La amarga verdad de ‘La dolce vita’
Un documental ilustra, a través de la figura del productor Giuseppe Amato, la locura del rodaje más caro del cine italiano en su momento y la megalomanía de Federico Fellini
La dolce vita fue el mayor triunfo artístico y la película que llevó a la tumba a Giuseppe Peppino Amato, uno de los más prestigiosos productores del cine italiano. Durante décadas, Amato ansió trabajar con Federico Fellini, con quien ya había colaborado siendo ambos jóvenes, en 1942 en Avanti c’è posto..., coescrita por uno, producida por el otro. Y cuando lo logró, el sufrimiento del rodaje, la manías ególatras de Fell...
La dolce vita fue el mayor triunfo artístico y la película que llevó a la tumba a Giuseppe Peppino Amato, uno de los más prestigiosos productores del cine italiano. Durante décadas, Amato ansió trabajar con Federico Fellini, con quien ya había colaborado siendo ambos jóvenes, en 1942 en Avanti c’è posto..., coescrita por uno, producida por el otro. Y cuando lo logró, el sufrimiento del rodaje, la manías ególatras de Fellini y las deudas sepultaron a Amato, que murió de un infarto de miocardio (el segundo que había sufrido) tiempo después del estreno a los 64 años. “Es cierto que pasaron entre un hecho y otro más de tres años, pero todos sus amigos relacionan directamente los dos acontecimientos”, cuenta su nieto, el también productor Giuseppe Pedersoli, responsable del documental La verità su La dolce vita, que ilumina la creación de la obra maestra de Fellini, de quien en este 2020 se cumple el centenario de su nacimiento. El filme, que se estrena coincidiendo también con las seis décadas del lanzamiento de La dolce vita, se proyectará mañana por primera vez en España en el festival de cine italiano de Madrid en una sesión online accesible previa reserva.
Pedersoli ha basado su investigación en las cartas inéditas conservadas por su madre, María, y sus dos tías —las tres hijas del productor— entre Amato, Fellini y Angelo Rizzoli, compañero durante 30 años de Amato en fatigas cinematográficas y auténtico financiero. El napolitano Amato no era un cualquiera: su nombre estaba tras títulos prestigiosos (Umberto D., Ladrón de bicicletas -era íntimo de Vittorio de Sica- Francisco, juglar de Dios o Infierno en la ciudad) y comerciales (toda la saga de Don Camillo). Él había sido, por ejemplo, quien eligió a Anna Magnani para Roma, ciudad abierta. Fellini tampoco se había quedado atrás desde 1942. A finales de 1958 ya había ganado dos Oscar, por La Strada y Las noches de Cabiria, y había sido candidato a otros cuatro como guionista. Y ahora encaraba el que consideraba un proyecto que cambiaría su carrera: la radiografía de una semana de la vida de un fotógrafo que se ganaba la vida logrando robados y consiguiendo noticias de famosos en la noche romana. Estrellas que trabajaban de día en Cinecittà y se solazaban al salir del estudio, para divertimento de reporteros gráficos como Tazio Sechiaroli, confidente de Fellini e inspirador indirecto de la historia. “Aquella juerga perpetua bullía en Vía Veneto. Mi abuelo conocía bien la zona, se había hasta comprado un apartamento allí”, cuenta Pedersoli en un estupendo español. “Llevo 30 años casado con una panameña”, ríe. Su padre también hablaba español. “Y estaba orgulloso de ello”. Giuseppe, que porta el nombre de su abuelo, es hijo de Carlo Pedersoli, conocido mundialmente como Bud Spencer. “Pero este no es un documental sobre mi familia o mi abuelo, que murió en el ápice de su carrera cuando yo tenía tres años, sino sobre el numeroso material que encontré. Porque con él nos hacemos una idea de cómo se producían las películas, y sobre todo, del dramático desarrollo de La dolce vita. Las cartas enseñan cómo aquel desgaste mató a mi abuelo”.
El guion de La dolce vita no convencía a Dino De Laurentiis, productor con contrato en exclusiva con Fellini y otro mito del séptimo arte. Le preocupa uno de los episodios violentos contados en la trama, y cree que para levantar la producción necesita una estrella internacional como Paul Newman. El director opina lo contrario. En el libro Yo Fellini cuenta: “Telefoneé a Marcello Mastroianni. Es un actor muy natural, ya conocido entonces en Italia, y le dije: ‘Necesito una cara normal, sin personalidad, banal, como la tuya’. Por eso yo había rechazado a Newman”. Amato, que sabía del choque entre De Laurentiis y el cineasta, se postula. Y llega a un acuerdo de intercambio de guiones con De Laurentiis: él produciría La dolce vita y a cambio cedería a su rival el proyecto La gran guerra, de Mario Monicelli. “Estamos hablando de dos obras maestras”, incide Pedersoli.
Amato fue un personaje con algún comportamiento hasta estrafalario. Creyente... a su manera. “Antes de que hubiera redes sociales, él ya sabía crear la publicidad adecuada”, apunta Pedersoli. De ahí que llame la atención uno de los descubrimientos de su nieto: antes de arrancar la filmación, Amato visitó con un amigo al padre Pío para recibir la bendición. “Y lo mantuvo en secreto. Ahora podemos confirmarlo gracias justo a su compañero de visita”. Todo lo hizo por el cine. “Mi abuelo ayudó a construir el gran cine italiano, junto a Carlo Ponti o De Laurentiis, gente que iba a Hollywood y hablaban de tú a tú con los presidentes de los estudios, mientras contaban con la complicidad de cineastas amigos”. Como ejemplo, se ve en el documental la única filmación que existe de Amato, en la que aparece bromeando con uno de sus grandes amigos, De Sica, y contando su pasión por los casinos.
Sin embargo, La dolce vita no forjó amistades, sino que las quebró. Comenzado el rodaje, Fellini empieza a desvariar. Las jornadas se alargan, el dinero se despilfarra, Vía Veneto se reconstruye entera en el estudio 5 de Cinecittà para que sea plana (la real está en pendiente) y accesible a las cámaras. Una semana entera se dedica al momento de Mastroianni con Anita Ekberg en la Fontana di Trevi. Rizzoli se desespera: han sido 30 años de trabajo codo con codo con Amato, pero ese proyecto no para de engullir decenas de millones de liras. Pronto deviene en el más caro. “Ya había nervios porque el guion ni era episódico ni secuencial, no tenía final feliz, no lo movía un héroe...”, explica Pedersoli. Fellini no atiende a razones, ni a recriminaciones desde sus financieros. Acabará la película cueste lo que cueste. Literalmente. Y Amato sabe que solo le queda ese camino. Tras 20 semanas, se acabó el rodaje principal. Superados los 400 millones de liras de presupuesto, Rizzoli y Amato ya habían roto. “Las cartas enseñan cómo aquello hizo agua; mi abuelo, que no pensaba solo en ganar dinero, sino en hacer buenos filmes que luego triunfaran en taquilla, pecó de ingenuo y Fellini no ayudó”.
La dolce vita ganó la Palma de Oro de Cannes, bautizó un estilo de vida y dio nombre a una profesión (Paparazzo es el apellido de un fotógrafo amigo del protagonista), arrasó en la taquilla porque los conservadores italianos la atacaron y el público se lanzó a las salas por si la prohibían. En el resto del mundo también triunfó. Pero Amato había vendido parte de su porcentaje para pagar las deudas. Solo hubo gloria para Fellini.