Larga vida a los abuelos: la exitosa estrategia de tener una ‘tercera edad’

Adelanto del libro ‘Homo imperfectus: ¿Por qué seguimos enfermando a pesar de la evolución?’, escrito por María Martinón-Torres, que sale a la venta el 4 de mayo

Una pareja mayor pasea por la playa de la Malvarrosa de valencia.Mònica Torres

Somos una especie con una longevidad excepcional. Comparados con los grandes primates, que son nuestros parientes vivos más próximos dentro del mundo animal, los humanos vivimos muchos más años. Superamos en un par de décadas la esperanza de vida de chimpancés, orangutanes y gorilas. Mientras que Homo sapiens puede aspirar a llegar a los 85 años, los chimpancés superarán con dificultad los 53 años, los gorilas los 54 y 58 los orangutanes. Podríamos pensar, y con razón, que cuantos más años viva una especie, más tiempo t...

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Somos una especie con una longevidad excepcional. Comparados con los grandes primates, que son nuestros parientes vivos más próximos dentro del mundo animal, los humanos vivimos muchos más años. Superamos en un par de décadas la esperanza de vida de chimpancés, orangutanes y gorilas. Mientras que Homo sapiens puede aspirar a llegar a los 85 años, los chimpancés superarán con dificultad los 53 años, los gorilas los 54 y 58 los orangutanes. Podríamos pensar, y con razón, que cuantos más años viva una especie, más tiempo tiene para tener hijos, de forma que la longevidad sería un factor a favor del éxito reproductivo. Sin embargo, si examinamos de cerca nuestro ciclo vital y el de los grandes primates, nos llevaremos alguna sorpresa. A pesar de vivir más años, la edad a la que nuestra especie tiene el primer hijo es bastante tardía, 19,5 años, frente a los 10-15 años de nuestros primos y, por si fuera poco, no lo compensamos teniendo descendencia hasta más tarde, sino que tenemos la última cría en torno a la misma edad, 42-45 años. Podríamos decir que el tiempo que, como especie, dedicamos a tener hijos (aproximadamente 25,5) es inferior a la media de los hominoideos (aproximadamente 29) a pesar de vivir mucho más. En resumen, nuestra especie ha aumentado su longevidad extendiendo, precisamente, los periodos en los que no somos reproductivos. ¿Cómo se come eso? ¿Se ha vuelto loca la selección natural?

A pesar de todo lo que nos quejábamos en el capítulo anterior al hablar de senescencia, la realidad es que el ritmo de envejecimiento en los humanos es mucho más lento que en el resto de los primates. A la edad de 35 años, los chimpancés muestran ya signos ostensibles de senescencia, lentitud de movimientos, debilidad muscular, disminución de peso y pérdida de agilidad, entre otras maravillas. Basándose en signos externos de deterioro, la famosa primatóloga Jane Goodall, gracias a la cual hemos llegado a conocer muchos aspectos sobre la biología y el comportamiento de los chimpancés, clasificaba directamente como «viejos» a aquellos que alcanzaban la edad de 33 años, momento a partir del cual entraban en un deterioro rampante en menos de una década. ¿Nos quejamos entonces de vicio? Vivimos muchos más años y además en un estado físico que un chimpancé calificaría como envidiable. Pero ¿cuál es el porqué de lo que parece una concesión por parte de la naturaleza? Desde el punto de vista evolutivo podemos empezar a sospechar que la tercera edad esconde algo por lo que la selección natural ha decidido apostar.

Portada del libro 'Homo imperfectus', de María Martinón-Torres.

