El exilio más cruel y triste para el poeta romano más mundano
Augusto desterró a Ovidio, autor de las ‘Metamorfosis’, a los confines del imperio por causas que aún no se han aclarado
Que te encierren en toda una ciudad no parece un confinamiento muy severo, visto lo que estamos pasando. Pero si eres un ingenioso poeta mundano, algo frívolo y fiestero (y ligón) acostumbrado al bullicio y el cosmopolitismo de Roma y el lugar al que te envían es la fría y sobria Tomos (o Tomis), la actual Constanza en Rumanía, la Mesia de entonces, una ciudad de provincias en los confines del imperio, con una vida cultural y social casi inexistente, rodeado de bárbaros que ocasionalmente lanzan flechas por encima de las murallas y obligado a afrontar un clima terrible, la situación puede ser ...
Que te encierren en toda una ciudad no parece un confinamiento muy severo, visto lo que estamos pasando. Pero si eres un ingenioso poeta mundano, algo frívolo y fiestero (y ligón) acostumbrado al bullicio y el cosmopolitismo de Roma y el lugar al que te envían es la fría y sobria Tomos (o Tomis), la actual Constanza en Rumanía, la Mesia de entonces, una ciudad de provincias en los confines del imperio, con una vida cultural y social casi inexistente, rodeado de bárbaros que ocasionalmente lanzan flechas por encima de las murallas y obligado a afrontar un clima terrible, la situación puede ser muy claustrofóbica, como pasar mes y medio en un piso, sin perro.
Eso es lo que le ocurrió a nuestro confinado de hoy, Ovidio, nada menos, uno de los más grandes poetas de la antigüedad, el autor de las Metamorfosis, desterrado fulminantemente, de un día para otro, por Augusto al sitio más lejano al que podía llegar el emperador con el estricto dedo sobre el mapa. El escritor hubo de pasar el resto de sus días allí, ocho largos y llorosos años (del 9 al 17) , en la remota ciudad situada en la costa del Mar Negro, el Ponto Euxino –“a nadie se le asignó nunca un lugar más alejado o más horrible”- , suspirando por regresar a su amada Roma, suplicando (por carta) que le permitieran abandonar el encierro y obligado por el frío hasta a ponerse pantalones, lo que para un romano acostumbrado a ir a la moda como un Petronio debía ser el acabose.
De lo mal que llegó a pasarlo en ese confinamiento Ovidio dan fe sus hermosas Tristes, una de las colecciones de elegías más melancólicas e infelices que se han escrito jamás y que son una buena lectura cuando uno cree que esto de la pandemia no se acabará nunca. Bien, en realidad pobre consuelo encontraremos en las Tristes, aparte de ver que hay quién lo ha pasado peor, pues Ovidio murió en Tomos consumido por la pena y sin ser redimido ni perdonado, sin ser desconfinado del Ponto Euxino, vamos. Algunos fragmentos de las Tristes, así como de su otra conmovedora creación en el exilio, las Pónticas (traducción de ambas de José González Vázquez, Gredos, 1992), suenan muy pertinentes en la actualidad del confinamiento: “La avara naturaleza me ha encerrado en un reducido espacio y ha dado a mi inspiración unas fuerzas demasiado exiguas”, “me dices que distraiga con el estudio mi lamentable situación, a fin de que no se consuma mi espíritu en una vergonzosa ociosidad”, “el tiempo de la inactividad será para mí la muerte; ni me agrada estar borracho hasta al amanecer a causa del excesivo vino, ni el seductor juego de los dados ocupa mis inseguras manos; y una vez que he dedicado al sueño las horas que el cuerpo pide, ¿cómo emplearé en vela el largo tiempo?”. En pleno arrebato de ganas de salir de Tomos, Ovidio se siente “como la nave podrida que es devorada por la invisible carcoma, como los acantilados socavados por el agua marina, como el hierro abandonado atacado por la mordaz herrumbre, y como el libro archivado devorado por la polilla”, que es como uno se describiría cualquier tarde de estas, de tener el talento del poeta.
