Aimard y sus amigos
El mayor intérprete del piano contemporáneo ofrece un recital con músicas indisociables de su propia biografía
¿Es mejor renunciar al concierto anunciado si no puede realizarse tal cual, o programar uno enteramente diferente? ¿Es preferible suspender un concierto, o sustituirlo por otro sensiblemente más breve y sin intermedio? Con un aforo muy reducido, ¿lo más sensato es tirar la toalla, o merece la pena mantener a toda costa un concierto que, en condiciones normales, habría llenado la sala? Si se prohíbe la presencia de público, ¿pierde el concierto todo su sentido, o debe realizarse siempre que sea posible una transmisión en directo que pueda ver cualquiera cómodamente desde su casa? A estas altura...
¿Es mejor renunciar al concierto anunciado si no puede realizarse tal cual, o programar uno enteramente diferente? ¿Es preferible suspender un concierto, o sustituirlo por otro sensiblemente más breve y sin intermedio? Con un aforo muy reducido, ¿lo más sensato es tirar la toalla, o merece la pena mantener a toda costa un concierto que, en condiciones normales, habría llenado la sala? Si se prohíbe la presencia de público, ¿pierde el concierto todo su sentido, o debe realizarse siempre que sea posible una transmisión en directo que pueda ver cualquiera cómodamente desde su casa? A estas alturas, más que familiarizados con estas disyuntivas después de meses de dimes y diretes, ya tenemos muy claro que la mejor opción es, en todos los casos, la segunda: antes algo que nada.
SERIES 20/21
Obras de Olivier Messiaen, George Benjamin, György Kurtág y György Ligeti. Pierre-Laurent Aimard (piano). Auditorio 400 del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 30 de noviembre.
De los tres artistas anunciados el lunes, sólo ha podido viajar a Madrid Pierre-Laurent Aimard: atravesar las fronteras europeas se ha convertido en una carrera de obstáculos. Del programa original (junto a Jean-Guihen Queyras y Mark Simpson, con obras de Helmut Lachenmann y Beethoven), como es natural, no ha sobrevivido nada, pero, a cambio, el pianista francés ha ofrecido un recital en solitario con música creada por cuatro de los grandes puntales de su repertorio, compositores con los que ha mantenido, o sigue manteniendo, una estrecha relación personal. La lógica del programa era también inapelable. Aimard estudió en el Conservatorio de París con Yvonne Loriod, la mujer, musa e intérprete de buena parte de la producción pianística de Olivier Messiaen, que no tardó en proclamar a los cuatro vientos el genio de uno de sus alumnos más jóvenes en la clase de Análisis: un casi adolescente George Benjamin. No se equivocó. Los dos gigantes de la música húngara de la segunda mitad del siglo XX, György Ligeti y György Kurtág, tan diferentes entre sí, vieron de inmediato en Aimard al intérprete soñado de sus últimas piezas para piano. De hecho, el recital del Auditorio 400 nos regaló incluso una primicia mundial de Kurtág, el decano de los compositores actuales junto al estadounidense George Crumb, ambos felizmente nonagenarios. Entre Jorges anda el juego.
