A propósito de un ídolo caído

La lectura de la autobiografía de Woody Allen deja un poso agridulce por el palo de verle enredado en un escándalo sexual con menores hace casi 30 años

Woody Allen en el American Film Institute (Hollywood, California), en junio de 2017.Kevin Winter (Getty Images)

“Yo no quería ser Bogart ni John Wayne. Yo solo quería ser el capullo de la clase, quería ser ese chico con gafas que nunca consigue a la chica pero que es divertido y cae bien a todo el mundo”— dice Woody Allen. Uno empieza a leer sus memorias, A propósito de nada, y la lectura que discurre felizmente por esa primera etapa de su vida, te obliga a soltar una carcajada en cada página por la forma tan divertida en que describe...

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“Yo no quería ser Bogart ni John Wayne. Yo solo quería ser el capullo de la clase, quería ser ese chico con gafas que nunca consigue a la chica pero que es divertido y cae bien a todo el mundo”— dice Woody Allen. Uno empieza a leer sus memorias, A propósito de nada, y la lectura que discurre felizmente por esa primera etapa de su vida, te obliga a soltar una carcajada en cada página por la forma tan divertida en que describe a los miembros de su familia, abuelos, padres, tíos, primas, rabinos y primeros ligues con chicas bohemias. Es imposible que te caiga mal este chico agnóstico, canijo, neurótico, educado en una escuela hebrea, alumno del Midwood High School, matriculado después en Ciencias Cinematográficas en la Universidad de Nueva York, que comenzó a ganarse la vida vendiendo chistes a cómicos famosos y gags a algunas productoras de cine. En las memorias el propio Allen reconoce que esos fueron sus años dorados, con la cucaracha en invierno.

Allá por el año 1970, por la puerta trasera del franquismo se coló en nuestras pantallas este cineasta que a algunos que veníamos de partirnos de risa con los lances de tartas de merengue en la cara, con el Gordo y el Flaco, con Cantinflas y con toda clase de astracanadas de paletos con boina y garrota, nos obligó a reírnos de una manera más sofisticada, gracias a inesperados quiebros de la inteligencia. Nos preguntábamos de dónde había salido ese tipo gafoso y titubeante, quien con unas frases brillantes encandilaba a una chica molona y después de pasearla por galerías de arte del Soho, por el Central Park, por el planetario, entrando y saliendo de pequeñas tiendas raras de barrios inesperados de Manhattan con una música de swing al fondo, acababa por llevársela muy pastueña a su apartamento. El tipo no paraba de elucubrar disparates neuróticos con una manzana y una botella de agua mineral en la mano y ella le sonreía admirada, se besaban en una esquina a la luz de la farola y luego terminaban con una elipsis de sexo en la cama. Este judío nacido en Brooklyn el 1 de diciembre de 1935 nos hizo concebir esperanzas de seducir de la misma forma a aquellas amigas contestatarias del pub de Santa Bárbara o del Cock si uno tenía las mismas salidas cáusticas, ingeniosas e imprevistas que oíamos de su boca. ¿Por qué no podíamos ser como Woody Allen aunque en Madrid no hubiera un puente como el de Queensboro para esperar el crepúsculo sentado con la chica en un banco contemplando la línea del cielo?

El primer avance feminista llegó a España con el éxito en las pantallas de Annie Hall, con Diane Keaton. A partir de ese momento se formó una secta de seguidores de este cineasta. Woody Allen se presentaba cada año en nuestras pantallas con su nueva cosecha como vuelven las golondrinas en primavera o cruzan el cielo los tordos en otoño. Ante cualquier estreno cruzábamos los dedos. ¿Seguiría siendo imbatible su talento? Pasaron los años. A lo largo de su dilatada trayectoria cinematográfica algunos de sus devotos habían evolucionado de la rebeldía juvenil de izquierdas al desencanto, de los amores rotos a las primeras canas, del cabreo a la ideología neoliberal para acabar en la derecha más reaccionaria. Ante los primeros fiascos los más resentidos decidieron abandonarlo e incluso muchos de aquellos progres de antaño comenzaron a odiarlo. Se daba un caso curioso. Sucedía a veces que después varias películas reiterativas, comestibles, decías, ahí te quedas, ya me sé el truco de memoria, estás acabado, pero al año siguiente volvía con una bomba, Hannah y sus hermanas o Balas sobre Broadway o Días de radio y te reconciliabas con él. A continuación, rodaba el bodrio en Barcelona o en Roma, pero de pronto se presentaba con Match Point o Midnight in Paris o Día de lluvia en Nueva York, te rendías de nuevo y todo volvía a su cauce.

Sucede lo mismo con la lectura de A propósito de nada. El lector se adentra en sus memorias chispeantes, en las que el ingenio salta como las burbujas del champán, hasta el momento en que se sumerge en la ciénaga donde tienes que creerle inocente o bajarte en la próxima parada. La lectura deja un poso agridulce por el palo de ver a tu ídolo enredado en un escándalo sexual con menores [dos investigaciones se cerraron sin encontrar indicios para llevarlo a juicio] hace casi 30 años. Ahora la antigua venganza shakespeariana de Mia Farrow desquiciada por el odio ha tomado nueva fuerza con la neurosis manipulada de los hijos, con la voracidad carroñera de las redes sociales, con la ola de puritanismo hipócrita del Me Too, que ha obligado a algunos actores y amigos a darle la espalda. En cualquier obra de teatro para un dramaturgo los problemas son más fáciles de resolver si se plantean en el primer acto, no como en este caso que después de haber bosquejado con un humor disolvente las trivialidades de su vida a Woody Allen la mierda le ha alcanzado en el último acto, cuando la cucaracha de invierno ha liberado a sus larvas.

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