Publio Ovidio Nasón (43 antes de Cristo-17 después de Cristo), era originario de Sulmo (actual Sulmona, en los Abruzos), como hijo de una adinerada familia de rango ecuestre, clase social de prestigio, fue enviado a Roma para su educación y estudió allí retórica. Tras el preceptivo largo viaje por Grecia se dedicó a la carrera judicial para complacer a su padre, pero pronto, al mantener una activa vida social y conocer a Horacio, Tíbulo y Propercio, ingresando en el círculo de Mesala (el patrón de las artes, no confundir con el malo de Ben-Hur), que fue su mentor, abandonó el derecho por la poesía (por lo visto todo lo que escribía le salía en verso) , ganando rápidamente prestigio hasta convertirse en el poeta más apreciado de Roma. Vivía en una casa de campo rodeada de jardines, en las afueras de la ciudad, y se casó tres veces, la última con una joven viuda, Fabia, que no lo siguió al lejano confinamiento pero con la que -quizá precisamente por eso- mantuvo una muy buena relación (epistolar).
Entre su producción antes de tener que marcharse de Roma figuran sus obras amatorias, que dan fe de que se lo pasaba en grande. Entre ellas están los Amores, que giran, con todos los deliciosos triunfos y ligeros contratiempos del amor, en torno a su amante Corina (poseedora de un papagayo como la Lesbia de Catulo de un gorrión: ambos pájaros murieron para dar pie a sendos poemas). En los Amores, Ovidio se muestra muy sensual -hay que ver qué tórridamente describe un encuentro con Corina tras quitarle la túnica, mostrando las grandes posibilidades de la elegía erótica: “Cuán a propósito era la forma de sus pechos para apretarlos” (¡y que vivan los clásicos!). Y confiado en su savoir faire: “Ninguna mujer se ha visto defraudada por mis servicios. Muchas veces he pasado disolutamente la noche entera y todavía por la mañana estaba dispuesto para el amor y con fuerza en el cuerpo”. Aunque en el Libro III tenemos la más sincera confesión de un gatillazo de la historia de la literatura latina, un tema que difícilmente encontraremos en el austero Virgilio o en La Guerra de las Galias: “Me dio besos provocadores con apasionada lengua, y puso su lascivo muslo debajo del mío, diciéndome ternezas, llamándome su señor y añadiendo las palabras comunes que en estos casos nos gusta oír. Pero mi miembro perezoso, como inficionado por la fría cicuta, no correspondió a mis intenciones” (traducción de Vicente Cristóbal, Gredos, 2010). Ovidio se lamenta, “¿cómo va a ser mi vejez cuando me llegue si mi juventud ya falta a sus deberes?”. Y añade, para compensar y quizá echándole un poco de literatura: “Y sin embargo hace poco dos veces la rubia Clide, tres veces la pálida Pito y tres veces Libas disfrutaron una tras otra de mis favores. Me acuerdo de que en el corto espacio de una noche Corina me pidió que nos amáramos y yo aguanté nueve veces”. Hummm. Menos lobos Publius Ovidius. Parecería que nos estamos desviando del tema y que el confinamiento hace mella, pero todo esto es relevante para entender el carácter de Ovidio y que sufriera tanto lejos de Roma.
La otra gran obra amatoria del poeta es, claro, El arte de amar, el Ars amatoria o Ars amandi, un poema didáctico en tres libros sobre las técnicas del cortejo y las intrigas eróticas, con entradas como Conoce a ti mismo y explota tus dotes, Cómo eludir la vigilancia del marido o ¡Qué no se entere de tu aventura con otra! (nunca hubiera dicho uno que cerca está Ovidio del Sandro Giacobbe de Jardín prohibido). No debemos olvidar otras obras del poeta como las Heroínas, cartas de mujeres mitológicas a sus esposos o amantes, los Fasti, un calendario poético de las festividades romanas, o, por supuesto, las famosas Metamorfosis, una deliciosa colección de historias del mito y la leyenda concernientes a casos de transformaciones de humanos en otros seres o cosas. Se ha perdido su tragedia Medea.
