvió de Nueva York con 12 años y cambiado. “De chiquito lo ilusionaron mucho, pero él no vio un chavo de todo aquello. Sintió que le tomaron el pelo”, relata en la cinta Gladys González, una de las hermanas. “Se volvió callado, estaba ausente. Nunca pudo salir del vicio”, prosigue.
Según Averne, el joven cantante ingresó un adelanto por el álbum, pero su música no logró el posicionamiento en las ventas que todos hubieran deseado y jamás cobró comisiones. Algo habitual en el negocio musical. Tampoco disfrutó de royalties porque otros eran los autores intelectuales de los temas que él interpretaba. Las apariciones en la televisión y los conciertos en festivales no eran el reflejo de su éxito, sino una fracasada operación de mercadotecnia.
Miguelito grabó un disco con mucho esfuerzo, ayudado por tutores que le recitaban las letras para que pudiera memorizarlas, pues no sabía leer ni escribir. Pero ese trabajo no obtuvo recompensa y él se sintió herido.
“Yo no estaba allí, desconozco lo que pasó. Solo he podido reunir distintos relatos y trasladarlos al público en la película”, asegura el director de un documental complementado con archivo audiovisual de la época. El viaje de Miguelito de la chabola al Madison Square Garden resultó ser de ida y vuelta. Antes de mudarse a la ciudad que nunca duerme, el niño concedió su última entrevista al San Juan Star, un periódico boricua en lengua inglesa. “Si ganas suficiente dinero como para vivir en otro barrio, ¿a dónde irías”, le interrogaron. “A donde quiera mi madre. O a Nueva York. Porque hace frío y allá maduras”. Aquel invierno le heló el corazón.