Curzio Malaparte, la perfección del zig-zag

“No puedo escribir más de lo que he visto y vivido”, confesó una vez el italiano Curzio Malaparte. Visto y vivido a su manera, claro. Pero tampoco necesitaba más: con 17 años, escapándose de casa, ya luce la camisa roja de la Legión Garibaldina en Francia contra los alemanes y se tirará dos años más en las Dolomitas, temerario subteniente en trincheras cavadas a pico y pala; apátrida ideológico, se inscribe en los fascio de Florencia, los más violentos en las calles contra comunistas; será medio protegido de Mussolini y admirado por el conde Ciano; protagonizará 20 duelos y le perseguirán 34 e...

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“No puedo escribir más de lo que he visto y vivido”, confesó una vez el italiano Curzio Malaparte. Visto y vivido a su manera, claro. Pero tampoco necesitaba más: con 17 años, escapándose de casa, ya luce la camisa roja de la Legión Garibaldina en Francia contra los alemanes y se tirará dos años más en las Dolomitas, temerario subteniente en trincheras cavadas a pico y pala; apátrida ideológico, se inscribe en los fascio de Florencia, los más violentos en las calles contra comunistas; será medio protegido de Mussolini y admirado por el conde Ciano; protagonizará 20 duelos y le perseguirán 34 espías; conspirador conspicuo; diplomático de salón; traidor sin escrúpulos de sus amigos; seductor sin par, dandy de uñas pintadas pero hiperpudoroso y avaro de su linfa vital, homófobo; compañero de viaje de las tropas alemanas en 1941 en la sangrienta invasión de Rumanía y en Ucrania; codiciado objeto de deseo de demócratas cristianos y de comunistas, que lograron que tuviera carnet del partido y elogiara la China de Mao…

Pero nunca trayectoria tan zigzagueante tuvo coherencia tan perfecta. Maurizio Serra, diplomático inglés de origen italiano, lo constata en Malaparte. Vidas y leyendas (Tusquets; premio Goncourt de biografías 2011) tras remover 12.000 páginas de papeles y cartas (tuvo más de mil corresponsales) del autor de Kaputt y abrir en canal todos sus libros, desmenuzados en lo literario y lo psicológico en la biografía más completa de un personaje que “no inspira tanto simpatía como curiosidad”. En cualquier faceta de su vida.

La camisa roja de Garibaldi. Si los niños no hacían ofrendas a Auramada, habría tormento atroz: las pestañas se les retorcerían y clavarían en los ojos… Leyenda malapartiana pura. Se la inventó de niño Kurt Erich Suckert, hijo de padre alemán experto en tejidos, nacido el 9 de junio de 1898, capaz de hacer creer a sus cuatro hermanos y hasta a sí mismo que había perdido un velero de juguete que nunca existió. Personalidad de un chico que es el mejor orador del colegio donde antes pasó su modelo Gabriele D’Annunzio, pero que pronto quiere vengarse de una educación casi prusiana huyendo de casa y alistándose en 1914 en la Legión Garibaldina; o buscando un sucedáneo paterno en el marido de su nodriza, obrero agrícola, de cuya familia aprenderá a no tolerar ni una mancha y la rigidez con el alcohol; o cambiándose de apellido en 1935, optando por Malaparte tras leer un opúsculo del centenario de Napoleón. Su madre, Evelina, nunca dijo gran cosa. “Estoy destrozado”, admitió por única vez en su vida cuando aquella murió, en 1950: le había guardado en un paquetito la camisa roja de garibaldino, su particular Rosebud.

Duelos con uñas pintadas. Evelina le dio también buen porte, 1,84 metros que él, practicante de gimnasia, esgrima, alpinismo y ciclismo (en una de sus autocampañas de imagen proyectó recorrer EEUU en bicicleta, patrocinado por Coca-Cola) y espartano en la comida (poca pasta, mucha ensalada, nunca postres, moderada bebida), conservó intacto toda su vida. Le perdía la estética, así en la literatura como en su cuerpo: se afeitaba manos y pecho, se pintaba las uñas, llevó el pelo engominado y teñido; sus uniformes se los hacía a medida y le apasionaban las corbatas, piezas estrella de un guardarropa de diva. El pavor a la decadencia física le torturó al final de sus días, cuando la lesión pulmonar que le provocaron los gases que inhaló en las trincheras de Bligny en 1918 (y no ni los abundantes Gauloises ni Gitanes que fumó) derivó en un cáncer que le alcanzó en China en 1956 y que le carcomía a razón de cuatro kilos por semana. Pero hasta en el hospital iba siempre repeinado y el batín, bien puesto.

