Análisis

In memoriam / La poesía al fondo

El desánimo del cáncer y la carencia general de la vejez empezó a dejar a Joaquim Marco sin energías ni para los poemas, pero las tuvo todavía hasta hace una semana para reír

El catedrático y crítico de literatura Joaquín Marco.

Lo que de verdad ponía a Joaquim Marco, “poner” en el sentido erótico de la palabra, por supuesto, era la poesía, evocar la que había escrito, evocarse como editor de poesía con la colección Ocnos y hasta tontear con un pergeño esquelético de poema que no terminaría, o apurar una conversación como rampa de lanzamiento hacia un poema que sabía de sobras que ni siquiera empezaría. Pero esa coquetería formaba parte de su personaje secreto, elaborado para sí mismo y p...

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Lo que de verdad ponía a Joaquim Marco, “poner” en el sentido erótico de la palabra, por supuesto, era la poesía, evocar la que había escrito, evocarse como editor de poesía con la colección Ocnos y hasta tontear con un pergeño esquelético de poema que no terminaría, o apurar una conversación como rampa de lanzamiento hacia un poema que sabía de sobras que ni siquiera empezaría. Pero esa coquetería formaba parte de su personaje secreto, elaborado para sí mismo y para unos pocos amigos y amigas, sin la menor trascendencia: un cierto teatro bien entrenado, aunque él y todos los demás sabíamos que no volvería a escribir (o quizá sí).

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El desánimo del cáncer y la carencia general de la vejez empezó a dejarle sin energías ni para los poemas, pero las tuvo todavía hasta hace una semana para reír, para desbarrar, para maldecir del confinamiento y para despotricar con preferencia indisimulada contra Torra y Budó y Buch, sin sosiego y con la ira colérica que a veces le daba la quimio en estos últimos meses. Tampoco era raro en él lanzara diatribas desaforadas contra esto y aquello, como si el mundo estuviese al borde del colapso y Colau fuese la malandrina Ada que cambiaba la ruta de los autobuses para bajar al centro de la ciudad desde la montaña y compartir con los amigos una sobremesa que sería crecientemente ruidosa.

Pero es injusto lo que digo: muchos más todavía recordarán sus maneras delicadas y atentas, su cortesía levemente antigua de caballero elegante, una cierta timidez mal disimulada y una sensible, delicada manera de escuchar a las mujeres. La mía, Isabel, lo ha querido mucho, y ese rasgo ingrávido es lo que más quería de él: su elegancia sentimental sin prisas, sin agitaciones, sin aspavientos. Con los amigos, o al menos conmigo, la templanza sosegada perdía algo de empaque a fuerza de sarcasmos; combinaba entonces la maledicencia nunca matonil con el interés genuino y apasionado por lo que el interlocutor escribía, lo que había leído, lo que iba a escribir o lo que iba a leer. Es verdad que un tanto desde la barrera ya desde hace años, como si hablar de las cosas de los otros fuese un paliativo suficiente para no continuar el libro de memorias que había empezado con ganas que fue perdiendo con la enfermedad. Sí tuvo todavía energía para escribir su maldito artículo semanal para La Razón, para leer la prensa a capricho y en pantalla, y hasta para leer alguna cosa más con afanosa curiosidad y precisión (llegó al menos a la mitad de la versión final de un libro mío y hace doce días hizo observaciones puntuales que ya están en el libro, bien dentro metidas) y también para ir diciendo adiós.

Ha tenido la muerte dulce y digna que no suele ofrecer la maldita cultura judeocristiana que nos ha criado, y pudo darle la mano a Anna Caballé en la agonía, verificando con los ojos que aún estaba allí, sentada junto a su cama, y él seguía allí para seguir viéndola llorar y sonreír, sonreír y llorar.

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