Acta de un fracaso

Ante un conflicto de envergadura no fue posible el reconocimiento mutuo, imprescindible en democracia

Puigdemont y Junqueras.M. Minocri (EL PAÍS)

La aplicación del artículo 155 ya está en marcha. Rajoy lo estrenará. Un instrumento de excepción que es difícil de defender y de ejecutar y que ahondará las fracturas que nos habitan. Desposeer a unos gobernantes de sus cargos y poner bajo tutela instituciones autónomas no es una minucia legal, para muchos es una afrenta. Un fracaso político de envergadura que además de evidenciar el deterioro de la...

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La aplicación del artículo 155 ya está en marcha. Rajoy lo estrenará. Un instrumento de excepción que es difícil de defender y de ejecutar y que ahondará las fracturas que nos habitan. Desposeer a unos gobernantes de sus cargos y poner bajo tutela instituciones autónomas no es una minucia legal, para muchos es una afrenta. Un fracaso político de envergadura que además de evidenciar el deterioro de la democracia española —cuyos actores políticos y sociales no han sido capaces de integrar un conflicto previsible— nos meterá en un período sombrío en que el malestar, los resentimientos y los recelos se harán crónicos, a costa de la convivencia y del respeto mutuo.

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Rajoy conoce ya el desasosiego. Su legislatura quedará marcada por la crisis más colosal de la democracia que primero no supo prever, después no fue capaz de capear y finalmente le condujo a llevar al límite los instrumentos de un sistema tocado ya para siempre. Y todo ello sin posibilidad de una alternativa de gobierno capaz de dar un nuevo impulso para salir del estancamiento y del pesimismo.

Carles Puigdemont tuvo la iniciativa en la mano y presa de su indecisión se dejó llevar a la prórroga y se le escapó la apuesta. Fue el jueves 26. Un fiasco que merecería ser ilustrado con un recorrido de imágenes por el lenguaje no verbal de los catalanes entre las 11 y las 17 horas, un relato de suspense entre el alivio, la perplejidad y el desencanto. Hay decisiones difíciles de tomar y más todavía de explicar. La de Puigdemont de convocar elecciones autonómicas lo era, porque se contradecía con buena parte del discurso que ha permitido la escalada soberanista que él ha liderado. Pero por mucho que se hable de la nueva política y que se construyan fabulaciones sobre las gobernanza desde la red y la construcción de proyectos y mayorías desbordando la lógica institucional, la disputa por el reparto del poder —y en esto estamos— tiene sus reglas basadas en la relación de fuerzas, la persuasión, las expectativas, el juego de las estrategias y de las tácticas y el sentido de la oportunidad. Y Puigdemont la tuvo.

Nada es más importante en política que saber parar a tiempo y sacar partido de las situaciones adversas. El independentismo había llegado al límite al que sus fuerzas actuales podían conducirle. Tocaba repliegue y renovación estratégica. Convocar autonómicas era la mejor carta que tenía Puigdemont, dividía el constitucionalismo y trasladaba la carga de la prueba a la otra parte. Permitía parar la aplicación del artículo 155 y de no conseguirlo los costes de reputación eran para un Mariano Rajoy que ya no hubiera podido disimular su querencia autoritaria, obedeciendo a los que no sólo quieren frenar al independentismo sino que precisan compensar la debilidad de sus egos humillándolo. Pero estas decisiones se toman y se comunican por sorpresa sin dejar tiempo a que crezca el ruido, apostando a que la ciudadanía acabará reconociendo que se evitó un mal mayor. Puigdemont vaciló, presa de las contradicciones internas de un frente soberanista, social y culturalmente muy transversal, que están aflorando precisamente ahora. En vez de anunciar su decisión inmediatamente después de la primera filtración, abrió una prórroga. Y la operación se fue al carajo. Ahora sí, el reloj se acerca ya a la hora sórdida.

Seguro que los entusiastas de cada bloque se sienten recompensados. En el lado independentista todavía hay quién cree que es ganadora la estrategia del cuánto peor, mejor, aunque sea a costa de arruinar a Cataluña y a España; y algunos, que son menos permeables a las fantasías sobre el chantaje económico y sobre Europa viniendo al rescate, y ya palpan los negros tiempos que se avecinan, se consuelan con cantos a la dignidad (más vale ir al desastre con la cara alta que abrir un tiempo de pausa con unas elecciones autonómicas).

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Los entusiastas de la mano dura del lado constitucionalista se las prometen felices ante la perspectiva de meter a Cataluña en vereda y reconducirla a la normalidad. Peligrosa expresión: la normalización era la palabra que se utilizaba desde Moscú para justificar la puesta en vereda de los países del Este después de las revueltas de Budapest o de Praga.

Mírese como se quiera, pero estamos asistiendo a un fracaso: ante un conflicto de envergadura no fue posible el reconocimiento mutuo, imprescindible en democracia.

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