La ruleta rusa de la política. “La revolución no puede dar demasiado poder a quienes no se ponen al servicio de la colectividad. El señor Malaparte está siempre al servicio de sí mismo”, dictó Mussolini en uno de sus cuadernos. “Prefiero a los vencidos, pero yo no podría adaptarme a la condición de vencido”, se definió él en lo estético y lo ideológico. Su afición a la cosmética, pues, también la aplicó a la política. Desde el substrato rebelde que le dejó temporales pinceladas marxistizantes y anarquizantes, siempre mostró rasgos fascistoides: devoción por la fuerza, caracteres duros y estados totalitarios. Su afiliación al fascismo en 1922 lo justificó como “una reacción al mensaje de antinación de socialistas y comunistas”. La verdad: la aventura y la convicción de que el fascismo sería el nuevo caballo ganador. Hablaba de “extremismo necesario” en su revista La conquista dello Stato (1924-1928) y de esa época empezó su deslizamiento desde el fascismo revolucionario al de Mussolini, capital en su vida. Relación curiosa: apenas se vieron seis veces cara a cara; estuvo a punto de escribir su biografía; dejó a medias un retrato en el que le acusaba de equilibrista (Don Camaleón) y lo siguió sinceramente mientras fue fuerte. Cuando intuyó su declive, empezó a despreciarlo, con especial ganas en tanto nunca le dio cargos de relevancia. También estaba resentido por no permitirle publicar en Italia uno de sus libros emblemáticos, Técnicas del golpe de Estado, lectura de Hitler y del Che, y en cuya solapa adorna su biografía haciéndose partícipe de la fascista Marcha sobre Roma donde nunca estuvo.

En política, jugó a la ruleta: intuitivo, hizo apuestas por personajes como el héroe militar y aviador Italo Balbo (a quien después calumnió para hacer méritos ante Mussolini); está su falsa declaración en el juicio por el asesinato del socialista Matteoti (su episodio más rastrero) y su fingida amistad con el conde Ciano y su esposa, la hija del dictador (de los que logró que le subvencionaran generosamente su revista Prospettive, que entrara en el Corriere della Sera o intercedieran ante el Duce cuando Balbo contratacó y logró que Malaparte fuera confinado a la isla de Lipari cinco años, que en realidad fueron cinco meses, algo que olvidaba matizar).

Los saltos de caballo, amén de comportar la traición de amigos como Balbo o el carnicero fascista de Mallorca Bonaccorsi, le llevaron a hacer malabarismos con las potencias emergentes. Así apostó por Estados Unidos, al que vio nuevo amo del mundo, intuido ya que la Europa de ayer había muerto. También maniobrará con la URSS: el mito de los que derrotan a Hitler con gran disciplina y sacrificio de vidas; fue más estético que ideológico pero se acercará a los comunistas italianos y a Giorgio Napolitano; y llegará a tener carnet; en compensación, ellos le salvarán de los juicios por fascista. El último malabarismo fue China: “Allí es donde el socialismo se juega su última oportunidad”, escribirá en unos artículos que fueron sus páginas más tiernas, incapaz de ver la utilización política que hiciera el régimen de Mao durante su hospitalización. “Es un país justo, libre y bueno”, aduló, poco antes de ser repatriado en marzo de 1957. En cualquier caso, legó a la República Popular China su caprichoso chalet de Capri. Su enésimo juego de ruleta rusa.