Si analizamos los datos comprobamos que, a pesar de que Homo sapiens vive más años, la duración del periodo fértil en las hembras humanas y la gran mayoría de las especies de primates es similar. De alguna forma podría decirse que en el caso de los humanos existe un desfase entre la senescencia somática (de la palabra griega soma, que significa «cuerpo») y la reproductiva. Mientras en otros animales la senescencia del sistema reproductivo es gradual y está acompasada con el declive de otros aparatos, en las mujeres esta es abrupta y en apariencia muy temprana si tenemos en cuenta la duración total de la vida y nuestro estado físico general. Es como si la aparición de la menopausia estuviese sujeta a unos mecanismos particulares diferentes del desgaste asociado a la edad.

Las hembras mamíferas nacen con un stock o número fijo de oocitos, que son las células que madurarán y darán lugar a los óvulos. A partir del momento en que una hembra comienza a ovular, ese almacén de oocitos se irá vaciando de forma progresiva. En cada ovulación se liberará un ovocito maduro u óvulo que, si es fecundado, dará lugar a un embarazo y, si no, se expulsará en lo que conocemos como menstruación o, de forma coloquial, regla. Para que se produzca un ciclo de ovulación es necesario que el almacén de oocitos envíe una señal endocrinológica u hormonal a nuestro sistema nervioso, en concreto al eje hipotálamo-pituitario-ovárico. A medida que el almacén de oocitos se va vaciando, esa señal se debilita, y los ciclos menstruales empiezan a hacerse irregulares hasta que cesan. En principio, todas las especies que menstrúan pueden experimentar la menopausia si viven el tiempo suficiente. Sin embargo, excepto en el caso de los humanos, la senescencia reproductiva se corresponde con la somática y pocas especies viven lo suficiente como para que se vacíe por completo su depósito de oocitos y, por lo tanto, experimentar la menopausia. En contraste, el periodo posmenopáusico en las hembras humanas se caracteriza por un sorprendente vigor físico.

Los datos son concluyentes. Entre las poblaciones cazadoras-recolectoras, tener o no abuela puede llegar a significar hasta un 40 % menos de supervivencia de los nietos

A la luz de estas singularidades, los antropólogos estadounidenses James O’Connell y Kristen Hawkes elaboraron la que se conoce como hipótesis de la abuela. Estos investigadores subrayaron el beneficio de que en nuestra especie se produjera el cese relativamente temprano de la fertilidad en las mujeres. Así, en vez de seguir teniendo más hijos, con los riesgos que conlleva además superar un parto, estas dedicarían un esfuerzo mayor a garantizar la supervivencia de los hijos que ya habían tenido, asegurando así la transmisión de sus genes no solo a través de los hijos, sino también de los nietos. Más allá del desarrollo teórico de esta explicación, O’Connell y Hawkes aportaban un cuerpo extenso de datos recogidos de su experiencia en primera persona conviviendo, como uno más, con algunas de las poblaciones cazadoras-recolectoras más emblemáticas de África. Las poblaciones cazadoras-recolectoras son como auténticos reductos vivos del modo de vida que ha caracterizado a más del 90 % de las personas que han habitado la Tierra. Cada vez menos, y en verdadero peligro de extinción, persisten todavía en el mundo tribus como los hadza o los !Kung, en África, cuya forma de subsisten- cia se aproxima a la de nuestros antepasados. Esto nos permite hacer inferencias sobre el comportamiento de los homínidos durante el Pleistoceno y sobre el de nuestra propia especie antes de que la agricultura y el sedentarismo se convirtieran en los ejes principales de la sociedad. No podemos, por supuesto, hacer equivalencias directas entre los modos de vida de las actuales poblaciones cazadoras-recolectoras y los de poblaciones extintas del Pleistoceno, pero son el mejor ejemplo vivo que tenemos para tratar de aproximarnos a aquel régimen de subsistencia.

Conocí a James O’Connell en el año 2018, a raíz de una invitación que le hicimos para que impartiera una conferencia en el CENIEH, en Burgos, precisamente sobre la hipótesis de la abuela. Cinco días antes coincidimos en Tenerife, donde él participaba en una jornada de divulgación científica y donde tuve la suerte de empaparme de su conocimiento y sus experiencias con las poblaciones cazadoras-recolectoras bajo el imponente marco del Teide.

