Tras el estallido: un recuento
Muchos actores políticos, desde ambos lados del espectro, se preguntarán en qué hora se embarcaron en el camino constitucional para contener lo sucedido en octubre de 2019, en lugar de intentarlo con un plan más modesto de reformas socioeconómicas
La pregunta dominó las cavilaciones y debates del campo intelectual y político chileno en los días que siguieron al estallido social del 18 de octubre de 2019, con su inusitada ola de violencia y destrucción. La mera represión, se vio de inmediato, era inoperante para contener el desborde: así lo expresaron sin tapujos las propias instituciones encargadas de ejercerla. ¿Qué hacer entonces?
La primera reacción del mundo político chileno fue convenir un pacto Gobierno –oposición sobre materias tales como como salarios, locomoción, pensiones y salud. Como recuerda Gonzalo Blumel, a la sazón ministro del presidente Sebastián Piñera, de los propios partidos de derecha se llamó al Gobierno a hacerse cargo del malestar producido por el modelo económico, arguyendo que sin ello sería imposible recuperar la paz social. La Moneda reaccionó llamando a “una mesa de dialogo amplia y transversal” para “avanzar hacia un acuerdo social”. Hubo reuniones formales en esta dirección. Se habló incluso de un Gobierno de unidad nacional para ejecutar tal acuerdo. ¿Habría sido posible, o suficiente? Es imposible saberlo; pero lo concreto es que esta opción terminó siendo dejada de lado por un proceso aún cargado de incógnitas.
Con el correr de las semanas, en efecto, la idea de un “pacto social”, cuyos contenidos específicos aún eran vagos, se esfumó. La clase dirigente se fue inclinando gradualmente por intentar la fabricación de un orden constitucional nuevo, en reemplazo de aquel fundado, bajo la dictadura, por la Constitución de 1980. Frente a una movilización que no amainaba y ponía en jaque el orden democrático y tras dramáticas negociaciones, los actores políticos finalmente alcanzaron, el 15 de noviembre de 2019, un Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución que firmó todo el arco político, exceptuando a los comunistas. Con esto murió la posibilidad de un nuevo “pacto social”. Cualquier reforma económico-social quedó, de hecho, supeditada al desenlace del proceso constitucional.
¿Por qué prevaleció finalmente una respuesta institucional a una movilización agitada por demandas eminentemente sociales? ¿Por qué se dejó en manos de las élites políticas la canalización de un fenómeno de masas, que como describe magistralmente Elías Canetti en su Masa y Poder, responde a una necesidad de “descarga”, “destrucción” y “ataque a los límites”? ¿Por qué, en suma, se eligió una solución de juristas a una cuestión más propia de psicólogos, sociólogos, filósofos o historiadores?
Lo que sucedió se explica en parte por un rasgo muy propio de Chile: el fetichismo constitucional. El mismo se remonta a la época en que se formalizó la república con Andrés Bello, en la primera mitad del siglo XIX, y ha persistido desde entonces. El mejor ejemplo lo dieron los militares en 1973, que dieron el golpe de Estado de 1973 invocando el respeto a la Constitución, y que apenas instalados en el poder comenzaron la redacción de una nueva Carta Magna. Lo mismo hicieron en los años veinte del siglo pasado. En Chile, el prurito constitucional cubre todos los períodos y todo el espectro ideológico, de izquierda a derecha, de liberales a conservadores, de federalistas a centralistas.
Hay un segundo factor a tomar en cuenta: que en el campo intelectual y político la cuestión constitucional estaba tematizada con anterioridad, por lo que no fue difícil apelar a ella como salida al estallido.
Numerosos académicos, cuya cabeza más visible fue el jurista Fernando Atria, habían promovido la noción de que los males de Chile no podrían ser subsanados sin atacar “las trampas” de la Constitución de 1980 y sus vicios de origen, que no habían sido conjurados por sus sucesivas reformas, entre ellas las de 2005 con el presidente Ricardo Lagos. Esta visión conquistó la imaginación de la nueva izquierda y permeó también a la izquierda tradicional. Prueba de ello es que la presidenta Michelle Bachelet, en su segundo período, emprendió un proceso constitucional que incluyó novedosos mecanismos de participación popular, el cual abortó por falta de interés de los partidos oficialistas, por la dura oposición de la derecha y –hay que decirlo también—por la tibia adhesión que despertó en la ciudadanía.
En la campaña presidencial de 2017, Piñera anunció a quien quisiera oírlo que haría abortar el proyecto constitucional de Bachelet, lo que efectivamente hizo. Fue el estallido lo que repuso la cuestión constitucional. Fue el dispositivo convenido por los actores políticos y las instituciones democráticas chilenas para desactivarlo y para canalizar sus dispersas y caóticas demandas hacia la creación de una nueva plataforma de distribución y gestión del poder político. Fue una apuesta de las élites, por cierto, pero ella fue validada con un masivo respaldo ciudadano en el plebiscito de octubre de 2020, cuando se ratificó el inicio del proceso constitucional y la elección de una Convención ad-hoc.
La trayectoria descrita revela algo que no por sabido hay que dar por obvio: la importancia que tiene disponer de una narrativa con prestigio intelectual en coyunturas donde reina el desconcierto.
