Del liderazgo climático a autorizar prospecciones: el pragmatismo verde de Biden a un año de las elecciones

El principal logro para luchar contra el calentamiento del presidente demócrata, que no asistirá a la cumbre de Dubái, es el descomunal paquete de inversiones incluido en Ley de Reducción de la Inflación

Joe Biden, este jueves en la Casa Blanca.ANDREW CABALLERO-REYNOLDS (AFP)

La vuelta de EE UU al Acuerdo de París y el nombramiento de un zar del clima, el enviado especial John Kerry, fueron las primeras señales de que bajo la presidencia del demócrata Joe Biden uno de los dos países que más gases de efecto invernadero emiten del mundo —el otro es China— se tomaba en serio la lucha contra la crisis climática, tras el desdeñoso mandato de Donal...

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La vuelta de EE UU al Acuerdo de París y el nombramiento de un zar del clima, el enviado especial John Kerry, fueron las primeras señales de que bajo la presidencia del demócrata Joe Biden uno de los dos países que más gases de efecto invernadero emiten del mundo —el otro es China— se tomaba en serio la lucha contra la crisis climática, tras el desdeñoso mandato de Donald Trump. Desde entonces, la política contra el calentamiento global del presidente estadounidense ha mostrado luces y sombras, hasta poner en pie un castillo de naipes climático en riesgo por los vaivenes políticos de este país, que celebra elecciones presidenciales el año que viene. La pieza principal de este castillo en difícil equilibrio es una ley aprobada en agosto de 2022 con una denominación algo engañosa (Ley de Reducción de la Inflación, IRA en sus siglas inglesas), que en realidad constituye un ambicioso proyecto para fomentar la transición hacia una economía de bajas emisiones mediante desgravaciones y subvenciones fiscales, con un presupuesto de 369.000 millones de dólares en inversiones verdes durante la próxima década. Esta es la parte más exitosa de la vuelta a la lucha climática de EE UU. Pero también hay sombras, como las renuncias a las que el presidente se ha visto obligado para frenar la subida del precio de la gasolina: más licencias de explotación de petróleo, incluso en paraísos naturales como Alaska. O la última, su no asistencia a la cumbre del clima de Dubái, aunque sí estarán Kerry y la vicepresidenta Kamala Harris.

La colosal iniciativa que es la Ley de Reducción de la Inflación fue bien recibida por la comunidad científica, no tanto por algunos aliados de Washington. En teoría, las medidas pueden reducir las emisiones de gases de efecto invernadero en un 30-40% respecto de los niveles de 2005 para 2030, con lo que el país estaría más cerca de cumplir su promesa de reducción del 50%, formulada por Biden el año pasado. Además, según los científicos, la iniciativa indica a otros países el camino: el mecanismo de París se basa en la reciprocidad, y los grandes emisores son decisivos a la hora de fijar las normas. Pero también es una gigantesca oportunidad de negocio: es una apuesta industrial, con clara rentabilidad económica (y política). Baste como ejemplo el decidido impulso de Biden a la fabricación de vehículos eléctricos, un sector generador de impuestos y de empleo, sobre todo en los Estados bisagra, los que deciden las elecciones.

La mayor parte del presupuesto de la IRA se destinará a la energía limpia, con 128.000 millones de dólares en créditos fiscales durante la próxima década para las empresas que adopten fuentes más ecológicas, como la solar. En torno a la tramitación de préstamos y ayudas se está creando también un enorme mercado financiero, que pronto podría gestionar hasta 80.000 millones de dólares al año en transacciones que promuevan una transición ecológica, según expertos.

Las credenciales ambientales de Biden son bien conocidas desde la campaña electoral de 2020, pero para ponerlas en práctica ha necesitado no sólo el voto de los republicanos, sino el de correligionarios adversos, como el senador Joe Manchin, muy vinculado a la industria del carbón. De ahí que el propósito inicial del ambicioso Plan de Infraestructuras quedara jibarizado por las trabas del rebelde Manchin. La ley de infraestructuras, primer logro legislativo de la presidencia demócrata, en 2021, ya incluía inversiones destinadas a mejorar las obras más contaminantes y una partida de 55.000 millones para contribuir a la “resiliencia climática” de regiones especialmente expuestas a catástrofes naturales.

La planta de carbón Jon Amos, en Poca (Virginia Occidental, Estados Unidos).Joe Sohm/Visions of America (Visions of America/Universal Ima)

“El IRA es probablemente el mejor acuerdo que podríamos conseguir en Estados Unidos con el senador Joe Manchin, favorable al carbón, como guardián de lo que podía aprobarse en el Senado”, explica Michael Mann, catedrático distinguido del Departamento de Ciencias de la Tierra y Ambientales de la Universidad de Pensilvania. “El IRA probablemente consiga reducir las emisiones de carbono en un 40% para 2030 si se aplica en su totalidad. Pero como la media mundial tiene que ser del 50% y los países industrializados tradicionales, como Estados Unidos, deben recortes mayores, por ejemplo del 60%, no es realmente suficiente. Es un buen comienzo y algo en lo que podemos basarnos si los estadounidenses votan a políticos comprometidos con el clima en las próximas elecciones. Es una señal para el resto del mundo de que la Administración actual se toma en serio que EE UU cumpla con su parte. Esto es fundamental para convencer a países en desarrollo como la India de que hagan más, que sigue siendo uno de los puntos conflictivos de cara a la COP28″, añade Mann.