Los datos son concluyentes. Entre las poblaciones cazadoras-recolectoras, tener o no abuela puede llegar a significar hasta un 40 % menos de supervivencia de los nietos. Esta diferencia, además, no se limita solo a los primeros años de vida, sino que se mantiene e incluso se acentúa en la adolescencia. La evidencia me parece abrumadora. A lo largo de nuestra evolución, la posibilidad de contar con una parte de la población que no se implica de forma directa en la reproducción, pero dedica tiempo efectivo a reducir la mortalidad infantil y juvenil supuso un beneficio trascendental para la especie. La selección natural habría favorecido el cese prematuro de la fertilidad en las mujeres, posibilitando un papel más proactivo en la subsistencia del grupo y la perpetuación de su clan. La menopausia en nuestro linaje se leería no tanto como signo de senescencia o deterioro, sino como una estrategia adaptativa que implicó claros beneficios para el éxito del grupo.

La menopausia en nuestro linaje se leería no tanto como signo de senescencia o deterioro, sino como una estrategia adaptativa que implicó claros beneficios para el éxito del grupo

El impacto que las abuelas tenían en la supervivencia de las generaciones venideras era manifiesto. Confieso que me sobrecogía cómo James O’Connell hablaba de ellas. Llevar un cuarto de sangre canaria por parte de abuelo paterno me hacía especialmente receptiva a todo lo vivido en esta tierra. Pero bajo el espectacular cielo de las islas Canarias, durante siglos habitadas por poblaciones aborígenes, las abuelas se me aparecían como las verdaderas atalayas de la tribu, guardianas y protectoras.

Como explicaba O’Connell, en tribus como los hadza, las abuelas ayudan a sus hijas principalmente de dos maneras. Por una parte, contribuyen a su aprovisionamiento, compartiendo con estas el alimento que ellas mismas recolectan de forma activa. Y, por otro lado, las abuelas participan también en la cría de sus nietos, los cuidan, los alimentan y los educan, enseñándoles un amplio repertorio de actividades útiles para su supervivencia —entre ellas, la propia recolección—. Este cuidado de los nietos permite que el destete, en estos grupos, se produzca relativamente pronto. Al cesar la lactancia, los hijos son menos dependientes de las madres y estas estarían liberadas para la realización de otras tareas productivas o para la concepción de un nuevo hijo. Pero no nos hace falta irnos a visitar a las tribus hadza. Pensemos en nuestras madres. Pensemos en nuestras abuelas. En nuestras bisabuelas. ¿A que a todos nos resulta familiar el poder de su bastión? Ese rol fundamental de las abuelas se ha mantenido en el tiempo y en todos los contextos económicos y sociales, desde los entornos rurales hasta los estilos de vida más urbanos, cambiando el formato pero no el contenido de su papel clave como soporte del grupo.

A la luz de la biología, parece que una «tercera edad» prolongada es el resultado de una estrategia exitosa favorecida por la selección natural para sacarle las castañas del fuego a una especie con amenazas de mortalidad infantil elevada y una dependencia juvenil prolongada. Es decir, hay un valor añadido en la contribución que nuestros mayores hacen al éxito de nuestra especie y ese valor es de tal magnitud que la evolución ha favorecido la longevidad en aquellos grupos en los que los individuos son muy dependientes. La biología avala con datos lo que podíamos pensar que solo estaba escrito en nuestros sentimientos. Esa contribución fundamental de las abuelas, hoy también extendida a los abuelos, es una de las marcas de identidad de Homo sapiens dentro del linaje de los homínidos.

María Martinón-Torres es directora del Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (CENIEH)

HOMO IMPERFECTUS

Editorial: Ediciones destino
Temática: Evolución humana
Autora: María Martinón-Torres
Número de páginas: 272
Precio: 18,90€ (papel) / 9,99€ (ebook)

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