El otoño de las rosas

Toda la lírica de Francisco Brines abarca aurora y ocaso, y mantiene en su desarrollo un tono unitario que la hace reconocible

De izquierda a derecha, de pie, Ángel González, Carlos Barral, José Manuel Caballero Bonald; (de izquierda a derecha, sentados) Carlos Sahagún, Francisco Brines, José Agustín Goytisolo y Claudio Rodríguez en Oviedo en 1987.Antonio Suárez

Los poetas de los cincuenta quedaron retratados, con foto fija de canon literario, en 1978, en sendas antologías de García Hortelano y de Antonio Hernández. En ambas figuró Brines, ganador hoy lunes del Premio Cervantes, aunque su incorporación al núcleo duro de aquellos poetas no fue ni fácil ni inmediata, pues su primer libro no salió hasta 1960, más tardío que los de otros coetáneos, y porque, frente al realismo crítico dominante en aquellos, cultivaba Br...

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Los poetas de los cincuenta quedaron retratados, con foto fija de canon literario, en 1978, en sendas antologías de García Hortelano y de Antonio Hernández. En ambas figuró Brines, ganador hoy lunes del Premio Cervantes, aunque su incorporación al núcleo duro de aquellos poetas no fue ni fácil ni inmediata, pues su primer libro no salió hasta 1960, más tardío que los de otros coetáneos, y porque, frente al realismo crítico dominante en aquellos, cultivaba Brines una poesía sensualista y elegiaca, más cerca de Gil-Albert que de Cernuda. De este tomaba su idea de la poesía como un precipitado biográfico en que se sustancia un discurso de la memoria, desplegado en consideraciones de carácter moral. Aunque hay en su escritura confesionalismo, los aspectos biográficos quedan abstraídos alegóricamente o trascendidos en una construcción simbólica, o en una propuesta reflexiva que adopta una determinada formulación moral, dentro de un orden epicúreo o, dicho sea sin mayores precisiones, “pagano”.

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La singularidad de su condición temporalista radica en que, en vez de sostenerse en un pasado de oro evocado nostálgicamente, su núcleo anímico es la apelación al presente en sus aspectos sensuales y eróticos, la entrega a las pasiones como una invitación existencial y, solo a partir de ella, el recuerdo punzante de las experiencias en que la plenitud se produjo. De esta invitación a la vida, a su consumación y a su consumición, han bebido muchos de los poetas que, más jóvenes que él, han dado realce a una elegía contemporánea, tales como, unos nombres entre varios, Eloy Sánchez Rosillo, Carlos Marzal o Juan Antonio González-Iglesias.

Toda la lírica de Brines abarca aurora y ocaso, y mantiene en su desarrollo un tono unitario que la hace reconocible. Las brasas (1960), libro con el que obtuvo el premio Adonáis del año anterior, recrea en armoniosos endecasílabos blancos a un personaje que torna la mirada a una vida que queda atrás. Y todo ello sobre un lecho moral en que, a la manera de algunos poetas de Cántico, manifiesta la añoranza de un mundo sin ataduras judeocristianas, donde sea alcanzable la dicha individual sin tener que atravesar desiertos purgativos o penar por ajenas intransigencias dogmáticas.

Aquel estado de plenitud, que tiene la dimensión mítica de un ideal antehistórico, sufre los embates sucesivos del curso civilizatorio. La historia es la constatación de un error trágico, pues el ideal termina capitulando ante la apisonadora de las convenciones, las restricciones, la calcificación programática de los credos. De ello da cuenta el alegorismo culturalista de El santo inocente (1965), donde su poesía alcanza una espesura pesimista y moral de la que ya no se desprendería el autor. En Palabras a la oscuridad (1966) el poeta lima las aristas de toda truculencia y somete el sentimiento de la desolación a la serenidad de quien asume las pérdidas. Las humillaciones de la existencia encuentran alivio, ya que no reparación, en el paraíso terrenal de Elca, una transcripción valenciana de la Arcadia.

En la primera madurez se intensifican las corrientes pesimistas. Así en Aún no (1971), un libro de cierto laconismo, alguna vez de carácter epigramático aprendido en los clásicos grecolatinos, que le sirve para volver a sus temas de siempre: amor homoerótico, pugna entre vitalismo gozoso y tribulación por su fugacidad, serenidad sentenciosa cuando se trata el tema de la desaparición y la nada. Frente a la aflicción y la angustia de tantos poetas culturalmente cristianos, Brines elige la fórmula de la imperturbabilidad ataráxica, propia de los epicúreos de cuna.

Tras Insistencias en Luzbel (1977), un libro de flancos nuevos para temas conocidos, salen de su pluma dos títulos que acaso sean lo mejor del poeta: El otoño de las rosas (1986) y La última costa (1995). El primero responde a una visión netamente elegiaca, en que la consciencia de la inmediata vejez proyecta luces vespertinas sobre un universo de pérdidas y consolaciones. El símbolo de la rosa, nunca ajado en los grandes poetas por más que muy manoseado, adquiere aquí una severidad apodíctica que, si no choca con la fluencia de los versos, sí les confiere una gravedad lapidaria. Pero es en La última costa donde las iluminaciones declinantes de Brines adquieren una hondura y consciencia de la finitud asombrosas. Un poema majestuoso y espectral como La última costa es antologable en la más restrictiva selección que quepa hacer de la poesía contemporánea. Un conjunto de componentes referenciales conforman un escaparate lúgubre donde se dibuja discontinuamente el viaje hacia el Tártaro. Si toda la escritura de Brines había dado una entonación iridiscente a la experiencia, según corresponde a una felicidad evocada, el presente de La última costa expresa, como nunca en otro sitio, un silencio aflictivo y una tristeza funeral que, misterios paradójicos de la poesía, nos invitan a vivir a tumba abierta.

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