El caso es que Ovidio se las prometía muy felices cuando de repente, zas, un día en el año 8, contando 52 años, le cayó encima, como un rayo, el enfado del emperador Augusto. El poeta estaba de viaje en la isla de Elba y allí recibió la fatal orden. Consistía ésta en una relegatio, una condena al exilio más leve que la deportatio pues no comportaba la confiscación de la fortuna ni la pérdida de la ciudadanía, pero era de por vida y había de cumplirse con efecto inmediato. El poeta regresó sin dilación de Elba a Roma para pasar la última noche en la ciudad en compañía de la familia y los amigos y al amanecer tomó rumbo a Tomos, de donde no regresaría jamás. Podemos imaginar la pena de esa noche y del largo viaje, pero no hace falta, porque la describió minuciosamente con mucha carga poética el propio Ovidio en las Tristes.
Es un misterio qué diablos hizo el escritor para contrariar y poner furioso de esa manera a Augusto. Hacer cábalas y elaborar teorías sobre el asunto ha sido tradicionalmente uno de los grandes entretenimientos de la historia de la literatura latina. El mismo Ovidio nos dio algunas pistas. Dice que la causa de la ira del emperador fueron carmen et error. Una obra y una equivocación (una metedura de pata). La primera ha de ser El arte de amar, que era un torpedo en la línea de flotación de la nueva moral que había decidido instaurar en Roma Augusto. El poeta, mecido en su fama y el ambiente liberal de su círculo, se habría pasado por el forro las advertencias del emperador y las leyes sobre el matrimonio. En cuanto a lo segundo, que seguramente fue lo que de verdad le condenó, parece haber sido una indiscreción, haber visto algo que no debía, y que ofendió al emperador. Se ha señalado que quizá el poeta pudo haber visto a la esposa de Augusto, Livia, bañándose desnuda en todo su esplendor de Mrs. Robinson romana (de ser así tuvo suerte de que Livia no lo envenenara). O descubrió casualmente algo escandaloso relacionado con las pillastras de las dos Julias, la hija y la nieta de Augusto, quizá el supuesto incesto de la primera con el emperador o el adulterio de la segunda. A mí me hace particular gracia que quizá fuera, como han dicho algunos estudiosos, haber pillado el poeta al emperador en un ataque de rabia particularmente sonrojante tras la derrota de sus tropas en Teutoburgo -igual lo de “¡Varo, Varo, devuélveme mis legiones!” lo dijo echando espuma por la boca y en calzoncillos (subligaculum)-. Se ha apuntado también que pudo haber sido un asunto religioso, que Ovidio se hubiera colado en una ceremonia sagrada reservada a las mujeres, o participara en algún ritual mágico prohibido, quizá de los pitagóricos, a los que frecuentaba. O acaso fue un tema político, y se apuntó a alguna iniciativa que postulara a Agripa Póstumo para la sucesión imperial en contra de Tiberio. En este caso, de todas formas, no habría llegado a ser una conspiración, pues a Ovidio no le hubiera significado el destierro sino que le hubiera costado la cabeza.
En fin, que es un misterio que quizá no se resuelva nunca. A lo mejor fue una mezcla de varias cosas, con el punto final de una ofensa al emperador y a la familia imperial, y resultado de que Ovidio se le atragantara a Augusto, a Livia o a Tiberio, o a los tres a la vez. El proceso fue secreto y solo se conoce la sentencia. Lo sancionó Augusto sin la participación del Senado ni de juez ni tribunal algunos. El tono del edicto imperial fue muy severo e incluyó la condena también del Arte de amar, obra que pasaba a estar prohibida y se retiraba de las bibliotecas públicas. Sea como fuera, el poeta se lo tomó muy mal, como si lo enterraran en vida. Roma no solo era su lugar de recreo y la razón de su existencia, sino también su inspiración. Pese a que en algunos de los textos de las Tristes y Pónticas que hizo llegar a la capital, incluido un poema dirigido a Augusto, no dudó en humillarse, ponerse de rodillas y adular rastreramente al emperador solicitando su clemencia, nunca lo perdonaron.