La inflación frena la inversión verde

Además del obligado equilibrismo político, más complicado aún desde las elecciones de medio mandato de hace un año, que dieron el control de la Cámara a los republicanos, la inflación ha frenado parte de los propósitos verdes de Biden. Para contener la subida del precio de la gasolina —en máximos durante buena parte de 2022—, autorizó el año pasado permisos de explotación en el controvertido Proyecto Willow, en la Reserva Nacional de Petróleo, en Alaska, pese a las protestas de organizaciones defensoras del medio ambiente y críticas de la propia ONU. También revocó una moratoria, impuesta un año antes, que suspendía los permisos de explotación de gas y petróleo en terrenos federales para combatir la crisis climática. Además, la guerra de Ucrania logró que EE UU pasara de importador a exportador de gas natural licuado (GNL) gracias al fracking, o fracturación hidráulica, una técnica que los ecologistas rechazan por su impacto ambiental. La Unión Europea, crítica también con la práctica, ha sido la destinataria del 70% de las exportaciones.

Mientras la extracción de petróleo alcanzará este año la cifra récord de 12,9 millones de barriles, más del doble de lo que producía el país hace una década, en Luisiana se construye una megaplanta de exportación de GNL con una inversión de 20.000 millones de dólares y que, una vez operativa, tendrá una capacidad de 20 millones de toneladas métricas al año. “Debemos asumir el hecho de que, debido a la marginación de Rusia, EE UU es ahora el mayor exportador de GNL del mundo. Y vamos a mantener ese estatus durante años y años. Ese gas ha desempeñado un papel absolutamente crítico durante el pasado año para ayudar a la seguridad energética europea, para llenar el agujero creado por la militarización de Putin de sus recursos energéticos”, explicaba en una reciente llamada con periodistas Geoffrey R. Pyatt, secretario adjunto de la Oficina de Recursos Energéticos del Gobierno. “Así que no veo contradicción entre el hecho de que EE UU siga teniendo un sector energético potente, porque estamos trabajando todo lo que podemos para descarbonizar ese sector, gestionar las emisiones y desarrollar nuevas oportunidades para tecnologías como la producción de hidrógeno limpio”.

Una iniciativa que consagra la hegemonía de EE UU

Las iniciativas ambientales de la Administración de Biden se inscriben en el marco del proteccionismo —e incluso un cierto grado de autarquía— que recorre su programa económico. La ley de Creación de Incentivos Útiles para la Producción de Semiconductores (CHIPS, por sus siglas en inglés), destinada a incentivar la producción local para superar la dependencia de China, o la que invita al ciudadano a consumir productos hechos en EE UU, Buy American Act, inciden en la defensa de lo nacional, igual que la política energética.

La IRA recibió una tibia respuesta el año pasado en la COP27 en Egipto, provocando incluso rencillas con socios y aliados cercanos a EE UU. Cabe recordar el reproche que dirigió el presidente francés Emmanuel Macron al senador Manchin: “Están perjudicando a mi país”, dijo, insinuando que la IRA previsiblemente redirigirá miles de millones en inversiones en energía limpia fuera de Europa y hacia EE UU, porque las multinacionales persiguen los generosos beneficios de la legislación. La IRA, en resumen, apuntala la hegemonía industrial de EE UU en un contexto de máxima rivalidad con China, el otro gran emisor global. En la reciente cumbre de San Francisco, Washington y Pekín acordaron retomar su cooperación para acelerar la transición de los combustibles fósiles a fuentes de energía renovables.

“La IRA es la legislación ambiental más importante de EE UU desde la Ley de Aire Limpio de 1970, y la política climática más importante de la historia”, subraya Dallas Burtraw, investigador principal de la organización Resources for the Future. “Existe una gran incertidumbre sobre lo que se conseguirá de aquí a 2030, ya que EE UU se enfrenta a retos similares a los de la UE a la hora de autorizar y ubicar la transmisión y los nuevos recursos renovables. A largo plazo, las repercusiones serán considerables. Estimamos que en el sector de la electricidad, que es el más importante en esta década, la IRA conducirá a EE UU aproximadamente a la mitad del camino en el cumplimiento de su promesa para 2030. Además, pone en marcha una infraestructura que puede ser aprovechada por otras políticas y por los Estados”.

La pregunta que algunos expertos se hacen respecto de la IRA es por qué abordar la amenaza climática con subvenciones en lugar de, por ejemplo, con un impuesto sobre las emisiones de gases de efecto invernadero. Por posibilismo: los impuestos no iban a ser aprobados por el Congreso; la IRA sí, aunque por un estrechísimo margen. Y el papel de las industrias con probabilidades de recibir subvenciones era un aliciente, no un inconveniente; de hecho, fue lo único que hizo posible la medida. Pero el precario equilibrio político actual puede saltar por los aires si en noviembre de 2024 llega a la Casa Blanca un republicano. Trump o DeSantis no difieren en política ambiental: la suya es una enmienda a la totalidad, como demostró el primero, candidato republicano favorito para disputar dentro de un año la presidencia a Biden, al retirar en 2017 a EE UU del Acuerdo de París contra el cambio climático. No obstante, subraya Burtraw, “es importante destacar que, en su mayor parte, la IRA establece incentivos que serán duraderos y que difícilmente podrán ser revocados por una futura administración”, del signo que sea.

“El apoyo a las infraestructuras energéticas limpias y los incentivos a empresas y consumidores son elementos cruciales de cualquier estrategia política global, pero no pueden hacer todo el trabajo por sí solos. Deben complementarse con normativas o precios. Este debe ser el próximo paso en Estados Unidos”, concluye el investigador.

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