El destino de una madre pulpo: amar hasta morir
Investigadores vigueses graban por primera vez la heroica y mártir vida sexual de las cefalópodas comunes en el fondo de la ría, de la cópula al sacrificio
Una tapa de pulpo á feira daría para escribir decenas de historias fascinantes. Desde las estirpes familiares que fabrican los platos de pino; el destierro europeo del caldero de cobre y los plenos municipales en los que se acuerda el precio de la ración. Hasta la cotizada reventa de las latas de pimentón como instrumento musical; la escasez y el dilema ético sobre su consumo; o las décadas de rivalidad científica para lograr la ...
Una tapa de pulpo á feira daría para escribir decenas de historias fascinantes. Desde las estirpes familiares que fabrican los platos de pino; el destierro europeo del caldero de cobre y los plenos municipales en los que se acuerda el precio de la ración. Hasta la cotizada reventa de las latas de pimentón como instrumento musical; la escasez y el dilema ético sobre su consumo; o las décadas de rivalidad científica para lograr la cría en cautividad del Octopus vulgaris. Pero cualquier relato comienza, necesariamente, con una escena de sexo: un “coito impasible”, describe el biólogo marino Álvaro Roura, que consagra su vida al estudio de estos “inteligentes” seres en la costa de Vigo y mucho más allá.
“En el sexo de los pulpos no hay un respingo, ni un cambio de color”, asegura el investigador que durante años trabajó en el CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas), con el respaldo de una empresa congeladora, Armadora Pereira, hasta cerrar el ciclo de la cría en acuicultura. En esa cópula que puede alargarse una hora no hay señales aparentes de disfrute pero sí una misión clara, abnegada, de la hembra “desde que solo pesa 180 gramos” hasta que es “una adulta de ocho kilos”. Su objetivo es hacerse con una buena colección de espermatóforos, o bolsas de esperma de diferentes machos, que “estallan como petardos” dentro de ella en contacto con el agua.
Así, durante un año entero, transcurrirá la vida de la pulpa (”así, en femenino, es como las llamamos nosotros”, defiende Roura). Almacenando el material fecundador en espermatecas, y alimentándolo, dentro de su glándula oviductal, hasta que la hembra encuentra apartamento para fundar su familia monoparental y está preparada para la puesta. Su única puesta. Una maternidad terminal tras la que ya no volverá a comer y acabará muriendo, consumida, extenuada, en unos cinco meses (entre junio y octubre) desde que acondicionó su refugio, después de ver nacer a todos sus hijos. Por primera vez, un vídeo registra el coito y todo el proceso de la reproducción del Octopus vulgaris en estado salvaje. Las imágenes grabadas en la ría de Vigo son, como explica Roura, el fruto de “ocho años de inmersión, resumidos en cinco minutos”. Él se encargó de la parte científica, pero estuvo acompañado en el proyecto por la submarinista y también investigadora Jade Irisarri, y por el multipremiado realizador de documentales submarinos, buceador y químico José Irisarri.
Las hembras de los pulpos tienen una vida muy corta, de no más de dos años, y en esa forma de vivir y morir después de ser madres radica la “estrategia” de su especie y de otras, “como el salmón o la lamprea”, conocidas como semélparas, de una única puesta. Cada temporada el mar se puebla de una generación nueva de pulpos y la anterior decae hasta morir, al contrario que especies como el marrajo, que según el biólogo vigués alcanza su madurez casi al tiempo que los humanos, “entre los 18 y los 20 años”, y “cría tres veces” en la vida. Si la hembra de marrajo tiene 15 hijos, la del pulpo puede poner entre 300.000 y medio millón de huevos, que cuelga del techo de su cueva engarzados en tiras de encaje blanco. El largo de estas guirnaldas nunca es igual, “depende de la altura” de su guarida, y cada una puede sostener entre 800 y 2.000 huevos. La madre se colocará debajo, y desde entonces hasta su muerte se dedicará a acariciar, soplar agua y oxigenar los racimos, siempre alerta para defender a sus hijos de cualquier depredador, tras la muralla de piedras y conchas muertas que ella misma construyó en la entrada.
“Este final épico les ha funcionado desde hace más de 200 millones de años, por algo será”, reivindica Roura. Su sofisticado aparato reproductor no solo permite almacenar el esperma de los machos hasta el momento idóneo, sino que se encarga después de fecundar “uno a uno” los huevos, que antes de ser expulsados y colocados en las guirnaldas —también uno a uno, en una fase que dura un mes— son protegidos con una coraza dura y transparente como el cristal. El material de esta cáscara funciona como “una resina epoxi”, compara el especialista, “y de hecho se polimeriza en el agua gracias a la mezcla de dos componentes conocidos como A y B”.
Los huevos tardan tres meses en eclosionar, y cuando al fin nace la última larva, su madre ha perdido toda la musculatura. En su recién estrenada etapa planctónica de la vida, los bebés de no más de tres milímetros viajan 200 kilómetros mar adentro dejándose llevar por las corrientes y regresarán a la costa convertidos en pulpos juveniles, luciendo ya 20 ventosas en cada brazo. Poco después, las hembras volverán a seguir la senda vital de sus madres. Porque está escrita en su sistema endocrino. Desde finales de los 70 se sabe que el trágico final viene determinado por la glándula óptica, situada en el cerebro, detrás de los ojos. Y que las hembras de los pulpos a las que se les extirpaba se tomaban la maternidad mucho más a la ligera y sobrevivían. Pero no fue hasta la década pasada que un equipo de neurobiólogos en la Universidad de Chicago logró describir con técnicas de secuenciación genética las señales moleculares de esta glándula capaces de controlar las fases de la maternidad y la muerte de las hembras.
No importa si las madres viven libres o en cautividad. Su forma de decorar con cortinas de encaje sus nidos y su sacrificio final se repite en el mar y en los tanques. Hace cuatro años, en Vigo, dos organismos públicos contenían la respiración mientras sus pulpitas se preparaban para completar el ciclo de la vida. Eran Carmiña, en el CSIC, y Lourditas, en el IEO (Instituto Español de Oceanografía, que trabajaba para el proyecto de acuicultura del pulpo de Nueva Pescanova). Carmiña, bautizada por Roura, “puso sus primeros huevos el día que se decretó la pandemia”, recuerda este doctor en biología. Lourditas ya lo había conseguido unos meses antes, en 2019. Las dos matriarcas cuidaron y defendieron denodadamente sus refugios de laboratorio como si de cavidades submarinas se tratase. Y después de cumplir con su eterna misión, se dejaron morir.
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