Así que ahí tenemos a Ovidio confinado en Tomos tras un largo y peligroso viaje en el que ya empezó a escribir elegías desgarradoras nada más poner un pie fuera de casa -“salgo, o más bien aquello era ser llevado al sepulcro sin haber muerto, escuálido, con el pelo desgreñado sobre mi intenso rostro”, dejando a su esposa (que, recordemos, no quiso acompañarlo: habría leído lo de Clide, Pito, Libas y Corina) “enloquecida por el dolor, perdidos los sentidos, desvanecida”-. El lugar de destierro le pareció un horror. Tomos, “en los golfos de los getas y los sármatas”, era un destino espantoso para alguien como Ovidio. El confín del universo. “Longius hac nihil est, nisi tantum frigus et hostes, et maris adstricto quae coit unda gelu” (más allá, ninguna otra cosa hay, sino frío, enemigos y agua de mar que se congela en apretado hielo). Aunque nominalmente una colonia griega fundada por gente de Mileto en la costa del Mar Negro, en Escitia, que mira que suena siniestro, un poco al sur del delta del Danubio, estaba solo superficialmente helenizada y según le pareció al poeta romano había tantos bárbaros fuera de la ciudad como dentro. En la época que pasó bajo el dominio romano, Tomos tenía unas veinte hectáreas (en comparación con las casi dos mil de Roma). Era un lugar pequeño en un país inhóspito en una esquina del imperio (véase Cities of the classical world, de Colin McEvedy, Penguin, 2011). El clima era atroz y se vivía en constante alarma por los ataques de los getas y sármatas que depredaban el territorio de la ciudad y lanzaban flechas por encima de las murallas, como cuenta, alucinado, Ovidio: eso en el Foro de Roma no pasaba. Apenas se hablaba el latín, o no el refinado de Ovidio: “No puedo mantener conversación alguna con este pueblo salvaje”, escribe mientras sueña con la primavera en Roma.
La ciudad se convirtió en el 82 en la capital de la provincia de Moesia Inferior y fue también capital de la federación del Ponto. En el siglo IV decayó mucho. Fue renombrada Constantia (de ahí Constanza) en honor de Constantino el Grande, sobrevivió a las invasiones de godos y hunos y fue tomada por los eslavos. Pasó a ser una ciudad rumana al crearse ese Estado en 1878 y es hoy el puerto más grande del país, con 350.000 habitantes. Fue uno de los destinos finales de Patrick Leigh Fermor en su largo viaje iniciado con El tiempo de los regalos. En El último tramo (RBA, 2014), explica que los marinos griegos cambiaron para conjurarlo el nombre originalmente ominoso de Ponto Axeinos (el mar hostil o anti extranjeros), por el de Ponto Euxinos, el mar que da la bienvenida (Ovidio hubiera firmado el primero). Y describe el color azul intenso del Mar Negro, “con la luz del sol de invierno, o gris acero, o cobalto, sombreado de nubes raudas, estremecido por las gotas de lluvia, agitado por el viento que formaba en él súbitas olas enojadas”. Mantiene Constanza un ambiente melancólico como muestran algunas de las fotos que ilustran este texto, obra del notable viajero, guía y arqueólogo de la Complutense Ángel Carlos Pérez Aguayo, y tiene entre sus atracciones turísticas la estancia de Ovidio. Es el lugar ideal sin duda para ir a leer las Tristes y Pónticas y darte un revolcón de esplín y nostalgia.
Se desconoce el emplazamiento de la tumba de Ovidio que debió ser enterrado en su lugar de destierro, prorrogando despiadadamente su confinamiento a la eternidad. Un cuadro de 1640 de Johan Heinrich Schönfeld en el Museo Nacional de Budapest muestra imaginativamente a un grupo de escitas junto al sepulcro en Tomos, ilustrando el triste vaticino de las Tristes: “Una tierra bárbara cubrirá este cuerpo al que nadie ha llorado, y mi sombra vagará entre las de los sármatas y siempre será extraña en medio de dioses salvajes”. Se ha especulado con que las cenizas del poeta hubieran sido trasladadas a Roma. Solo podemos desear que haya sido así.