Robots en el hipermercado, terror en el ultramarinos

En el supermercado somos ahora nosotros mismos, con nuestra carne y nuestro hueso, los que pesamos nuestra compra y nos la cobramos. Eso sí, no nos sale más barato: algo falla

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Vista de un pasillo de un gran almacén.ALVARO GARCÍA

Cuando imaginé a los robots llegando al supermercado imaginé que serían como C3P0 de Star Wars, un androide dorado y parlanchín pasando mi pizza congelada y mi litrona de cerveza, peeep, peeep, por el sensor rojizo de la caja. El futuro ya está aquí y los robots también, pero no son robots humanoides ni peliculeros, son máquinas normales, meras máquinas por donde pasar el código de barras y la tarjeta de débito, que van sustituyendo a las personas. Es que es dificilísimo hacer un androide que camine, por ejemplo, porque el cuerpo humano es una máquina pluscuamperfecta y ese sencillo c...

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Cuando imaginé a los robots llegando al supermercado imaginé que serían como C3P0 de Star Wars, un androide dorado y parlanchín pasando mi pizza congelada y mi litrona de cerveza, peeep, peeep, por el sensor rojizo de la caja. El futuro ya está aquí y los robots también, pero no son robots humanoides ni peliculeros, son máquinas normales, meras máquinas por donde pasar el código de barras y la tarjeta de débito, que van sustituyendo a las personas. Es que es dificilísimo hacer un androide que camine, por ejemplo, porque el cuerpo humano es una máquina pluscuamperfecta y ese sencillo caminar es irreproducible tecnológicamente.

En el Carrefour de Lavapiés, que es el Gran Teatro del Mundo que se ve desde mi balcón, detecto todas las tendencias y la decadencia paulatina de la especie. El hecho de que abra 24 horas (fue el primero de España en trasnochar) ya nos habla de una sociedad desquiciada donde las jornadas laborales se van de madre, la conexión es constante y lo que viene a ser la vida es arrinconada a las esquinas más lejanas de los días.

En el supermercado veo la senda de la coolness y el hiperdiseño, porque este supermercado hace muchos años parecía el vestuario de una cárcel y ahora hay hasta cafetería y una barra tras la que trabaja un sushiman. Se ven aquí los plásticos que serán los microplásticos que inundan los mares, las gentes de la gentrificación y la turistificación, los efectos de la especulación inmobiliaria, los inmigrantes que pasan la tarde, el indigente que sorbe un café con leche en un vaso de cartón, el continuo cambio de la población del barrio. Afuera un hombre pide limosna todos los días como si todos los días estuviera desesperado, y así lleva años, mientras dentro la gente joven y moderna consume una vida sin lactosa, sin azúcares añadidos, con isoflavonas de soja y un futuro desolador.

Han llegado los robots al barrio, esas máquinas normales y corrientes, ha llegado la automatización que llega y llegará a todas partes. Los más optimistas dicen que no hay problema: siempre hará falta gente que diseñe, que programe, que repare a los robots, siempre habrá trabajo (entonces, ¿para qué queremos robots?). Pero igual vamos a una sociedad postrabajo donde solo currarán las máquinas y los demás, en vez de vivir ociosamente, libres de la maldición laboral, viviremos en la pobreza porque los chismes solo sirven a sus amos y no se reparte el beneficio tecnológico.

En el supermercado somos ahora nosotros mismos, con nuestra carne y nuestro hueso, los que pesamos nuestra compra y nos la cobramos. Como hacemos nosotros el trabajo hacen falta menos trabajadores. Eso sí, no nos sale más barato: algo falla. Lo más inquietante es esa cajera que tienen ahí enseñando al cliente cómo usar la máquina por la que pronto será sustituida.

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