La historia desde entonces es conocida. En mayo de 2021 se realizó la elección de convencionales. Los partidos políticos, de izquierda a derecha, fueron arrasados por activistas surgidos de causas específicas o movimientos identitarios con fuertes tintes antisistema. La paridad también contribuyó a que los dirigentes políticos tradicionales quedaran en el camarín. Por primera vez se otorgaron escaños reservados a pueblos originarios (11% de total), que fueron ocupados por líderes únicamente comprometidos por su causa.
Desde la inauguración de la Convención, en julio de 2021, quedó en evidencia que no reinaría el ánimo de someterse a las reglas propias de un debate constitucional tradicional, ni de intentar converger en un texto que representara a la diversidad del país. La intención fue más bien llevar a los salones del Congreso Nacional (donde ella funcionó) el espíritu del estallido, con su multiplicidad de causas y clivajes, con su condena al pasado y su romanticismo, con su maniqueísmo y su intolerancia.
Para la mayoría de los convencionales, Chile parecía haberse congelado en octubre de 2019. Obviamente no había sido así. Sobrevino la pandemia, que desanudó los instintos más conservadores. Arribó la inflación y se acentuó la incertidumbre económica, más aún con la invasión rusa a Ucrania. Se desbocaron la delincuencia y la inmigración. Y sobre todo llegó el momento de hacer una evaluación del estallido. Al realizar la contabilidad de los destrozos, de la violencia y del estado de los problemas que lo habían desatado, el balance fue negativo, como lo han venido indicando cruelmente todas las encuestas.
Fueron muchas las voces que se acercaron a la Convención a implorarles que despertaran: a informarles que el país y el mundo habían cambiado desde octubre de 2019; a rogarles que buscaran convergencias en lugar de hacer de ésta el espacio de una guerra cultural entre la agenda liberal y la tradición conservadora; a advertirles en todos los tonos que ese tipo de guerras levantan fantasmas dormidos, los que después no hay modo de encerrar de nuevo.
Fue inútil. Quienes se acercaron a expresar sus aprensiones fueron calificados de timoratos o pre-octubristas. Las fuerzas controladoras de la Convención optaron por ir de frente a la guerra cultural, y la perdieron “de aquí a Penco”, cómo le gustaba decir al icónico secretario general del Partido Comunista, Luis Corvalán. Sucedió exactamente lo que Pipa Norris y Ronald Inglerhart bautizaran como cultural backlash; esto es, una reacción conservadora ante la agenda ultraliberal, o post-material, o woke. El abrumador rechazo de la propuesta emanada de la Convención en el plebiscito del 4 de septiembre de 2022 fue de manual.
Tras el triunfo del rechazo no había guion alguno. Los partidos políticos empero —exceptuando esta vez al Republicano, de derecha radical—, se las arreglaron para idear una nueva fórmula, aún más ingeniosa que la anterior, para seguir adelante con el proceso constitucional. Tuvo dos etapas. En la primera, las dos cámaras del Congreso designaron un Comité de Expertos con la misión de escribir el borrador de una nueva Constitución, pero respetando ciertos bordes definidos por el propio Congreso. Luego de un arduo trabajo, los expertos arribaron a una propuesta de consenso, que abarcó desde el Partido Comunista por la izquierda al Partido Republicano por la derecha. El resultado fue recibido con algarabía tanto por los actores políticos como por la opinión pública: parecía posible, por fin, arribar a una Constitución de consenso.
En la segunda etapa se constituyó un Consejo Constitucional, esta vez con mínimos escaños reservados. Éste tenía la soberanía para modificar la propuesta de los expertos, pero sin salirse de los bordes fijados. La elección de consejeros se realizó el 7 de mayo pasado, con un triunfo abrumador del Partido Republicano, confirmando la profundidad de la resaca conservadora. Tras un complejo ir y venir con los expertos, el Consejo, con el voto a favor de las derechas y el rechazo de las fuerzas del centro hacia la izquierda, aprobó una propuesta que será sometida a un nuevo plebiscito de salida, que se realizará el 17 de diciembre próximo.
A más de cuatro años del estallido social de 2019, Chile se encamina así a su tercer referéndum constitucional. A diferencia de septiembre, donde hubo de pronunciarse frente a una propuesta que tendía a extender la acción del Estado, esta vez lo deberá hacer frente a un texto que reduce su campo de acción en beneficio de los individuos, las familias y los proveedores privados. En caso que no se apruebe, seguirá vigente la Constitución actual, instaurada en 1980 por Pinochet y reformada profundamente durante la democracia.
Por el A favor se ha pronunciado la totalidad de la derecha, exceptuando una pequeña fracción ultra-libertaria. Por el En contra se han alineado todas las corrientes de izquierda. Aunque las encuestas dan una ventaja al rechazo, no hay certeza sobre el resultado. Pero como en un juego de máscaras, todas las fuerzas políticas han tenido que adoptar posturas que jamás habrían imaginado. Las derechas votarán a favor de reemplazar la Constitución vigente, la misma que les demandó ingentes energías mantener en pie; las izquierdas en cambio, que tanto bregaron por superarla, votarán para ratificarla, toda vez que la estiman preferible a la propuesta emanada del Consejo.
Ante semejante panorama muchos actores políticos, desde ambos lados del espectro, se preguntarán en qué hora se embarcaron en el camino constitucional para contener el estallido social de 2019, en lugar de intentarlo con un plan más modesto de reformas socioeconómicas. La pregunta es válida, pero ya es tarde para cambiar de nave.
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