Philip W. Silver, un americano en Madrid

El hispanista estadounidense residía en el barrio de Chamberí de la capital y era especialista y traductor de Claudio Rodríguez

El hispanista estadounidense Philip W. Silver. / FUNDACIÓN JUAN MARCH

Philip W. Silver, hispanista estadounidense, profesor casi toda su vida en Columbia University, de Nueva York, ha fallecido en Madrid, a los casi 88 años, de un ataque al corazón cuando todo parecía ir aceptablemente bien en su salud. Era amigo y vecino mío, ambos residentes en el barrio de Chamberí, por el que paseamos en numerosas ocasiones y en cuyos cafés nos reuníamos cuando regresaba de sus vacaciones veraniegas en Maine, donde poseía una casa familiar y que para él era algo parecido al para...

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Philip W. Silver, hispanista estadounidense, profesor casi toda su vida en Columbia University, de Nueva York, ha fallecido en Madrid, a los casi 88 años, de un ataque al corazón cuando todo parecía ir aceptablemente bien en su salud. Era amigo y vecino mío, ambos residentes en el barrio de Chamberí, por el que paseamos en numerosas ocasiones y en cuyos cafés nos reuníamos cuando regresaba de sus vacaciones veraniegas en Maine, donde poseía una casa familiar y que para él era algo parecido al paraíso.

Recuerdo muy bien sus relatos de esa isla asombrosa en la que vivía, a la que se accedía en barca, y eso cuando la marea estaba alta. Al regresar de allí, por octubre más o menos, solíamos vernos –a veces venía su mujer, Cristina Vizcaíno–, y las conversaciones versaban sobre muchos asuntos, algunos referidos a aspectos de la cultura americana que a mí me encantaban y que a él le sorprendía que me encantaran. William James, por ejemplo, o Emerson, y entonces se lanzaba a hacer recomendaciones y a sugerirme libros capitales sobre esos autores o sobre los círculos en los que se movían. La poesía americana, sin embargo, no era su fuerte, y eso me sorprendía, aunque recuerdo que en los últimos tiempos insistió en que me ocupara de Walt Whitman, otro de los gigantes compatriotas suyos que yo admiraba sobremanera (sobre Emily Dickinson no conseguí –recuerdo– que le hincara el diente, y no consigo recordar por qué).

Por supuesto que también salían los asuntos españoles, la cultura española en general, la poesía en particular y, en ella, dos nombres señeros del siglo XX, que marcaron su vida: Luis Cernuda y Claudio Rodríguez. Asombrosamente, Cernuda había vivido –antes del exilio– justo al lado de su casa –y de la mía-, en la calle Viriato de Madrid. A veces lo mencionábamos y entonces él, en una ocasión, sin avisar, con alevosía, depositó en mis manos unos cuantos folios que eran transcripciones de la correspondencia que mantuvo con el gran poeta español. Resulta que Philip Silver (yo siempre me comía la W que él ponía entre su nombre y su apellido: Philip W. Silver) había preparado su tesis sobre él –que luego se convertiría en su libro Et in Arcadia Ego– y se había carteado con Cernuda, cuando incluso pinitos de poeta asomaban en él (en Silver), y que no llegaron a cuajar. ¿Por qué? Silencio por respuesta, creo recordar.

Pasión por Claudio Rodríguez

Su pasión por Claudio Rodríguez cuajó en una amistad profunda con el poeta español, y entre sus últimos afanes por su obra está sus últimas publicaciones: un volumen colectivo –Rumoroso cauce-, una traducción al inglés de Alianza y condenaAlliance and Condemnation, premiada recientemente en Estados Unidos y presentada en el Instituto Cervantes (2015)– y una nueva antología de su poesía (2017) en Alianza Editorial, que sustituía a la que editó hacía muchos años (1981).

La pasión claudiana era tal que se gastó de su bolsillo un anuncio en The New York Times sobre la aparición de su traducción, editada en una pequeña editorial de Chicago. Y no hay que decir que Claudio Rodríguez era tema frecuente de nuestras conversaciones, espigando en ellas detalles de la personalidad del poeta zamorano, anécdotas, curiosidades, rarezas y genialidades. A propósito de eso, siempre le dije que debiera escribir unas memorias porque la tenía –y buena– de la España oscura del franquismo y de muchos de los escritores resistentes de la época, Claudio entre ellos. Su anecdotario era jugoso, pero nunca me hizo caso. ¿Por qué?

Justo antes de la covid, conversábamos en una cafetería de la calle Zurbano, esquina Alamagro, Chamberí glorioso. Le leí estos dos versos del poeta inglés John Keats, del que estaban a punto de salir las cartas que yo había preparado para Alianza Editorial: “Para que puedas mejor escuchar el viento/ aunque sople en los árboles cargado de leyenda”. Se me echó a volar el entusiasmo y él enmudeció. Se le humedecieron sus ojos azules pero no dijo nada. Le miré, volví a mirarle, esperé siglos, pero no dijo nada, sus gafas como escudo, el brillo de sus ojos como habla, sin más. Supuse que Keats le había removido alguna entretela, pero no siempre era fácil que Philip Silver desnudara su alma. Y luego vino la covid y…

Ángel Rupérez es poeta y escritor

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