El 19 de junio de 2016, Pierre-Laurent Aimard protagonizó una hazaña única en el Festival de Aldeburgh: tocar en un mismo día, repartidas en cuatro conciertos, las trece piezas que integran el Catalogue d’oiseaux, de Olivier Messiaen. El primer concierto comenzó a las cuatro y media de la mañana, poco antes de que amaneciera, en el café de Snape Maltings. Y la primera obra que sonó fue justamente la elegida por Aimard para iniciar su recital madrileño, Le Traquet Stapazin, casi quince minutos de gorjeos no solo de la collalba rubia, sino de muchos otros pájaros: tan solo en la primera página de la partitura se escucha también el canto del escribano ortolano, la curruca tomillera, la gaviota argéntea y el cuervo grande. Sus quiebros se entrelazan durante casi un cuarto de hora (27 páginas de partitura) justo en el momento del amanecer: “el disco rojo y dorado del sol sale del mar y asciende hacia el cielo”, escribe Messiaen. Quien ejerce de primus inter pares es la collalba rubia, ese “gran señor español que llega a un baile de máscaras”. En el interior del Auditorio 400, avanzada la tarde, no podía verse el lento despuntar del amanecer, como en Aldeburgh, pero Aimard es capaz de obrar los mismos prodigios sin estímulos externos. Ha crecido tocando y amando esta música, le enseñó a desentrañarla su primera intérprete y se mueve entre estos cantos de pájaros –valga el símil– como pez en el agua. Da igual que la música se adense tanto como para requerir tres o cuatro pentagramas, que se pueble de constantes e irregulares saltos interválicos (como en el canto del zarcero políglota) o que, como en la última frase, la música quede reducida a una sola voz sobre un acorde mantenido: Aimard toca esta música con el celo, la meticulosidad y el fervor de un monje que copia e ilumina un manuscrito medieval. Todo tiene el peso, el color, el ritmo justo, casi como si estuviera realizando una ofrenda a Olivier Messiaen, que componía a su vez toda su música a la mayor gloria de Dios.
No hay nada religioso, ni ornitológico, en Shadowlines, los seis preludios canónicos de George Benjamin que el propio Aimard estrenó en el Barbican de Londres el 13 de febrero de 2003. Los tres primeros están dedicados al pianista francés (“for Pierre-Laurent” leemos por tres veces en la partitura), aunque la joya de la corona es la ambiciosa y complejísima quinta pieza, la más extensa con mucho de las seis, dedicada en lo que era entonces su quincuagésimo cumpleaños al muy añorado Oliver Knussen, compañero de Aimard en muchas iniciativas artísticas conjuntas en el Festival de Aldeburgh. Siempre es perceptible en Benjamin la huella de Messiaen, y también él recurre a tres y cuatro pentagramas para dar cabida a todas las notas que se superponen verticalmente. En el sexto preludio, la música se remansa y sus últimos compases (largos acordes enlazados y suspendidos en el aire) llevan también la impronta del autor del Cuarteto para el fin del tiempo. Aimard fue también el primero en grabar Shadowlines, que le ha acompañado durante toda su carrera y que cuesta imaginar mejor tocada. A pocos meses de que se conozca en España su última ópera, Lessons in Love and Violence, este ha sido el mejor de los aperitivos.
La música de Kurtág posee la concisión aforística de Webern, la intensidad expresiva de Berg y el rigor constructivo de Schönberg. Pero Kurtág está muy lejos de ser un mero epígono de la Segunda Escuela de Viena y el suyo ha sido un camino solitario, esculpido a lentos y precisos golpes de cincel, transitable solo por espíritus espartanos y desprendidos como el suyo. A sus 94 años, aun después de la muerte hace un año de Márta, su compañera de vida, de música, de todo, sigue componiendo, aunque su delicado estado de salud no le ha permitido disfrutar del éxito internacional de su primera y única ópera, Fin de partie. Kurtág ha compuesto las piezas de su Játékok (Juegos) con la inocencia de un niño y ahora sigue haciéndolo con la sabiduría de un anciano. Buena parte de ellas están dedicadas a amigos (hommages a vivos o in memoriam a muertos), compositores (de Machaut a sus contemporáneos) y seres queridos (Márta, siempre Márta). Excepto dos publicadas de forma independiente, todas las demás piezas que ha elegido Aimard para su recital son inéditas, pues ninguna está incluida en el noveno y último de los volúmenes de Játékok publicados por Editio Musica Budapest. La primera, In memoriam Emil Petrovics, se cierra con un lejano coral marcado pppp: “lontano, quasi organo”, escribe Kurtág en el manuscrito.
