Con Francisco Brines en Egipto
El ganador del Premio Cervantes es uno de los grandes poetas mediterráneos de todos los tiempos
En las navidades de 2003 me hice regalar una sofisticada grabadora Sony con un único objetivo: grabar una lectura de Francisco Brines, una lectura, eso sí, muy especial. Se iba a celebrar una edición de Ardentísima, aquel festival tan rico en molicie que promovía José María Álvarez, nada menos que en Egipto, y yo quería pedir a Brines que leyera en la ciudad de Cavafis aquellos de sus poemas en los que de una manera o de otra se filtraba Grecia. Y no eran po...
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En las navidades de 2003 me hice regalar una sofisticada grabadora Sony con un único objetivo: grabar una lectura de Francisco Brines, una lectura, eso sí, muy especial. Se iba a celebrar una edición de Ardentísima, aquel festival tan rico en molicie que promovía José María Álvarez, nada menos que en Egipto, y yo quería pedir a Brines que leyera en la ciudad de Cavafis aquellos de sus poemas en los que de una manera o de otra se filtraba Grecia. Y no eran pocos. Se prestó pacientemente, aunque la calle alejandrina crujía seductora y decrépita, al otro lado de las ventanas del salón del hotel en que grabamos. Francisco Brines es uno de los grandes poetas mediterráneos de todos los tiempos, al lado de Calímaco, de Riba, de Cavafis, de Leopardi, de Mimnermo, de Elitis, de Safo. Y no solo por querencias puntuales visibles desde títulos como La muerte de Sócrates, Tera, Amor en Agrigento o En la república de Platón, sino por la construcción de un espacio no concretamente físico pero sí sensual, sensorial, desde el que nacer al mundo y donde vivir la plenitud absoluta del amor; un lugar que la elegía añora y reconstruye más tarde en el poema.
“Van llamando los años en mi cuerpo / y los voy alojando con incomodidad / vanos y numerosos. Se tienden en mi cama, / manchan mi soledad”: el arcaico Mimnermo se emocionaría si supiera que Brines, en la otra orilla del tiempo, reescribe la experiencia de los cuerpos: la vejez es dolorosa cuando Eros ha colmado con su completitud los días del pasado. El reino de Brines es la tierra: “Era viejo aquel valle/ de olivares nocturnos / de almendros de hojas finas. / Y fui creciendo en el amor dichoso/ del hombre y de la tierra”. Oliva luminosa, islas innominadas que el amor sacraliza (“el mundo se imagina/ con el amor que quiere el pecho”), y el mar (¿no se ha hecho todavía la antología del mar de Brines?): el mar “en esas horas solas de la siesta,/ cuando el sol enloquece su extensa superficie”.
“El viaje de Grecia, más que de sorpresas, es un viaje de conocer en mí lo que yo era sin saberlo”, comentaba por teléfono hace unos meses. Ya se tardaba demasiado en acoger a Brines al amparo de Cervantes. Es un clásico, heredero de Cernuda en ritmos, ensueños y mesuras, heredero del Góngora sensual y enamorado de la luz. Un poeta elegíaco, erótico, esencial, pleno, intemporal, que sabe que la belleza anula el tiempo y que la memoria la salva: “Yo sé que olí un jazmín en la infancia una tarde, y no existió la tarde”. Solo las Musas saben que esa grabación la hice por placer y que escuché leer a Brines sus poemas junto al mar de Alejandría. Días de enero de 2004.
Aurora Luque es poeta.