CRÍTICA | TRES RECUERDOS DE MI JUVENTUD

Disputas de la vida sexual

Como el gran heredero de la nouvelle vague que es, Desplechin parece estar componiendo una película del Jacques Rivette de sus inicios

Arnaud Desplechin nunca se lo ha puesto fácil al público. Pero, en esa cuesta arriba, en esas narrativas a contracorriente, en esas digresiones, en esas salidas de tono, en esos protagonistas lejos de la caricia y cerca del ardor, en esos toques intelectuales de alta graduación, en esos metrajes grandilocuentes, algunos hemos ido encontrando a un autor con el que dar un paso más en nuestra formación cinematográfica, en nuestra huida de la convención, con el que la dificultad no era una barrera sino un acicate.

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Arnaud Desplechin nunca se lo ha puesto fácil al público. Pero, en esa cuesta arriba, en esas narrativas a contracorriente, en esas digresiones, en esas salidas de tono, en esos protagonistas lejos de la caricia y cerca del ardor, en esos toques intelectuales de alta graduación, en esos metrajes grandilocuentes, algunos hemos ido encontrando a un autor con el que dar un paso más en nuestra formación cinematográfica, en nuestra huida de la convención, con el que la dificultad no era una barrera sino un acicate.

TRES RECUERDOS DE MI JUVENTUD

Dirección: Arnaud Desplechin.

Intérpretes: Mathieu Amalric, Lou Roy-Lecollinet, Quentin Dolmaire, Léonard Matton.

Género: drama. Francia, 2015.

Duración: 122 minutos.

En Tres recuerdos de mi juventud, última película del director francés, Desplechin despista con una inicial historia de espionaje para virar pronto hacia la epopeya romántica, iniciática y nostálgica, en cierto modo autobiográfica, con la que incide en algunas de sus reflexiones de Comment je me suis disputé... (ma vie sexuelle), de 1996, y en la que regresa a su mismo personaje protagonista. Una relación que, una vez más, tiene al enorme Mathieu Amalric como álter ego, y que el director de Reyes y reina (2004) y Cuento de navidad (2008), su obra maestra, articula a través de esas inclasificables y personalísimas tomas con las cuatro esquinas del encuadre oscurecidas, como en una fantasmagórica película de cine mudo, otorgando al espectador una inequívoca sensación de mirón que experimenta lo prohibido. También por medio de sus desconcertantes elipsis, de sus digresiones, de su exquisita selección de libros, músicas y canciones, de sus toques filosóficos, e incluso de una narración en la que se gira de la primera persona a la omnisciencia con la naturalidad de un artista dispuesto a hacerte trabajar duro para lograr el disfrute acostumbrado.

Como el gran heredero de la nouvelle vague que es, Desplechin parece estar componiendo una película del Jacques Rivette de sus inicios. Los de los tiempos que retrata en su ficción, como un París nos pertenece del nuevo milenio, solemne y burlón.

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