Opinión

Juan Cueto, el intérprete del progresismo

El fallecido periodista descifraba el significado de los mitos sociales del momento y los mensajes subliminales del consumo

El periodista y escritor Juan Cueto, en 2011.SAMUEL SÁNCHEZ

Allá por los años ochenta del siglo pasado, cuando la historia de España trepidaba junto a las barras de los bares de Malasaña, escribí de Juan Cueto como puedo hacerlo ahora que ha muerto. Fue el intérprete más verídico de la neurosis de una generación que dijo llamarse progresista, la que en este país estrenó la modernidad. He aquí la clave: lo mejor era estar loco, pero sobre todo ser íntimo del farmacéutico. Cueto descifraba el significado de los mitos sociales del momento, los mensajes subliminales del consumo, el susurro de los dioses detergentes con el bisturí frío, con el mismo que mac...

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Allá por los años ochenta del siglo pasado, cuando la historia de España trepidaba junto a las barras de los bares de Malasaña, escribí de Juan Cueto como puedo hacerlo ahora que ha muerto. Fue el intérprete más verídico de la neurosis de una generación que dijo llamarse progresista, la que en este país estrenó la modernidad. He aquí la clave: lo mejor era estar loco, pero sobre todo ser íntimo del farmacéutico. Cueto descifraba el significado de los mitos sociales del momento, los mensajes subliminales del consumo, el susurro de los dioses detergentes con el bisturí frío, con el mismo que machacaba los hielos del gin tonic. Se abría paso entre el calmante y el estimulante hacia los últimos hilos del cerebro, que ya lindaban con su cogote cubierto con una melena que se peinaba con los dedos, y de allí sacaba una respuesta rápida, imaginativa, sorprendente para todo. Lo que escribí de Juan Cueto entonces, podría rubricarlo ahora que se ha ido a ocupar un sillón preferente en la historia del periodismo. Entre toda aquella camada era el que tenía el revólver más presto para disparar siempre que la bala fuera de plata y valiera la pena usarla, pero nunca para herir de forma ingenua, frívola y gratuita. Pasaba una cosa rara: decías una frase ocurrente y a partir de ella Cueto comenzaba a navegar, la sobrepasaba por la izquierda, la recreaba, la reordenaba, la rompía, le sacaba el excipiente y finalmente la despeñaba en el absurdo. Como vaquero de la modernidad era, sin duda, el más rápido en desenfundar, con un pie en el estribo en la barra de Boccaccio, el caballo atado en la puerta relinchando por las ganas de compartir el gin tonic de la hora séptima. Ese caballo era una moto de gran cilindrada, en cuyos plateados tubos de escape se pintaban los labios negros las punkis de rodillas en el asfalto.

Fue un intelectual fino sin ahorrarse cierto salvajismo del norte, entre la seducción y el sarcasmo, de vuelta de todos los universos. He aquí la cuestión, dijo Hamlet: no sé si suicidarme o tomarme una coca-cola. Este es para mí Juan Cueto, con su bigote a lo Nietzsche, el de las antiguas carcajadas ante el esperpento español, el que todo lo vio venir el primero, el que enseñó a una generación a chascar los dedos para burlarse de Kant o llamar al camarero.

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