A sangre fría en versión femenina

Los libros sobre crímenes cometidos por mujeres viven un singular despertar editorial en ensayos que abordan la figura de asesinas calculadoras y alejadas del estereotipo pasional

Las dos protagonistas de la serie 'Dead To Me'. En vídeo, tráiler de la serie.Vídeo: Netflix

Desde que Eva mordió la manzana, o eso dicen, las mujeres han sido retratadas aquí y allá como chifladas, manipuladoras, malévolas y propiciadoras de todo tipo de apocalipsis. En especial, en la ficción —las femme fatales que arrastran al hombre a la perdición—, donde el perfil sigue en alza, pese a los cada vez más serios y didácticos intentos por educar al espectador en lo contrario, como ocurre en Dead To Me. En esta serie de Liz Feldman para Netflix sobre dos amigas, asesinas no necesariamente por accidente, se alecciona sabiamente sobre las trampas del lenguaje y la facilida...

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Desde que Eva mordió la manzana, o eso dicen, las mujeres han sido retratadas aquí y allá como chifladas, manipuladoras, malévolas y propiciadoras de todo tipo de apocalipsis. En especial, en la ficción —las femme fatales que arrastran al hombre a la perdición—, donde el perfil sigue en alza, pese a los cada vez más serios y didácticos intentos por educar al espectador en lo contrario, como ocurre en Dead To Me. En esta serie de Liz Feldman para Netflix sobre dos amigas, asesinas no necesariamente por accidente, se alecciona sabiamente sobre las trampas del lenguaje y la facilidad con la que a una mujer se le da por loca.

En cualquier caso, mientras la ficción las cree capaces de cualquier cosa, la realidad no. “Cuando las mujeres empiezan a matar a personas de carne y hueso, nos mostramos reacios a aceptarlo”, apunta la experta en asesinas en serie Tori Telfer. “A una mujer se la considera incapaz de matar a propósito. Solo se nos ve capaces de cometer homicidios de tipo expresivo-impulsivo, es decir, en defensa propia, en un arrebato de furia, o en un ataque de histeria; nunca se considera que podamos llevar a cabo homicidios de tipo instrumental-cognitivo, es decir, planificados, premeditados, a sangre fría”, prosigue Telfer. ¿Es así? Lo es.

Retrato de Corina Rojas, protagonista del crimen de la Calle Lord Cochrane en 1916. Biblioteca Nacional de Chile.

En su iluminador y a la vez tenebroso Damas asesinas (Impedimenta), un recorrido histórico por la figura de la asesina en serie real, Telfer asegura que se produce una especie de “amnesia colectiva” cuando se trata de recordar episodios de violencia femenina. Solo así se explica, por ejemplo, apunta en el prólogo del volumen, que “cuando Aileen Wuornos fue acusada de siete asesinatos violentos en 1992, la prensa la coronó como ‘la primera asesina en serie de Estados Unidos’, título que conservaría durante mucho tiempo”.

Evidentemente, Wuornos —que asesinó a siete hombres en la carretera— no fue ni de lejos la primera asesina en serie de EE UU. Lo que ocurre con ellas, dice Telfer, es que, una vez han sido incluso “apresadas y castigadas, la mayoría acaba desdibujándose y desapareciendo entre las brumas de la historia, cosa que no sucede cuando el asesino es un hombre”. Pensemos por ejemplo en Nannie Doss, la solterona que se dedicaba a enviar cartas la mar de elocuentes a los futuros maridos que luego asesinaba a sangre fría.

Hablaba por los codos, era una mujer encantadora, y preparaba unos pasteles deliciosos, que a veces eran armas mortales. Se le detuvo por primera vez en 1950. Había matado al menos a cinco personas. Se la apodó La Abuelita Risueña porque, como dice Telfer, el submundo de las asesinas, es también, sexista. “A día de hoy recordamos a Erzsébet Báthory como una vampira sexy que solía bañarse en sangre de vírgenes”, dice. Las vírgenes eran, supuestamente, las sirvientas a las que asesinaba. Y si ella era sexy es porque era guapa. ¿Si no era guapa? “Se le ponía un apodo ridículo, como La Beldad del Infierno o Annie Arsénico”, dice Telfer.