El instinto asesino de la pluma. Los artículos primeros eran modestos y los poemas patrióticos, patéticos. Pero todo cambió de golpe: Malaparte se hizo como escritor con la cólera y la vehemencia de su experiencia en la guerra. La escuela de las trincheras de la I Guerra Mundial le hizo hombre y escritor de golpe. Lo demuestra, con 20 años, en ¡Viva Caporetto!, su experiencia bélica a lo Tempestades de acero jüngueriano, menos reflexivo que el alemán porque su estilo hace malabares con elementos opuestos y desconcertantes para hipnotizar al lector. Es un observador perspicaz, como reflejará en sus reportajes por media Europa para L’stampa de finales de los años 20. No hay espacio para el tópico.

Ha madurado también en sus lecturas. En Prospettive, que en la práctica dirige un jovencísimo Alberto Moravia, exhibirá su nariz por las últimas tendencias en arte y pensamiento. La Segunda Guerra Mundial, con su hedor de destrucción física y moral, acentuará su magia para captar no tanto lo que ve (sigue falseando presencia y fechas) como lo que siente e intuye, apoyado por su especial sensibilidad por lo insólito, que le lleva a saltar desde un vivac a un club de golf, pasando por el realismo fantástico de un bosque petrificado por el hielo. El mejor ejemplo es Kaputt, reportaje-novela donde, a pesar de alterar la realidad, como ha hecho con los trabajos en la revista alemana Signal, luce su gran paleta de colores y su exquisito voyeurismo. El Volga nace en Europa (de 1951) es su mejor catálogo, más interesante que La piel, estigmatizado por el Santo Oficio por su exceso de sexo violento y degradante y toques racistas, fruto de un clima moral que refleja bien, a partir de la Nápoles recién liberada por EEUU, esa decadencia de Europa que le aterra.

Pero como Kaputt, nada: “Sé que puedo hacerlo mejor (..) La piel no vale una uña de Kaputt”. Es más de lo mismo y con cierto amaneramiento. Ya no escribirá nada más potente que esos reportajes. Su insatisfacción y escrúpulos literarios irán creciendo; perderá el gusto por la composición. Él es consciente de que se esfuma su fórmula asesina de síntesis y comparaciones imprevistas. Probará incursiones en el cine, él que no es mal fotógrafo: de 1950 es El Cristo prohibido, fruto de una fracasada secuela literaria de La piel, Oso de plata en el Festival de Berlín. También hará sus pinitos en el teatro, al ver éxitos como los de Sastre y Camus, para abrirse a nuevos públicos. Das Kapital (su mejor pieza) y Las mujeres también perdieron la guerra son textos de ritmo y diálogos pálidos. Y cuando lo constata un crítico, le reta a duelo. Sus últimos artículos, sobre la URSS, estarán cargados de estereotipos, como los que destina a China, si bien ahí saldrá inopinadamente su ternura. El D’Annunzio revivido o el Mishima italiano se habían desvanecido hacía ya un tiempo.

“¡Pero te quiero, estúpido!”. ¿Aversión a la paternidad? ¿Castración maternal? ¿Egocentrismo misógino? No se sabe, pero nunca un seductor italiano de tal calibre fue más frío con las mujeres. A los 14 años sólo se le conoce a Malaparte una efímera novia y una novela nonata de título premonitorio: La hediondez de las mujeres. Ese gran seductor, artista del cortejo y que entre sus conquistas coleccionó a Silvana Mangano y Oriana Fallaci, nunca tuvo pareja estable ni se casó, ni compartió noche, ni cama, ni cuarto de baño con alguna. Lo más cerca del altar que estuvo fue con Virginia Agnelli, hija del magnate de la FIAT, quien con un supuesto cheque en blanco y una intervención de mismísimo Duce, acabó con la aventura. Cuatro años duró con una actriz de 20, Bianca Maria Fabbri. Sus memorias lo dicen todo: Esclava de Malaparte, donde lamentó haber amado a un Narciso machista y celoso. Menos aguantó su relación más tórrida con Rebequita Yánez, sobrina de José Donoso. Sólo de dos meses fue su impactante relación con una joven desequilibrada, Jane Sweigard, de la que ese hombre --cada vez más preocupado por “la invasión de pederastas y esa tendencia a desvirilizarlo todo” que recorría según él Europa-- acabó huyendo. “¡Pero te quiero, estúpido!”, le dejó ella en una nota. Con esa inscripción, él se hizo una pulsera. Malaparte puro.

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