Alba

El parpadeo de las primeras luces de la aurora, tema central del libro de Alfonso Alegre Heitzmann

Amanecer con un molino al fondo en Voledam (Holanda).EL PAÍS

Justo al principio del capítulo IV de la primera parte de la novela El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605), podemos leer la célebre frase: “La del alba sería…”, cuando el recién nombrado caballero inicia su fabulosa aventura. Y es que justo en esa hora suelen comenzar y terminar los afanes, venturosos y desventurados, del ser humano mortal. Claro que nacemos y morimos en cualquier momento del día o de la noche, pero también distinguimos cuáles son, por así decirlo, los de mayor carga heráldica. De esta manera parece en...

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Justo al principio del capítulo IV de la primera parte de la novela El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605), podemos leer la célebre frase: “La del alba sería…”, cuando el recién nombrado caballero inicia su fabulosa aventura. Y es que justo en esa hora suelen comenzar y terminar los afanes, venturosos y desventurados, del ser humano mortal. Claro que nacemos y morimos en cualquier momento del día o de la noche, pero también distinguimos cuáles son, por así decirlo, los de mayor carga heráldica. De esta manera parece entenderlo el poeta Alfonso Alegre Heitzmann (Barcelona, 1955), que ha titulado su último libro precisamente El camino del alba (Tusquets), en el que es tema central el parpadeo de las primeras luces de la aurora y, en general, el destello numinoso de lo blanco allí donde se produzca, como así bellamente lo describe en su poema “Almendra” “Fulgor tan blanco,/la nieve es flor/del árbol más desnudo/, primavera de luz/que viene en invierno”.

Etimológicamente, el término “alba” o “albo” deriva del latino “albus”, que genéricamente significa “blanco”, pero basta considerar las múltiples derivaciones en nuestra lengua de esta palabra para mostrar su rica variedad semántica y, sobre todo, no pocas veces, su unción sacral y metafísica. En estos últimos surcos hunde sus poemas este trovador catalán, que merece este añejo nombre, porque conjuga la musicalidad del verbo con una profunda carga semántica. La concisión de sus versos, depurados al máximo, nos recuerda la sintética brevedad de los haikus, pero también —o a mí me lo parece— esa inclinación epigramática de Emily Dickinson, aunque, en el caso de Alegre Heitzmann, despojados de cualquier atisbo sarcástico.

La caída en el tiempo del hombre le emplaza a la lucidez de apercibirse en ese umbral de la contemplación de su precario estar en el mundo, en ese instante absoluto que es la revelación. La enjundia paradójica de este momento le hace percatarse del haz y el envés de lo real, pautado por la íntima relación entre la palabra y el silencio, la claridad y la oscuridad, la vida y la muere, el ser y la nada. Lo expresa Alegre Heitzmann con un tino conmovedor: “Late el fruto/en la ausencia,/el sol en el vacío”; y, los subraya en esa quebrada del final de otro poema, con fuerza conminatoria: “TIEMPO es presencia”.

El horizonte de este poeta, como no podía ser menos, se ensancha para recoger en su regazo todas las manifestaciones artísticas. Así glosa con magnificencia a esos poetas mudos que son los artistas plásticos con ajustadas saetas, para el caso, de Cézanne —“una línea, un color, en todas partes”—, Kounellis o Tàpies, que “construyen un vacío que sabe contener una ausencia”. Estamos en los umbrales del pensamiento puro. Lo vieron los dos pensadores más relevantes del siglo XX, Heidegger y Wittgenstein, este último al afirmar que “la filosofía debería ser únicamente poetizada”. Porque el canto —la trova— es el hallazgo del musical hilo para remontar el misterio de nuestra naturaleza; y el silencio, la génesis para nombrar su sentido. Y ahí está Alegre Heitzmann, al que le cuadra la corona de laurel de la autorreflexión poética que estampó Jorge Guillén en Cántico: “Impulso de un final, ya pulso pleno,/se muda en creación que nos confía/su inagotable atmósfera de estreno/. Gracia de vida extrema, poesía”.

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