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ELECCIONES CHILE
Columna
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La identidad sin atributos

En Chile, a diferencia de otros países, el papel que se le entrega a los independientes es desmedido, sobre todo cuando estos fueron electos bajo el paraguas de un partido

Trabajadores electorales cuentan papeletas en Santiago, Chile, en 2023.
Trabajadores electorales cuentan papeletas en Santiago, Chile, en 2023.PABLO SANHUEZA (Reuters)

Chile se encuentra a escasas tres semanas de sus elecciones locales, las que definirán en gran medida la suerte de las elecciones generales de 2025. Así de importantes son estos comicios…y así de soporíficas han sido las campañas electorales. Es tal vez el precio a pagar por el predominio de campañas digitales y en redes sociales, dejando cada vez más atrás las campañas protagonizadas por militantes en contactos puerta a puerta, reduciendo a nada el papel de “palomas” y carteles en el espacio público, así como el monótono movimiento de banderas con el nombre de candidatos en las esquinas de las principales calles por parte de “brigadistas” remunerados y aburridos.

Una parte del sopor proviene del estado del mundo en el que se encuentra Chile, un país atrapado por escándalos políticos y empresariales de gran envergadura: desde la continuación del caso audios en el que se revelan todo tipo de arreglos entre un importante abogado de la plaza (Luis Hermosilla), varios políticos relevantes, un fiscal y no pocos jueces hasta tres acusaciones constitucionales a jueces de la Corte Suprema (dos de ellos involucrados en conversaciones con Hermosilla), pasando por un caso de colusión entre tres empresas controladoras de casinos de juego (en una oda al “crony capitalism”, o capitalismo de amigotes). Con tamaño clima tóxico, es difícil ensayar campañas estimulantes.

Sin duda que estos bullados casos participan de la explicación del aburrimiento que provocan las campañas. Pero hay algo que es mucho más relevante.

La despolitización de las elecciones locales ha sido sin duda el principal factor del sopor: a decir verdad, ha sido la tónica. Esta despolitización, hasta cierto punto natural en elecciones en donde se juegan asuntos e intereses locales, ha alcanzado su clímax en dos sentidos.

El primero de ellos es que la mayoría de los candidatos a gobernadores, alcaldes, consejeros regionales y concejales es independiente, ya sea porque aspiran a algún cargo electivo por fuera de los partidos (y generalmente en contra de ellos) o porque son los propios partidos quienes inscribieron como candidatos a personas que no militan en sus filas. De allí entonces que las campañas de los candidatos independientes expulsen a la política nacional de su retórica, y a los partidos de su programa de gobierno local o regional. Este primer aspecto es preocupante, ya que los partidos políticos chilenos contribuyeron poderosamente al fracaso de la primera Convención Constitucional al permitir, en 2021, que personas independientes inscribieran listas de candidatos como si fuesen partidos. Si bien el proceso de selección de candidaturas para estas elecciones locales no permitió esta posibilidad aberrante, el protagonismo de los independientes en todas sus formas sigue allí: desde este punto de vista, los partidos no han aprendido nada.

La segunda dimensión del clímax es el generalizado ocultamiento de los símbolos partidarios o los nombres (insípidos) de las coaliciones (“Contigo Chile Mejor”, “Chile Vamos”, etc.), tanto por candidatos independientes que compiten en listas partidarias como por aspirantes que militan en partidos. Este segundo aspecto es incomprensible: si bien la última encuesta CEP confirma el enorme descrédito popular de los partidos (tan solo el 4% de los entrevistados confía en ellos), este sondeo también indica que el 35% de los encuestados se identifica -pese a todo- con algún partido. En tal sentido, ocultar los símbolos partidarios es irracional ya que esa información podría ser útil para electores que se identifican con algún partido y que, además, se posicionan mayoritariamente (aunque con menor intensidad que en el pasado) en el eje derecha izquierda.

De lo anterior se desprenden varias lecciones y preguntas para una democracia que, para algunos, está moribunda (es la tesis del cientista político Juan Pablo Luna en su último libro ¿Democracia muerta?), para otros en una crisis de desafección (una tesis tan clásica y rutinizada que no alcanza a explicar el fenómeno) y para otros más es tan solo un rasgo normal de democracias de baja intensidad, en Chile y en el mundo.

Es en este contexto que cabe seriamente considerar el carácter obligatorio del voto (con sanción económica), lo que seguirá expresándose en tasas de participación superiores al 80%. En primera aproximación, esta expansión de la población votante suena bien. Pero mirado más de cerca, el aumento coercitivo de la participación ante una oferta abundante de candidatos cuya identidad no exhibe ningún atributo (salvo el de la independencia respecto de los partidos) bien podría traducirse en votos nulos y blancos en volúmenes importantes. Recordemos que en la única elección con candidatos que Chile ha tenido con voto obligatorio (en mayo de 2023 para elegir a los miembros de un segundo órgano redactor de una nueva Constitución), dos millones de personas anularon su sufragio.

De lo anterior se desprende la pregunta acerca del rol que le cabe a los partidos políticos en estos tiempos, así como sobre el sentido de militar en organizaciones partidarias si el opaco proceso de selección de candidatos no considera el militantismo como algo relevante. ¿Significa esto que los partidos se han transformado en simples marcas cuyo valor es cada vez más relativo (en la medida en que sus nombres y símbolos son ocultados)? Peor aun, ¿nos encontramos en presencia de una nueva definición del partido como repositorio de candidatos, cualquiera sea su origen y trayectoria?

Se trata de preguntas relevantes ya que en Chile, a diferencia de otros países, el papel que se le entrega a los independientes es desmedido, sobre todo cuando estos fueron electos bajo el paraguas de un partido: cuando esto ocurre, la mínima lealtad que se le debe al partido se esfuma. De allí el dicho: “si te he visto, no me acuerdo”.

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