Alia Trabucco Zerán, finalista del Man Booker Internacional, descubrió que ocurría otra cosa cuando explicaba que estaba trabajando en un libro sobre los crímenes cometidos por cuatro mujeres chilenas (Corina Rojas, Rosa Faúndez, María Carolina Geel y María Teresa Alfaro), el recién publicado Las homicidas (Lumen). Decía la palabra asesinas pero ellos entendían asesinadas. Por eso a todos les parecía bien, más que bien, les parecía necesario que alguien encarase un tema “tan urgente, tan terrible, tan común en América Latina”. “Para todos ellos era más fácil imaginar a una mujer muerta que a una mujer que mata. Mujeres y asesinas eran verdaderos antónimos, palabras que juntas resultan inaudibles, inimaginables. Las invisibles leyes del género operan de manera soterrada”, afirma Trabucco.

Retrato de Corina Rojas, protagonista del crimen de la Calle Lord Cochrane en 1916. Biblioteca Nacional de Chile.

Otra cosa que no tardó en descubrir la escritora —confinada estos días en Londres— es de qué manera la condición de loca podía enturbiar hasta el último de los crímenes investigados. Permitir que no se lo tomase en serio. “En mi investigación descubrí que a los pocos días de perpetrado un crimen ya había un relato que describía a la asesina como loca de amor, histérica, malévola, diabólica o masculina, sin importar mucho las circunstancias. El relato parecía anterior al crimen, escrito en la mitología popular, en la literatura, en el cine, en figuras como la femme fatale o Medea, listo para activarse ante cualquier caso de homicidio perpetrado por una mujer. Se patologiza, se vilifica o se mitifica a esa mujer criminal para así no tomar en serio su violencia y volver su transgresión algo irreal. Y al volverla irreal se mantiene intacto el mito de lo femenino como pasivo e inofensivo”, asegura la escritora.

Ocurre en el caso de, por ejemplo, Corina Rojas, una de sus investigadas. Harta de su marido y enamorada de un profesor de piano, visitó a brujas que le vendían hechizos para librarse de él, hasta que dio con una que le sugirió un sicario. El sicario lo mató, apremiado por Rojas. Aunque fue a la cárcel como responsable del crimen, se libró de la pena porque había sido cosa del amor, por lo que no suponía “una amenaza”.

Gabriela Mistral, que solicitó al entonces presidente chileno, Carlos Ibáñez del Campo, que librara de la cárcel a la escritora y asesina Maria Carolina Geel —que descerrajó cinco disparos a su cita, mientras cenaban, en la mesa del restaurante del hotel Crillón—, justificó su petición de indulto en favor de un colectivo pacífico “para que el futuro del género no quede ligado a lo criminal”, en una carta.

Telfer considera, sin embargo, que “saldremos ganando el día que reconozcamos la existencia de la agresividad femenina” porque no hacerlo “implica negar la realidad”.

La famosa parricida que cautivó a Almudena Grandes

Almudena Grandes ha tardado 30 años en llevar a un libro su fascinación por Aurora Rodríguez Carballeira (Ferrol, 1879-Ciempozuelos, 1956). En 'La madre de Frankenstein' (Tusquets), publicado en febrero, se despachó. Esa novela de 560 páginas pivota alrededor de los años de reclusión de la famosa parricida en el manicomio de mujeres de Ciempozuelos, adonde llegó tras dos años en la cárcel de Ventas por haber matado a su hija Hildegart, “reivindicando su derecho a destruirla igual que un escultor destruye un boceto que no le satisface, con la intención de empezar de cero”, anota Grandes al final del libro. Bruñida desde la infancia por su madre para encarnar el modelo de la nueva mujer republicana, la superdotada Hildegart accedió a la universidad a los 13 años y se convirtió en una influyente líder juvenil que llamó la atención dentro y fuera de España. Cuando comenzó a dar señales de querer sacudirse la sombra materna, Aurora Rodríguez Carballeira, puede que igual de dotada intelectualmente que su hija pero con un claro trastorno mental, la asesinó el 9 de junio de 1933 de cuatro disparos. Aunque el crimen despertó gran expectación, Aurora Rodríguez murió tan olvidada que se discrepa incluso sobre la fecha. / TEREIXA CONSTENLA

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