¿Qué relación tienen el hielo y la sal?
El mundo de la expedición perdida de John Franklin en el Ártico nada tiene que ver con el de hoy y menos con el de mañana, más cercano al de ‘Los cantos de Hyperion’ de Dan Simmons
La sal —el cloruro de sodio—, sustancia que utilizamos para condimentar nuestras comidas, mantiene una relación —llamémosla iónica— con el hielo, puesto que, al añadir sal al agua helada, lo que estamos consiguiendo es mezclar las moléculas de agua con los iones de sodio y cloruro que componen la sal, impidiendo que dichas moléculas de agua formen cristales de hielo al alcanzar los 0°C.
Por dicho motivo, se suele echar sal a los suelos cuando hay nieve. Con todo, la sal más indicada para derretir la nieve es el cloruro de calcio que derrite el hielo de forma más rápida, siendo de eficacia probada en temperaturas de -30°C, mientras que el cloruro de sodio pierde su efecto a partir de -6°C. Pero, dejemos por el momento los datos técnicos y volvamos a la sal marina, en este caso la del océano Ártico, ahí donde descubrimos una notable mixtura entre aguas dulces y saladas, encontrándose el agua dulce en la capa superior, más fría y menos densa, mientras que en la capa inferior están las aguas más cálidas y saladas. Y, por esto último, también más densas.
Con el drenaje de la salmuera y su hundimiento debido al peso añadido, tiene lugar el intercambio de masas a través de la circulación oceánica de las aguas del Polo Norte, fenómeno que experimentaron los hombres de la expedición que, en mayo de 1845, puso rumbo al océano Ártico desde el puerto de Greenhithe, Inglaterra, con el objetivo de descubrir el Paso del Noroeste —la ruta marítima que atraviesa el Ártico bordeando Norteamérica por el norte—. Para llevar a cabo la misión, se enrolaron más de un centenar marineros repartidos en dos barcos, el HMS Erebus y el HMS Terror.
Sir John Franklin fue el encargado de conducir una expedición de la que nunca más se supo hasta 14 años después de su partida, cuando, otra expedición, la dirigida por Sir Francis Leopold McClintock descubrió la señal del desastre en un mojón del hielo. A partir de este material histórico, el escritor norteamericano Dan Simmons recrea el suceso en una novela emocionante titulada El Terror (Roca editorial).
Para realizar esta ficción basada en hechos reales, Dan Simmons manejó una documentación exhaustiva. De manera minuciosa, Simmons juega con las hipótesis de la época y lo hace al detalle. Sin ir más lejos, menciona la noticia aparecida en el periódico Times, cuando los expertos barajaron la posibilidad de que la llamada corriente del Golfo —corriente atlántica de agua cálida— fluyese hacia arriba, calentando el océano Ártico. Visto desde la distancia, fue todo tan insensato que se llegó a proponer que los presos de Southgate fuesen destinados al Polo Norte a extraer carbón. Se hablaba de la riqueza minera que ofrecía el continente invisible.
Hoy en día, el mundo —nuestro mundo— está volviéndose del revés. La corriente del Golfo se está debilitando, lo que provocará inviernos más duros para Europa, mientras las aguas cálidas y saladas del Atlántico se van extendiendo hacia el norte, originando lo que se denomina la atlantificación del Ártico, fenómeno que lleva al océano Ártico a derretirse y volverse más cálido y salado.
El mundo de la expedición perdida de John Franklin en el Ártico poco o nada tiene que ver con el mundo de hoy en día; y menos aún tendrá que ver con el de mañana, más cercano al mundo que propone Dan Simmons en Los cantos de Hyperion (Nova), un ciclo novelístico de ciencia ficción que nos cuenta cómo, en el siglo XXVIII, la humanidad se expande por la galaxia después de haber abandonado la Tierra en estado terminal tras la revuelta de las Inteligencias Artificiales contra el ser humano.
No es por ser pesimistas, pero Dan Simmons construye sus novelas con acontecimientos pasados, de igual manera que lo hace con acontecimientos que están por venir; y lo lleva a cabo sin olvidar que pertenecemos a una sociedad dominada por su incierto destino.