Una estatua de una pareja egipcia en el Museo del Louvre inspira una pieza (dedicada a otro nonagenario: el pianista Menahem Pressler) y su double, a la manera de las danzas barrocas. Aimard estrenó en Milán en 2018 ...für Heinz..., dedicada a Heinz Holliger, un amigo de ambos, consistente tan solo en un puñado de compases escritos casi en su totalidad homofónicamente, salpicados por puntuales acordes de segunda. O Passio sine nomine, escrita para el nonagésimo cumpleaños de Márta, aunque dedicada a Aimard, y que él mismo estrenó en presencia de ambos en Budapest. Y así hasta once miniaturas del compositor húngaro, muchas de las cuales se escuchaban probablemente por primera vez en España. De nuevo, da igual que la dificultad sea grande o casi inexistente. Los gestos y el lenguaje corporal de Aimard denotan que cada nota, cada acorde, cada silencio, tienen idéntica relevancia. Y, como sucedía con Messiaen o con Benjamin, su vinculación personal, su amistad, con el creador, reviste sus interpretaciones de una pátina de autenticidad y de verdad.
Ligatura für Ligeti se titula una de las piezas de Játékok. “À György Kurtág”, leemos en la dedicatoria del decimoprimer estudio de Ligeti, En suspens. El anterior y el posterior están dedicados “À Pierre-Laurent Aimard”, completando así este rosario de amistades entrelazadas y ofrendas mutuas. György Ligeti no fue un hombre fácil, pero su grandeza como compositor no ha dejado de crecer, aun transcurridos ya catorce años desde su muerte. Él decidió confiar a Aimard la grabación de todas sus obras para piano y vio en él al intérprete ideal de su música, que requiere en dosis casi sobrehumanas fantasía, virtuosismo y precisión. El francés seleccionó cuatro piezas de su Musica ricercata, uno de los tempranos frutos del genio del húngaro, incluidas la primera (construida en su totalidad a partir de la repetición de una misma nota, un La, en sus diferentes octavas, y una creciente complejidad rítmica) y la última, un arcaizante homenaje a Girolamo Frescobaldi que habría firmado con gusto György Kurtág. El recital se cerró con cuatro de los Études, que Aimard toca a partir de un facsímil del manuscrito (la caligrafía de Ligeti es grande y clara, como la de su compatriota). Ya sexagenario, Aimard llegó a la parte más exigente de su programa con ciertos síntomas de cansancio, pero ello no le impidió corroborar que no hay ningún pianista, hoy por hoy, que pueda identificarse con estas obras como el francés. Extremas en sus planteamientos dinámicos (hasta un ffffffff encontramos en la temible L’escalier du diable, tan diabólicamente difícil como apunta su título), Aimard primó la parte de las efes sobre la parte de las pes (pppp en el séptimo estudio, Galamb borong, cuya indicación inicial, muy ligetiana, es Vivacissimo luminoso).
Con el público más que merecidamente a sus pies, Aimard siguió tocando hasta completar cien minutos de recital ininterrumpido. Primero ofreció el ya apuntado estreno mundial de Kurtág, una breve pieza que le envió hace unos días mientras el pianista estaba en casa practicando, justamente, L’escalier du diable. La nueva miniatura se titula Kleine Ligatura für Márta, y a estas alturas ya sabemos quién es su dedicataria, tristemente in absentia. Luego Aimard volvió sobre los Études de Ligeti: el noveno, dedicado a él, Der Zauberlehrling, encabezado por otra indicación triplemanete superlativa: Prestissimo, staccatissimo, leggierissimo; y el cuarto, Fanfares. No fueron ni sus mejores interpretaciones de las muchas que ha ofrecido de estas mismas obras, ni las más precisas, pero, a estas alturas, ¿a quién le importaba? Para terminar, la pieza más breve de los Játékok de Kurtág y el súmmum de la concisión musical: dos acordes. Vistos el entusiasmo clamoroso del público y la generosidad sin límites de un artista claramente deseoso de tocar en uno de los pocos sitios donde le dejan hacerlo (y que ya nada tiene que demostrar a estas alturas), ¿cómo podíamos habernos privado de semejante regalo? Pudiera ser que, incluso, tras la imposibilidad de ofrecer el concierto inicialmente previsto, hayamos salido ganando no poco con el cambio. No todo van a ser malas noticias.