PATIO DE COLUMNAS

El demonio de la concordancia

La manera en la que contamos los acontecimientos de la humanidad parece la bitácora de un club de señoritos otorgándose condecoraciones entre sí

“El hombre descubrió el fuego”. “El hombre llegó a la luna”. “El hombre inventó la escritura”. “El hombre domesticó a los perros”. “El hombre es el lobo del hombre”. La manera en la que contamos los acontecimientos de la humanidad parece la bitácora de un club de señoritos otorgándose condecoraciones entre sí, como si la cultura fuera sólo un resabio de testosterona. En nuestra lengua, este arcaísmo se expresa también en cómo designamos el plural que incluye a personas de distinto género.

A eso intenta responder la práctica actual de dirigirse a una congregación diversa: licenciados y l...

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“El hombre descubrió el fuego”. “El hombre llegó a la luna”. “El hombre inventó la escritura”. “El hombre domesticó a los perros”. “El hombre es el lobo del hombre”. La manera en la que contamos los acontecimientos de la humanidad parece la bitácora de un club de señoritos otorgándose condecoraciones entre sí, como si la cultura fuera sólo un resabio de testosterona. En nuestra lengua, este arcaísmo se expresa también en cómo designamos el plural que incluye a personas de distinto género.

A eso intenta responder la práctica actual de dirigirse a una congregación diversa: licenciados y licenciadas, bibliotecólogos y bibliotecólogas, carpinteros y carpinteras, pecadores y pecadoras, atentos y atentas; lo cual, previsiblemente, irrita sobremanera a los académicos de la lengua, que repiten hasta el cansancio que eso es incorrecto, pero su irritación no les alcanza para averiguar por qué tanta gente cree que la forma anterior ya caducó.

La pesadilla improbable de los académicos es que en el futuro tendremos que dedicar buena parte de nuestras alocuciones a enumerar los títulos de un conjunto cada vez más diverso de interlocutores, y luego a dilatar cada oración en función de la concordancia (nosotros y nosotras los y las que somos flemáticos y flemáticas, etcétera).

Cierto es que la de los pares de palabras es una solución tosca, mas no es gratuita, nace del reconocimiento de un avasallamiento milenario, y, más allá, apunta a la noción de que cada cual puede asumirse en el mundo como le dé la gana, y que sus genitales son parte de su identidad, no lo único que la define. El problema no está ahí, el problema es cómo hablar de nosotros si hemos de seguir hablando de la humanidad como una especie con una historia y un destino en común.

¿Qué hacer con ese “hombre” que la subsume y con el entramado lingüístico en que existe? No es algo que se vaya a solucionar cuando las autoridades de la Academia cambien de parecer, o cuando se sustituya la o y la a por x y por @. Pero, al menos estos experimentos, ayudan a repensar cuál es el sujeto de la historia, y es probable que entonces la lengua se transforme a partir de esa reflexión. Porque no hablamos en obediencia a ninguna tabla de la ley, sino tratando de articular cómo cambia nuestra comprensión del mundo.

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